Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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En esas, recibimos la visita de Lolo Letaud, que tenía ya escritas más de treinta páginas de su novela sobre los Reyes Magos. («¿Qué ha pasado aquí?», pero no le dijimos ni siquiera algo próximo a la verdad: que esperábamos a los pintores.) Lolo había tomado como base de inspiración la Historia trium regum , el libro que publicó en el siglo XIV el monje carmelita Juan de Hildesheim, en el que recrea la leyenda mediante el método de meter en la batidora un buen número de patrañas que circulaban por entonces, ya que el culto popular a los reyes del Oriente pagano había alcanzado un predicamento inusitado en el Occidente cristiano, hasta el punto de transformarse en materia habitual de exégesis y en recurso iconográfico recurrente.

«Este cura escribe en un latín asqueroso, pero lo que cuenta me viene al pelo.» Tía Corina y yo mirábamos a Lolo como mira el médico al enfermo terminal que, antes de conocer el diagnóstico terrible, le comenta que piensa irse de vacaciones a una costa cálida para ver si de ese modo se le alivian las molestias. «Este monje tomó el nombre de su ciudad natal, la alemana Hildesheim. Y da la casualidad de que allí estuvo de párroco un tal Rainald von Dassel, que, después de convertirse en arzobispo y canciller del emperador Barbarroja y de llevarse a Colonia las reliquias milanesas, donó al cabildo de Hildesheim tres dedos de los Reyes Magos. Ahí está la novela, ¿os dais cuenta?» Tía Corina y yo nos quedamos mudos, porque sabíamos que la novela no podía estar en ningún sitio, precisamente porque ya estaba en otro sitio: en todas las librerías de los aeropuertos de medio mundo, compartiendo balda con un aluvión de ficciones centradas en cálculos históricos inusitados. «De repente, en mitad de la narración, sin previo aviso, hago una elipsis sorprendente y traslado a los lectores al siglo XXV, ¿de acuerdo?» Y asentimos. «Bien, unos científicos analizan esos tres dedos y llegan a la conclusión de que no son humanos, a pesar de tener forma humana. Las pruebas de ADN revelan que se trata de organismos extraterrestres, lo que demostraría que en el siglo XII la Iglesia católica tenía ya evidencias de otras civilizaciones ultragalácticas, ¿me seguís?» Y de nuevo asentimos. «Entonces aparece una organización de ufólogos empeñada en robar esos tres dedos y las reliquias de Colonia para demostrar al mundo que todo el tinglado de la Iglesia está fundamentado en supercherías y que, además, hay vida en otros planetas, aunque también tengo la posibilidad de convertir a la alta jerarquía eclesiástica en descendientes directos de unos extraterrestres. Al final, cuando los ufólogos ya han robado los huesos tanto en Hildesheim como en Colonia, resulta que no son exactamente huesos de extraterrestres, sino lingotes de oro en estado-m, ¿entendéis?» Tía Corina le dijo que sí, pero yo me vi obligado a decirle que no. «Un metal en estado-m es…» Y así durante un rato. Al final, fue tía Corina quien decidió asumir el papel de mensajera de catástrofes: «Tenemos que darte una mala noticia, Lolo», y me cedió la palabra con un gesto. «Sí, una noticia bastante mala.» Y se la di.

«La novela de ese tal Rollins está fundamentada precisamente en todo ese lío de los metales en estado-m», le precisó tía Corina. Y Lolo se quedó como era normal que se quedase, rumia que rumia el infortunio. La verdad es que es mala suerte la suya. Mala y terca. «A mí me han echado una maldición china», susurró, y guardó en una carpeta los folios que había sacado con la intención de ofrecernos una lectura del arranque de su nueva fantasía de vuelo libre. Un cadáver literario más, malogrado en embrión.

Intenté animar a Lolo ofreciéndole una idea para una novela a partir de la noticia de la detención de los ladrones de reliquias. «Aquí hay novela de éxito», le aseguré a la vez que le tendía el periódico, pero no le respondía el entusiasmo. Poco a poco, a fuerza de conversación y de bromas, a pesar de tener los tres el ánimo muy sombrío, Lolo fue vivificándose. «Seguro que hay una lógica en esos robos. ¿Tenéis un atlas?» Según Lolo, muy versado en ese tipo de enredos gracias a la lectura de novelas mistéricas con un desenlace basado en simetrías sorprendentes, los acontecimientos de ese tipo que se producen de forma simultánea en diversos lugares del mundo responden siempre a una lógica geométrica: basta unir con una línea recta los diferentes puntos geográficos implicados para que al instante se nos revele una figura (un emblema, un mapa críptico, un símbolo) que a su vez nos revele el sentido de lo que en principio presentaba la apariencia de unos hechos casuales e inconexos. «Todas las tramas ocultistas se descifran mediante ese procedimiento», nos aseguró. «Lo fundamental es encontrar un método para establecer las conexiones.»

