– He hablado con Óscar -le dijo con una mueca de dolor, como si ese beso la hubiera quemado-, nos estará esperando en Atocha.
Mi padre iba a decir algo, pero ella se lo impidió poniendo los dedos sobre su boca.
– Ahora no, por favor -le soltó.
Mi padre nos ayudó a subir las maletas y se despidió temeroso de que el tren pudiera arrancar. Le vimos saludarnos desde el andén agitando la mano. Miraba a mi madre con una mirada inquisidora, como si sorprendiera algo en ella que hasta ese instante no había visto. El tren se puso en marcha y mi padre se hizo más y más pequeño.
Estábamos solos en el compartimiento y, antes de sentarnos, mi madre tendió los brazos para abrazarme.
– Ya eres tan alto como yo -murmuró con una sonrisa.
Permanecimos un rato inmóviles, mirando por la ventanilla. Las casas se deslizaban a nuestro lado y veíamos sus ventanas brillando en la luz oblicua de la tarde como diminutas charcas. Cuando dejamos atrás la ciudad, los tejados se volvieron rojos. Estaban rodeados de árboles, y me pareció escuchar los cantos de los pájaros. Era como si en el mundo no hubiera palabras ni hombres.
– ¿Sabes cuál es mi problema? -murmuró mi madre sin apartar los ojos de la ventanilla-, que no puedo olvidar.
Teníamos el compartimiento para nosotros solos, y nos sentamos junto a la ventanilla, el uno enfrente del otro. Mi madre sacó un libro de su bolso pero, en vez de ponerse a leer, se quedó con él sobre las rodillas. Estaba absorta en sus pensamientos, como si quisiera saber el porqué de su vida, el porqué de las cosas que nos pasaban. Y estuve un largo rato observándola. Me recuerdo muchas veces así, contemplándola a hurtadillas. En esos instantes todo me parecía posible, hasta que abriera el balcón y se escapara descolgándose por la fachada como si fuera un gato y no la volviéramos a ver.
Recuerdo una noche en que algo me había sentado mal. Me dolía mucho la tripa y la llamé. Me preparó una manzanilla y estuvo hablando conmigo. Ya casi me estaba durmiendo cuando se abrazó a mí y me dijo:
– Tú no te vas a morir. Pasará el tiempo y llegarás a ser un viejecito, pero nunca morirás.
Me hablaba como si estuviera debajo del agua y no pudiera abandonar ese reino oscuro y frío para volver con los hombres, lo mismo que les pasaba a esas moras cautivas que vivían en las fuentes. Muy cerca de Zamora estaba la fuente de la Teja, y mi madre me contaba que en ella vivía una mora que atraía con su canto a los muchachos que se acercaban. Pero al descubrir que ninguno de ellos era el que amaba, los ahogaba llena de ira.
Mi padre decía que estaba llenando mi cabeza de tonterías y que así nunca me haría mayor. Según él, sólo la razón podía ayudarnos a entender el mundo.
– ¿La razón? -replicaba ella-. Nuestra vida no cabe en una casa tan pequeña.
Y solía contar la historia de un santo que un día estaba en la playa reflexionando sobre el misterio de Dios y había visto cómo un niño cogía el agua del mar con una concha y la llevaba a un pequeño agujero que había en el suelo. Le preguntó qué estaba haciendo y el niño le dijo que quería llevar el mar a ese agujero. El santo se echó a reír y le contestó que eso no era posible, que tanta agua nunca cabría en un espacio tan reducido. Y el niño, que en realidad era un ángel, le contestó que eso mismo trataba de hacer él queriendo resolver los misterios de aquel Dios infinito.
El tren se detuvo en un pueblo. La estación era un pequeño edificio descolorido. Había varios árboles y unos parterres de césped poco cuidado. Más allá se veían las calles, con una hilera de farolas verdes y de bancos públicos, a la misma distancia unos de otros. Había un buzón y una parada de autobús, y pasos de peatones señalizados. La luz era clara y en la distancia se veían nubes blancas y densas que flotaban en el aire. Una cometa se había enredado en los cables de la luz y se balanceaba por encima de una casa de tejado abovedado y rojo. Me gustó aquel pueblo, que no aspiraba a ser algo que nunca podría ser: las calles, los jardines, las tiendas todo había sido construido con modestia. Y pensé en todos los que vivían allí, y en si también ellos tendrían misterios y secretos que no podían contar a nadie.
