Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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«¿Por qué no me has dejado hablar con Walter?», le pregunté cuando colgó. «Muy sencillo: porque ibas a rebajarte al nivel de los iracundos, y ya sabes lo que les ocurre a los iracundos que no lo son por naturaleza: que después se avergüenzan de su ira, y no merece la pena pasar vergüenza por culpa de uno mismo por haberse salido de uno mismo, ¿de acuerdo?» Y seguimos comiendo, con mejor apetito.

Al cabo de cuatro días, los operarios de Fioravanti nos trajeron a casa nuestras cosas. O más exactamente: dos tercios aproximados de ellas, porque la parte que se ve que le había correspondido a Miguel Maya no apareció, incluida la lavadora. Ni siquiera el primo Walter sabía nada del rumbo que había tomado el gitano con su botín, a pesar de que los operarios de Fioravanti, a falta de una máquina de la verdad, le habían molido la cara a hostias para sonsacarle, según nos informaron literalmente. Uno de aquellos operarios nos proporcionó, por cierto, un sobresalto: «El señor Fioravanti dice que sólo le deben ustedes seis mil euros, por ser amigos». Yo había dado por hecho -aunque no sabría decirles por qué- que Fioravanti no iba a cobrarnos nada, pero está visto que el dinero no pasa por el corazón, y lo comprendo. Como no era el momento adecuado para desprendernos de esa cantidad, le dije a tía Corina que llamase a Leo y que le pidiera un aplazamiento del pago, en lo que no hubo inconveniente.

Recolocamos las cosas en su sitio, en un intento de restablecer nuestra realidad, hasta entonces maltrecha, ya que, quieras o no, los objetos pasan a formar parte de tu vida y su ausencia supone una falta de vida, al convertirse en una falta de realidad, y no sé si me explico. Echábamos de menos las cosas que le habían correspondido a Miguel Maya en el reparto, pero eran al fin y al cabo las de menos valor, y ese detalle nos consolaba. (Resultaba curioso: Miguel Maya tenía pinta de ser más listo que el hambre, pero se ve que el primo Walter era más listo que Miguel Maya y que el hambre juntos.). La casa volvía a ser, en definitiva, nuestra casa, por esa cualidad mágica que tienen los objetos de convertir el vacío en un reducto amable y exclusivo.

Una vez que todo estuvo más o menos distribuido conforme a su antigua armonía, nos sentamos, muy cansados de piernas y de espíritu, aunque contentos. «Bien, ahora que ya hemos salido al menos de un susto, cuéntame con detalle tus aventuras solitarias en Colonia. Soy un tímpano gigante.» Y le conté. Y los tarmodakauskas fueron sucediéndose en mi narración como un muñeco múltiple, y a tía Corina, supongo que por acumulación de disparates, se le escapó una carcajada, y me la contagió, y ya nos dedicamos a reírnos, que falta nos hacía.

Pasaron un par de semanas sin tener noticias de Sam Benítez, a pesar de que no paraba de llamarlo, así fuera para que me mintiese. Al final, fue él quien llamó desde Scarborough, en la isla Trinidad, donde le seguía el rastro -o eso me dijo- a un criminal de guerra yugoslavo por encargo de una asociación de familiares de víctimas, o algo de esa índole, no sé, porque hay ocasiones en que Sam se explica regular.

Le hice un informe rápido de infortunios: el robo de Walter, el dinero que me pedía Fioravanti, los gastos que habíamos tenido en Colonia, el dinero invisible con que me pagó Bibayoff… «Te exijo una explicación de toda esta charada», le dije con firmeza. «Mira, loco, yo no puedo contarte ahorita todo lo que quieres saber, porque sería como contarte la vida de David Copperfield. Nos dolería la oreja a los dos, ¿va? Te mando para allá a Federiquito Arreóla, que anda por Cádiz, y él te lo explica. Pero no dudes nunca más de tu compadre Sam. Tu compadre iría a sacarte del infierno si te cayeras allí por casualidad.»

20

Particularidades de Federiquito Arreóla.

La trama siciliana.

Un profesor de irrealidades.

El enciclopedista etéreo.

Aventuras de una arqueta de plata.