Le dimos el atlas, un cartabón y un lápiz y Lolo se puso a la tarea. «Vamos a ver: en primer lugar, probemos con Chalons…» Una vez localizada la localidad francesa, eligió el siguiente punto: «Amberes, por ejemplo», y trazó una línea entre Chalons y Amberes. De Amberes se fue a Roma, y de allí a Coria, y luego a Liria, y de allí saltó a Maguncia, traza que traza, y de la germana Maguncia saltó de nuevo a Roma, y de allí a Vendôme, para acabar en Lisboa, donde habían intentado robar, como ustedes sin duda recuerdan, el cráneo de santa Brígida, cuya brillante carrera como visionaria comenzó a los siete años de su edad.

Una vez que Lolo hubo trazado las líneas que unían aquellas ciudades, enarcó una ceja: «Aquí falla algo», pues de aquel experimento no surgió figura geométrica ni cosa alguna que pudiera asemejarse a un símbolo o criptograma, aun siendo condescendientes con ambos conceptos. Lolo, lejos de abatirse, se puso a cavilar. Al cabo del rato, ya cavilaba en voz alta: «En Roma se producen dos intentos de robo, ¿verdad?». Le dijimos que en efecto, así que borró todas las líneas que había trazado, volvió a coger el cartabón y se puso a trazar líneas con arreglo a otra pauta. «Esa puede ser la clave. Las líneas tienen que partir de Roma hacia los demás sitios, porque Roma es la que irradia.» Y en eso se entretuvo durante un rato. Pero tampoco hubo suerte, porque nada salió de allí, salvo un fárrago. «No sé», se rindió Lolo, y le consolamos diciéndole que la literatura es más amiga de la lógica que la propia realidad. «Seguiré probando en casa, porque seguro que todo esto tiene una coherencia secreta», insistió. «No te preocupes, Lolo. Lo importante es que empieces una nueva novela lo antes posible, porque estamos deseosos de leer algo bueno», le alentó tía Corina, y Lolo esbozó una sonrisa de esperanza, porque está convencido de que cualquier día a su suerte le da por enmendarse, aunque no sé yo.

Al igual que ocurre con una persona desaparecida, la posibilidad de recuperación del botín de un robo tiene un plazo muy corto, y de ahí mi inquietud ante el silencio de Fioravanti. «Tengo mucha fe en Leo», me tranquilizaba tía Corina, con ese aplomo que sabe aparentar ante los reveses. «Leo sería capaz de encontrar todos los dientes que ha robado el Ratón Pérez a lo largo de su vida.»

Yo me había puesto en lo peor, e incluso dudaba de que Fioravanti estuviese aún en activo, porque debe de rondar los noventa, y casi daba por sentado que le había prometido a tía Corina encargarse del asunto para no reconocer ante ella que estaba ya en la retaguardia, momificándose al sol en su jardín, porque a nadie le gusta reconocer que el tiempo le ha vencido.

…Pero, como dijo alguien, lo realmente milagroso de los milagros es que puedan suceder. A la hora de la comida sonó el teléfono: «¿Corina? Soy Leo. Mira, te cuento…».

Los operarios del viejo Fioravanti habían localizado al primo Walter en Sevilla, donde intentó colocar parte del lote a Germán Reyes, anticuario de la calle Placentines, devoto de las vírgenes procesionales y, según se cuenta, de los peligros de la paidofilia. Comoquiera que Fioravanti había puesto en alerta a toda la red de anticuarios, peristas, chamarileros y coleccionistas particulares de la zona, en previsión de que Walter, en su calidad de mero aficionado, procurara zafarse cuanto antes, a precio de saldo y por un conducto previsible, de la mercancía, Germán Reyes le propuso a Walter que depositase todo en su almacén, a la espera de una tasación razonable, previo abono de un anticipo. Y Walter, al que el género robado le pesaba no en la conciencia, aunque sí en la furgoneta de alquiler en que lo transportaba, se mostró de acuerdo, muy para su mal, ya que el anticuario Reyes llamó enseguida a Fioravanti, que de inmediato desplazó a unos empleados suyos a Sevilla, donde no sólo recuperaron el botín, sino que también apresaron al ladrón. «Lo tengo aquí en la bodega. Dime qué quieres que haga con él, Corina. ¿Te parece bien si le corto las orejas y las diseco para que las pongas en una metopa?», porque a Fioravanti siempre acaba asomándole la Italia profunda, pero tía Corina se mostró magnánima: «No, sólo quiero que le pases el teléfono para hablar un momento con él». Cuando el cautivo se puso al teléfono, tía Corina le dijo: «Mira, Walter. Sería bueno que empezaras a comprender que nadie tiene derecho a aprovecharse de la insignificancia de los otros, porque demasiado tienen los otros con procurar que su propia insignificancia no se aproveche de ellos. Buena suerte y hasta nunca». Y ese fue todo su discurso, para mi gusto muy moderado y genérico. «Dile que yo también quiero hablar con ese granuja», le susurré mientras fijaba ella con Fioravanti los detalles de la entrega de nuestras pertenencias, pero me dijo que no con el dedo.

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