– Espero que mi corderito se porte bien.
Me sonrió. Jugábamos a eso cuando era pequeño. Yo fingía ser un cordero y la seguía balando a todas partes, hasta que ella me cobijaba en sus brazos.
Entramos en la tienda y estuvimos hablando con el tío. Le contamos todo lo que habíamos hecho, salvo nuestra conversación en el café. Mi madre parecía tranquila, pero, al volverse para despedirse, los ojos se le llenaron de lágrimas.
Iba a preguntarle si le pasaba algo, pero ella me puso el dedo en los labios, como había hecho con mi padre cuando estábamos en la estación.
– Mamá… -acerté a murmurar.
– Todo está bien -me dijo-, sé bueno y no des la lata.
No tenía dónde asirse, dónde dirigir su amargura. Había sacado un espejito del bolso y se miró en él como si mirara a otro lugar cualquiera, más allá de sí misma. Tenía los ojos aturdidos de los seres que no desean, que han dejado de soñar.
Y se fue sin volver la cabeza.
Estuve con el tío hasta el cierre de la tienda y, de regreso a casa, nos detuvimos en un par de bares, donde todos le conocían y le gastaban bromas. El sol rojizo de finales de noviembre bañaba los tejados. La torre de la iglesia, dorada, con el tejadillo cubierto de líquenes verdes, brillaba contra el cielo limpio de la tarde.
Al llegar a casa, la tía estaba muy nerviosa. El tío y ella se pusieron a cuchichear. La tía cada poco levantaba la cabeza para mirarme, como hacen los pájaros cuando beben.
– Anda, vete con las niñas -me dijo con amabilidad.
Vi de reojo al tío echarse las manos a la cabeza.
– ¡Menudo dos de mayo! -exclamó.
Las primas estaban haciendo los deberes y me puse a ayudarlas, pero apenas prestaban atención. Me preguntaban por lo que habíamos hecho a lo largo del día. ¿Habíamos ido al Retiro, a Galerías Preciados? Me acordé de lo que nos había pasado en las escaleras mecánicas, cuando me había separado de mi madre. Y supe que me estaba engañando. No, no estábamos en Madrid porque quisiera visitar al tío y a las primas, sino porque nos iba a dejar.
Fui al cuarto y, en efecto, habían desaparecido su maleta y su ropa. Sobre el embozo de mi cama había un sobre cerrado con mi nombre escrito. Era la letra de mi madre. Habíamos hecho ese viaje porque pensaba irse, y en aquella carta me explicaba sus razones. Pero escondí la carta bajo la almohada y regresé al comedor. Nadie respiró durante la cena. Apenas hablamos y, a pesar de los esfuerzos de los tíos, se notaba una gran tensión. El tío volvió a sacar el tema de las andanzas de los ejércitos franceses, pero nadie le hacía caso. Las primas me miraban en silencio, como dos comadrejas.
Llamaron por teléfono un par de veces y después de la cena estuvimos viendo la televisión. Ponían un concurso de preguntas, y las primas chillaban y aplaudían cuando ganaban sus favoritos. Yo apenas prestaba atención, pues no podía apartar el pensamiento de aquella carta. Volvieron a llamar por teléfono y el tío, después de contestar, me hizo señas para que me pusiera.
– Es tu padre -me explicó, tendiéndome el auricular.
Mi padre me preguntó si me encontraba bien y me dijo que al día siguiente estaría en Madrid. Tenía algo que hacer en el ministerio y, al terminar, iría a buscarme. Me extrañó que empleara el singular, que no mencionara a mi madre. Cuando terminó el programa de televisión, el tío nos dijo que nos fuéramos a la cama. Mi tía me acompañó hasta el cuarto.
– Que duermas bien -me dijo, poniéndome una mano sobre el hombro.
Me dio un beso y entré en mi cuarto. La carta estaba bajo mi almohada pero tampoco entonces me decidí a abrirla. No quería pensar, sólo cerrar los ojos y borrarlo todo de mi pensamiento, lo mismo que hacía cuando me despertaba por las noches y oía llorar a mi madre. Me concentraba en un ruido cualquiera hasta que dejaba de oírla, y así me podía dormir. Pensé en aquella carta y en que mi madre nos había dejado porque no habíamos sabido amarla. Era la hora de los cobardes, de los tibios, de los temerosos, pero yo tenía que dormirme para no morir de tristeza. Lo hice y tuve un sueño. Estaba en mi cama y oía ruidos en el pasillo. Era mi madre, que llevaba una bandeja con vendas y una vela encendida.