Federiquito Arreóla se irá a la tumba con su diminutivo, porque lleva ese diminutivo en el carácter, y eso no lo arregla la edad, que Federiquito cuenta ya con diez manos y pico.

Nuestra profesión, como habrán advertido a estas alturas, admite personajes singulares, por no decir que los atrae, y uno de los más singulares de todos ellos es precisamente este Federiquito Arreóla, mexicano recriado en Santander por azares de familia, que se gana la vida con una subprofesión curiosa: la de correveidile. En efecto, de aquí para allá va Federiquito, contándole a este lo que hizo aquel, y a aquel lo que piensa hacer el de más allá, y al de más allá informándole de lo que el de todavía más allá opina de un tercero en discordia a ese tercero contándole con quién se acuesta o con quién negocia un cuarto. Creando una cadena, en fin, de murmuraciones, pues no se caracteriza por mostrarse muy escrupuloso con la verdad, al permitirse demasiadas licencias con ella, lo que a veces ha provocado enemistades y suspicacias entre los nuestros, que es algo que conviene evitar en la medida de lo posible, pues nada bueno trae la inquina a casa alguna. Es malhablado además Federiquito, amigo de cizañas, y no pierde ocasión de malmeter. Pero, a pesar de todo, Federiquito es parte ya de la profesión, una especie de mascota parlanchina, heraldo de naderías, y él mismo se ha encargado de difundir la especie de que darle dinero es sacrificio que trae suerte, bulo que le resulta muy rentable con los supersticiosos, tan abundantes en cualquier gremio cuya bonanza dependa de las manías de la suerte; es decir, en casi todos.

El hecho de que Sam Benítez nos enviase a Federiquito Arreóla para desvelarnos el entramado de la operación coloniense sólo podía interpretarse como un nuevo capítulo grotesco, ya que todo cuanto sale de la boca de Federiquito merece la misma credibilidad que el cuento de la gallina de los huevos de oro, por no decir algo peor.

«¿Federiquito Arreóla?», se preguntó asombrada tía Corina cuando se lo dije. «Esto va a parecer el carnaval de los tarados. ¿Por qué no nos olvidamos de una vez del asunto? A fin de cuentas, casi todo el mundo vive sin comprender casi nada de lo que hace ni de lo que le ocurre. Nosotros podemos permitirnos el lujo de sobrevivir con el peso de ese enigma. Podemos sobrevivir incluso con la sospecha de que todo fue una tomadura de pelo.» Pero yo, que no sé vivir en los márgenes de la lógica, necesitaba saber, a pesar de que, como dijo santo Tomás de Aquino, «el afán de conocimiento es pecado cuando no sirve al conocimiento de Dios». Pecado o no, el caso es que Federiquito Arreóla llamó de madrugada y lo cité a la tarde siguiente en La Rosa de California.

Y les sigo contando.

Federiquito Arreóla es bajo y canijo, de pelo muy negro y lacio y de piel tirando a cobriza, supongo que por algún gen azteca, o similar, y se mueve como si en vez de huesos tuviese muelles, a saltos de pajarillo. Viste siempre ropa que le queda pequeña o grande, según quien se la diera, pues es de poco gastar y pedigüeño. Aparte de eso, le quedan menos dientes que a un pato de goma, como suele decirse, y anda a malas con la higiene, diría yo que como estrategia comercial: te apetece tan poco tenerlo cerca, que estás dispuesto a darle lo que te pida para que se vaya cuanto antes.

«¿Puedo tomarme un chocolate y un par de ensaimadas?», nos preguntó nada más entrar en La Rosa de California, donde tía Corina y yo llevábamos esperándolo un buen rato. «No como desde anoche.»

Con la boca llena, masticando con quién sabe qué, Federiquito empezó a contarnos chismes relativos a gente de la profesión, seguro de que aquellas revelaciones iban a pasmarnos por su enjundia malévola, pues casi todas giraban en torno al sol del sexo: «Miki Cabal, ¿os acordáis?… El hijo de… Exacto… Pues el mes pasado dio una fiesta y su novia, la caraqueña…», y así. Y nosotros tan aburridos como impacientes, aunque permitiéndole que hiciera aquel rodaje, por ser marca de la casa. «¿Puedo tomarme otro bollo?»

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