Tía Corina y yo decidimos regresar a casa caminando, pues no era tarde y estaba la noche muy templada y serena, a pesar de que había muchos tramos desiertos, que ya saben que me provocan inquietud. Le comenté la revelación y la propuesta del vidente y me miró con gesto de reproche. «Oye, vamos a ver… Ese buscavidas tiene los mismos poderes paranormales que tú, que yo y que el Gato con Botas. Reconozco a un impostor en cuanto lo veo.» Tía Corina conoce de sobra mi escepticismo con respecto a las prácticas de videncia y de todo ese tipo de pericias anómalas, y es ella quien cree en esos fenómenos, pues asegura haber sido testigo de algunos indiscutibles, pero yo insistía en que era mucha casualidad que hubiese adivinado el motivo de mi obsesión sin ningún dato previo. «Mira, pensamos que la realidad es una especie de magma incontrolado y caprichoso, pero no es así, o no siempre. La realidad también se basa en simetrías fortuitas, en rimas inesperadas, en concordancias accidentales. Si te cruzas con un desconocido y le dices: «Mañana va a morirse el loro que te trajo de Nueva Guinea tu hermano Alfredo», lo más probable es que te equivoques, pero también cabe la posibilidad remotísima de que aciertes, y en esa posibilidad remotísima radica el margen mágico de la realidad, y no sé si me explico». Le dije que no, porque no estaba dispuesto a claudicar -en contra de mi costumbre- ante sus argumentos, al andar mi ánimo muy rebelde. «Pues te lo explico de otro modo… Vas por la calle y eliges al azar a un transeúnte, ¿de acuerdo? Bien. No es difícil que ese transeúnte tenga un hermano, pero es difícil que ese hermano se llame Alfredo. Es muy difícil que su hermano, en el caso de que se llame Alfredo, haya estado en Nueva Guinea. Es dificilísimo que un transeúnte tenga un hermano que se llame Alfredo, que Alfredo haya estado en Nueva Guinea y que le haya traído de allí un loro a su hermano, un loro que va a morirse mañana. Es todo dificilísimo… pero perfectamente posible, ya que hay mucha gente en este mundo que tiene un hermano llamado Alfredo, hay mucha gente llamada Alfredo que ha estado en Nueva Guinea, alguna de esa gente se ha traído de allí un loro para regalárselo a su hermano y muchos loros se mueren cada día en todo el mundo. Si te fijas, es una secuencia basada en cuatro coincidencias triviales. ¿De acuerdo?» Y le dije que sí. «De modo que si paras a alguien por la calle y le sueltas esa profecía, lo normal es que te tome por trastornado, porque lo más probable es que no se cumpla ninguno de los cuatro requisitos. Pero si resulta que esa persona tiene un hermano que se llama Alfredo y que Alfredo ha estado alguna vez en Nueva Guinea, el tipo se quedará cavilando durante una temporada, aunque no tenga ningún loro. Basta con eso, con dos coincidencias, para que nuestro sentido de la realidad se tambalee.» Y le dije que muy bien, pero que, de todas formas, con loro o sin loro, pensaba telefonear al día siguiente al profesor Negarjuna Ibrahima.
El profesor me citó a la una y media de la tarde en su hotel. «Mi consulta no es gratuita», me avisó, y me dio precio por ella. No era poco dinero, pero tampoco demasiado, y hay que hacerse a la idea de que la preocupación esencial de todo el mundo consiste en sacarle dinero al resto del mundo. «¿Cuánto va a costarte?», me preguntó tía Corina, pero le dije que eso era lo de menos, y ella movió la cabeza con gesto de incredulidad, porque sabe de sobra que entre mis defectos no se cuenta el despilfarro. «Pregúntale de camino el número que va a salir premiado en la lotería y la fecha exacta del Juicio Final.»
