Sin embargo, algunos testigos directos opinaron lo contrario, apuntando la posibilidad de que se hubiera tratado de acciones con una organización perfectamente premeditada. Según estos testigos las bandas atacantes aparecieron al filo de la medianoche, traspasando cómodamente los cordones policiales. Los hombres, enmascarados algunos aunque la mayoría a cara descubierta, iban armados con cuchillos y bastones. Unos pocos llevaban pistolas. Nadie daba órdenes pero todos sabían cómo actuar, distribuyéndose por las distintas salas y repartiéndose las funciones. Siempre de acuerdo con los testigos no demostraron tener demasiada prisa para concluir su tarea.
La tarea fue fácil, pues consistía en destruir, y se desarrolló de manera similar en todas partes, lo cual alimentó las sospechas de aquellos pocos que, en tal ocasión, se sintieron obligados a sospechar. Tras penetrar en los centros los atacantes encerraron en una habitación al personal sanitario que estaba de guardia, exigiéndole obediencia bajo amenazas. A continuación dio comienzo la masacre de la que, ya sin testigos, sólo se pudo trazar el terrible balance cuando desaparecieron los agresores. Las salas ocupadas por los exánimes ofrecían un panorama devastador, con camas y paredes regadas de sangre y bultos humanos arrastrándose por el suelo. No se oían gritos, únicamente gemidos que llenaban el espacio con su eco. Aquella noche hubo decenas de muertos. Los heridos, para los que no hubo contabilidad alguna, superaron con mucho el número de muertos. Nadie reclamó los cadáveres.
Para David Aldrey, con el que Víctor habló poco después de estos hechos, lo ocurrido ponía de manifiesto el desvarío general que se había apoderado de la ciudad. Fue el doctor Aldrey quien le puso al corriente de los testimonios. El Hospital General no había sido atacado, probablemente por su situación céntrica y su importancia, pero, entre los médicos, los detalles de la masacre fueron comunicándose con prontitud. Era una acción que, para muchos de ellos, probaba definitivamente que el problema de los exánimes superaba, con creces, cualquier idea de enfermedad, por amplia que ésta fuera. David era ya de los escasos médicos que consideraba necesario resaltar, por encima de todo, que los exánimes eran únicamente enfermos, si bien reconocía que su presencia había roto los diques tradicionales erigidos por la salud contra la enfermedad.
– Lo que sucede es que ya nos es imposible saber quién está sano y quién no. Cuando se producen horrores como los que se han producido nadie es inocente. No sé quiénes lo han hecho pero es probable que, de un modo u otro, toda la ciudad esté implicada. La gente está tan obsesionada con la posibilidad de contraer la enfermedad que cada vez estoy más convencido que aprobaría cualquier método que asegura la desaparición de los enfermos. Cree que los enfermos son la auténtica amenaza y que sin ellos, la amenaza finalizaría. Éste es el tremendo error en el que estamos cayendo.
Siguiendo la dirección contraria a la que se estaba imponiendo entre sus propios compañeros de profesión el doctor Aldrey era partidario de defender, por todos los medios, la prioridad que la dimensión médica tenía sobre cualquier otra consideración. El que se trabajara a ciegas en el seno de una población que ansiaba cerrar los ojos no justificaba, en su opinión, el cariz que estaban tomando las cosas. Para él todo estaría definitivamente perdido si llegaba a aceptarse que los afectados por el mal eran, como muchos ya pensaban, el mal mismo. Le indignaba la brutalidad que había sido cometida pero aún le indignaba más el sentimiento de que la razón estuviera siendo violentada. Su posición continuaba inalterable:
– Desconocemos las causas, es cierto. Pero eso no cambia nada. Ha sucedido muchas veces en el pasado y volverá a suceder. Es una enfermedad y, aunque permanezcamos durante mucho tiempo en la más completa ignorancia, debemos tratarla como lo que es: una enfermedad para la que hay que buscar un remedio. Si olvidamos esto y nos dejamos conducir por las fábulas, nos hundiremos.
Era difícil saber si la confianza en la ciencia, a la que David Aldrey se aferraba, tenía porvenir, pero era indudable que sus temores eran fundamentados o, al menos, Víctor así lo percibió tras la noche de la masacre. Hasta aquel día la relación de la ciudad con el mal había sufrido continuas oscilaciones. A la incredulidad le había sucedido el pánico y el pánico se había convertido en un territorio propicio para las mayores fantasías. La población las había aceptado con fervor creciente, dejándose llevar hacia una bruma henchida de revelaciones y promesas. Predicadores y adivinos se habían erigido en sus valedores frente al mal. Sin embargo, en sus portavoces oficiales, la ciudad se había mantenido fiel a los principios de la civilización moderna. Aunque no habían hecho nada para frenar las acometidas de la fantasía popular, ni habían denunciado a sus instigadores, las autoridades ciudadanas habían proclamado, en todas sus declaraciones, su seguridad con respecto a que las armas de la razón y de la ciencia acabarían doblegando al mal. A pesar de su situación excepcional, la ciudad continuaba siendo libre, civilizada y moderna.
No obstante, después de la matanza de los hospitales, se apreciaron indicios de que la opinión oficial de la ciudad quería aproximarse a lo que la ciudad, de modo no oficial aunque cada vez con voz más perentoria, estaba dispuesta a imponer. Es cierto que el Consejo de Gobierno, al lamentar las agresiones, reforzó la vigilancia policíaca en torno a hospitales y centros de acogida para evitar que los hechos pudieran volverse a repetir. Anunciando esta medida se señaló que el orden debía ser conservado estrictamente, incrementándose, de ser necesaria, la severidad que exigía el estado de excepción. Al mismo tiempo, sin embargo, el gobierno de la ciudad pareció aceptar, aunque de manera ambigua, que bajo el envoltorio de la extraña enfermedad podía albergarse un enemigo contra el cual los instrumentos utilizados hasta entonces habían fracasado. Sin renunciar totalmente a su posición anterior el gobierno se planteaba la conveniencia de abrir la puerta a nuevas hipótesis.
No hubo, en cualquier caso, afirmaciones taxativas. Se procedió elípticamente provocando, de forma inesperada, un cierto debate en la prensa. Hasta entonces los periódicos habían seguido tajantemente las instrucciones de la censura, ocultando los datos y apaciguando los ánimos. A partir de aquel momento también las siguieron, incorporando artículos en los que la opinión particular del autor coincidía directa o indirectamente con los propósitos perseguidos por las autoridades gubernativas. Durante bastantes días se escribió mucho sobre el mal, y sobre sus orígenes, naturaleza y eventuales consecuencias. Algunas plumas conocidas y muchas desconocidas intentaron demostrar que habían llegado a conclusiones definitivas. Hubo reflexiones metafísicas, incursiones místicas, recomendaciones religiosas, pero, en todos los casos, para los articulistas, el aislamiento del mal sólo podía producirse mediante la aplicación de la política recomendada por los dirigentes de la ciudad. Pronto se hizo evidente que éstos, inquietos por la influencia que augures y profetas habían conseguido en la población, querían tender un puente a los agitadores como única forma eficaz de mantener la situación bajo control.
Salvador Blasi, al mofarse del supuesto debate en el que su periódico también participaba, reafirmó a Víctor en esta evidencia:
– Es todo una payasada. No quieren que los predicadores sean más fuertes que ellos. Pero no servirá de nada. Ni los propios tipos que escriben son capaces de entender lo que han escrito. El más divertido, por necio, es el artículo de Ramón Mora que hemos publicado nosotros. Nunca había leído tantas incongruencias juntas. Seguro que se lo dictó su amiguito Penalba.
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