Y ahí estaba, sentada a mi lado, ese hermoso misterio que era mi madre. A veces me sonreía, como dejándome asomarme a él. Era entonces como si encendiera la luz de una habitación desconocida y enseguida la volviera a apagar sin apenas haberme dado tiempo a mirar. Como el niño de la playa, yo también trataba de trasladar algo inmenso a un espacio minúsculo. Pensaba en lo dulce que sería tener a mi madre dentro de una botella y poder llevarla conmigo. Pero eso no era posible.
El tío nos estaba esperando en la estación. Era grande y fuerte, tenía unos ojos infantiles inmensos, que permanecían abiertos con expresión de asombro. Lo primero que hizo fue llevarnos a la joyería. Estaba cerca de allí, junto a la plaza de Santa Ana. Se llamaba, en efecto, Dos de Mayo y en el escaparate había puesto un viejo grabado de la revuelta popular del pueblo de Madrid contra el ejército de Napoleón, al que mi tío veneraba. Era una tienda muy bonita, con una fachada azul en la que las letras destacaban con su pintura de oro. El abuelo Abel había muerto dos años atrás y el tío había heredado la joyería. Mi madre casi se pone a llorar al entrar y ver los muebles de la tienda en que había pasado la infancia y parte de su juventud. El tío le estuvo mostrando sus últimas adquisiciones. Nos enseñaba las joyas como si no las tuviera allí para venderlas, sino por placer.
Algo dulce, extraño, vibró en la voz de mi madre al decir:
– ¿Por qué nos atraerá lo que brilla?
La casa del tío estaba muy cerca, en un barrio tranquilo, de gentes laboriosas y humildes. Había árboles en las plazas y la luz era casi blanca. La casa daba a una placita llena de castaños. Mi tía y mis primas nos aguardaban en la puerta. Mis primas acababan de regresar del colegio y aún llevaban los uniformes puestos. Las encontré muy cambiadas. Sorprendía lo parecidas que eran. Tenían los ojos de un azul intenso, con una expresión próxima a la burla. Después de besarnos, su madre les dijo que se fueran a cambiar y ellas desaparecieron por el pasillo como dos gallinitas de agua. La casa estaba llena de luz del atardecer. El tío dijo que aquella luz, la de la sierra, no tenía igual en el mundo. Combinaba la luminosidad y el silencio, y había inspirado la pintura de Velázquez.
Tras la merienda salimos a pasear. Parecía un día de fiesta y nadie tenía prisa. Los bares estaban llenos y olía a calamares fritos. La plaza de Santa Ana bullía de palomas. Picoteaban por el suelo sin que apenas les afectara nuestra presencia, hasta que el ruido de una moto las asustó y emprendieron el vuelo como pañuelos arrebatados por una corriente de aire.
No tardamos en regresar a casa. Mientras la tía preparaba la cena, las primas me llevaron a su cuarto. Me enseñaron sus tebeos y sus libros, los cuadernos del colegio, su pequeña colección de sellos, y me estuvieron preguntando cómo era Valladolid, si tenía metro, si había un parque para pasear en barca o zoológico, o si alguno de sus comercios se parecía a Galerías Preciados. Me contaron que este almacén tenía siete plantas y para subir de una a otra había unas escaleras que se movían solas. De vez en cuando se apartaban y cuchicheaban como un par de conspiradoras que traman un plan, lo que me creaba una gran incomodidad.
Volvimos al cuarto de estar. El tío no paraba de hablar y la tía había cogido la caja de la costura, que tenía sobre las rodillas. Mi madre apenas les hacía caso. Estaba ensimismada y callada, atenta a una voz lejana que sólo ella escuchaba. Le dolía la cabeza y dijo que se iba a acostar. También lo hicieron la tía y las primas, que al día siguiente tenían que madrugar para ir al colegio, por lo que me quedé solo con el tío, que se empeñó en enseñarme su colección de objetos napoleónicos. Los guardaba como si se tratara de un tesoro. Botones de las casacas, monedas de la época y hasta cuchillos y armas. Visitaba con otros amigos los lugares de las viejas batallas y buscaban los objetos que habían perdido los soldados sirviéndose de un detector de metales. Aunque pareciera mentira, a pesar del tiempo transcurrido aún encontraban cosas. Luego, tras comprobar que todas las mujeres estaban acostadas, se acercó a mí y me dijo casi al oído:
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