– ¿Qué haces? -le pregunté.
– Voy a curar a tu hermano.
La luz de la vela enrojecía tenuemente el borde de los objetos. Era una luz que daba a las paredes y a los objetos un resplandor escarlata. Mi madre se acercaba a una puerta y sacaba una llave del mandil. Era el cuarto de mi hermano. Estaba muerto, pero su herida seguía abierta y tenía empapada de sangre la chaqueta del pijama. Mi madre me pedía que la ayudara a curarle. Tenía la herida en el costado, y era redonda y profunda: el orificio por donde había entrado la bala. Ella se la limpiaba con algodón y se la vendaba.
– Ya está -me decía, y me daba la mano para salir del cuarto.
Cuando me desperté por la mañana, la cama de mi madre seguía vacía. Un pájaro grande, de color pardo, vino a posarse al borde de la ventana, pero apenas advirtió mi presencia salió huyendo. Era extraño, porque no había vivido aquel sueño con angustia. Tampoco mi madre parecía desgraciada, a pesar de que su hijo estaba muerto, como si lavarle y vendarle la herida le proporcionara una incomprensible felicidad.
Me fui a la joyería con el tío, pues me dijeron que mi padre me iría a buscar allí. El tío no me quitaba ojo y hablaba conmigo sin parar. A media mañana fuimos a un bar que había cerca y estuvimos tomando café con porras. Yo le había contado lo que habíamos visto en el Museo del Prado y él me dio su interpretación de los cuadros de Goya. Según el tío, el error de Napoleón había sido subestimar la dignidad de un pueblo.
– Es lo que no me gusta de él. Le animaba el deseo de modernizar el mundo, pero sus guerras fueron motivo de dolor y miseria.
Regresamos a la joyería y, casi a la hora de comer, vi que en la puerta estaba mi padre. Venía sonriendo y, al verme detrás del mostrador, me preguntó bromeando si era yo el dependiente.
– Quería una medalla para regalar a una hermosa mujer -murmuró, al tiempo que retrocedía unos pasos. Allí estaba mi madre, como una criatura inesperada, salida del bosque.
El tío me dijo dónde estaban las medallas y yo puse el expositor ante ella para que escogiera. Se decidió por una de la Virgen. Estaba con el Niño Jesús, que se abrazaba muy serio a su cuello, y me besó cuando se la tendí. Luego, nos fuimos los tres juntos a comer. Mi padre y mi madre hablaban y reían y no parecía haber pasado nada entre ellos. Al terminar, regresamos a casa de los tíos para despedirnos. Mi madre vino conmigo a recoger mis cosas y yo le entregué la carta sin abrir.
– Lo siento -me dijo, mientras se la guardaba bajo la blusa-, lo siento mucho, de verdad. Nunca volverá a suceder, te lo prometo.
Unos años después, a mi regreso a Valladolid, una mañana mi madre y yo salimos a pasear por el parque. Era muy temprano y una niebla difusa envolvía los paseos y el pequeño palomar. El primer sol doraba delicadamente las cosas. Los jardineros habían puesto pintura blanca sobre los árboles que tenían que podar. Estuvimos recordando aquel viaje a Madrid, del que nunca habíamos vuelto a hablar. Y me confesó, con la mayor naturalidad, que había querido dejar a mi padre. Pensó en irse a Mallorca, donde una antigua compañera le había ofrecido un trabajo. Cuando estuviera asentada, volvería en mi busca. Pero en el último momento renunció a su plan.
– Ya sabes, no puedo olvidar -añadió-, soy como las pobres elefantas.
Nada quedaba atrás, todo regresaba a nosotros. El don de la vida era el don del pasado. ¿Era un don o un castigo? Sonrió con una tristeza dulce, como si un sol tibio iluminase de improviso zonas oscuras de su alma, mohosas por la sombra de los años.
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