Llegué al hotel Coloso y en el vestíbulo me esperaba el profesor, vestido todo de blanco. Le propuse que nos acercáramos a una cafetería próxima. «¿Le importa que hablemos en francés? Para mayor precisión por mi parte…» Y le dije que no tenía inconveniente alguno. Una vez sentados a un velador, me dijo: «Empiece». Y le conté con detalle mis tribulaciones, que escuchó con gesto impasible, aunque mirándome con fijeza, aseguraría yo que sin pestañear ni una sola vez, o esa impresión me dio. Cuando terminé el relato, sonrió con desgana. «¿Tan sencillo como eso?», y le contesté que no me parecía sencillo. «Más sencillo de lo que usted pueda imaginar», y les confieso que aquella arrogancia me alegró, por intuir yo el final de mis desvelos. «Bien, ¿por dónde empezamos?», y se frotó las sienes, y empezó.
«De entrada, le confieso que mis poderes son intermitentes. Hay días en que se me va la clarividencia y tengo que limitarme a hacer trucos psicológicos, como usted pudo comprobar anoche, a pesar de que, durante unos segundos, pude ver con total claridad las ráfagas que se le pasaban a usted por el pensamiento, y por eso le propuse que viniera a verme. Pero hoy tampoco veo gran cosa. Turbulencias. Imprecisiones. Al fin y al cabo, un gran poeta no está inspirado las veinticuatro horas del día, un gran arquitecto no tiene ideas innovadoras a cada instante, un científico genial no realiza descubrimientos geniales cada mañana… Pues igual. De todas formas, usted no necesita un vidente, sino un simple informador», y me quedé intrigado. «Hoy no puedo desvelarle el porqué de toda aquella operación estrafalaria, como usted quiere. En cualquier otro momento, podría precisarle incluso lo que llevaba usted en los bolsillos cuando pisó por primera vez la catedral de Colonia, pero hoy me resulta imposible: veo sus bolsillos, pero no veo sus tinieblas, ¿me entiende?» Y asentí, aunque no entendí del todo en qué consistían aquellas ténébres . (¿El interior de mis bolsillos?) «Visiones al margen, puedo proporcionarle una información que me extraña que desconozca: qué es lo que se conserva en el sarcófago de los Reyes Magos.» Le pregunté si él lo sabía. «No. No tengo ni idea. Pero sé quién lo sabe.» Y dejó pasar unos segundos para que yo le preguntase: «¿Quién?». Y dejó pasar unos segundos antes de darme respuesta: «El Enciclopedista Invisible».
«¿El Enciclopedista Invisible?» El profesor me propuso que volviésemos a su hotel, y así lo hicimos. «Suba a mi habitación», y con él subí. «Siéntese», y me senté.
Abrió el profesor un estuche y sacó de él un ordenador. «Veamos si hay señal», y aquello me pareció cosa propia de sortilegio, por no estar yo al tanto de los avances informáticos, ante los que palidecerían los magos más fenomenales de las épocas pasadas. «Hay señal, aunque débil. De todas formas, nos apañaremos.» El profesor se puso a teclear. «Vamos a colgar la consulta en la página del Enciclopedista Invisible.» Le confesé que aquella jerga (¿colgar?, ¿página?) me resultaba exótica, así que me explicó la terminología y el procedimiento. Una vez colgada la consulta, me aclaró: «Tendremos que esperar un rato». Y a esperar nos dispusimos.
«¿Quién es el Enciclopedista Invisible?» La respuesta fue difusa: «Nadie lo sabe. Una especie de demiurgo anónimo. Alguien que conoce la historia del mundo desde el principio y que se presta a revelarla de forma gratuita, que es lo más sorprendente de todo, aun siendo todo sorprendente». Según el profesor Negarjuna Ibrahima, se da por hecho que se trata de un colectivo de sabios desocupados, jubilados tal vez de sus profesiones y conectados entre sí mediante la red informática, que alivian su inacción con ese pasatiempo: el de convertirse en una enciclopedia viva, disponible a cualquier hora del día y de la noche y abierta a consultas sobre cualquier materia, desde la prosodia latina al grito de apareamiento de los primates, desde la gastronomía de los pueblos polinesios prehistóricos a un restaurante inaugurado anoche en Moscú, y lo mismo te proporciona el Enciclopedista Invisible el mapa de una ciudad que el plano del arca de Noé, según lo que le pida tu ignorancia.
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