Cuando el estómago pequeño pero con mucho fondo de Federiquito Arreóla se dio por saciado, comenzó la presunta revelación: «Me encarga Sam que os diga…».
Y lo que Sam le había encargado que nos dijese era, en resumen, lo que viene a continuación de este punto y aparte.
En la medida en que podemos creer a Sam Benítez y en la medida en que podemos creer a un Sam Benítez filtrado por Federiquito Arreóla, la operación que nos encargó Sam se englobaba en otra mayor: aquel robo múltiple de reliquias que acabó tan mal para tanta gente. El organizador de todo se supone que fue Giuseppe Montorfano, que, en contra de la evasiva de Leo Montale, no era un zapatero napolitano aficionado a canturrear arias de Donizetti y de ese tipo de artistas, sino, como me había asegurado Tarmo Dakauskas, el cabecilla de los llamados veromesiánicos de Catania, localidad donde el tal Montorfano tenía casa y cuartel.
Después de haber sido un mindundi durante media vida, Montorfano hizo fortuna a la siciliana y le dio por lo que suele darles a quienes se encuentran de pronto con más dinero de la cuenta y les falta imaginación y tiempo para gastarlo: coleccionar excentricidades. En su caso, reliquias sagradas, por esa peculiaridad que tienen los naturales de aquella isla de no apreciar incompatibilidades entre el fervor religioso y la práctica del crimen organizado. De modo que, para satisfacer su comezón de coleccionista, Montorfano se puso al habla con Leo Montale y le encargó que diese un golpe a lo grande y sin reparar en gastos, como inauguración de otra serie de golpes estelares, dispuesto como estaba el siciliano a dejar a la Iglesia sin reliquias, porque el coleccionismo tiene ese inconveniente: que te entra el ansia.
Por tratarse de una operación de radio muy largo, Montale echó mano de gente, entre ella Sam Benítez, y aquella gente echó mano de otra, entre la que nos contábamos nosotros, ya que había trabajo para la mitad del gremio de cobardes. Todo parecía ir por su cauce hasta que saltó a escena Tarmo Dakauskas, que, aparte de los oficios que le adjudicó Sam (ya saben: el de espía, el de mediador en canje de prisioneros, etcétera), resulta que trabaja ahora para el Vaticano en calidad de agente para todo. «Es una especie de ángel vengador», precisó Federiquito con tono solemne. «Y su hermano Tito es el ángel exterminador», añadió con mayor solemnidad aún. «Pero algún cobarde despistado lo llamó para implicarlo en la operación y ahí se jodió todo. Cuando Sam se enteró de la estrategia de los hermanos Dakauskas, que consistía en alertar a la Interpol de la cadena de robos previstos, llegó a un pacto con Tarmo: si Tarmo no quería que Sam echase abajo su plan, alertando a su vez a los ladrones de la trampa en que iban a caer, no debía denunciaros a vosotros, porque él tiene a tu padre en un altar a cuatro metros del suelo, ¿me explico? Por otra parte, como Sam y Tarmo se llevan bien, aunque a veces jueguen en bandos enemigos, Sam informó a Tarmo de las intenciones del Penumbra, que pretendía volar la catedral de Colonia con gente dentro, porque estaba a sueldo de un moro visionario y majaron, o al menos eso dicen del moro, al que no tengo el gusto de conocer todavía. Tarmo le dijo a Sam que no había más remedio que mandar al Penumbra al paraíso musulmán, pues, de fallarle el golpe en Colonia, lo llevaría a cabo en quién sabe qué otro sitio, y Sam se vio obligado a dar el visto bueno a aquella ejecución, porque no había otra salida razonable, aunque ya sabéis que a él no le gusta la casquería. Y eso es todo», concluyó Federiquito con cara satisfecha.
«¿Y eso es todo?», le preguntamos al unísono tía Corina y yo, porque aquella narración dejaba demasiadas lagunas. «Bueno, eso es todo lo que Sam me encargó que os contase, aunque yo sé más cosas… ¿Os importa que pida otra ensaimada?» Sabíamos de sobra por dónde iba a romper Federiquito por ahí rompió: «Pero esas cosas valen su peso en plata». Tía Corina le preguntó: «Oye, Federiquito, ¿a ti no te da un poco de vergüenza tener tan poquísima vergüenza?», y le aseguró que no estábamos dispuestos a regalarle ni un céntimo, así nos indicase el lugar exacto en que están enterrados los tesoros de los piratas de la Costa Malabar. «Bien, entonces ya no pinto nada aquí. Gracias por el convite», y se puso de pie. De repente, tía Corina abrió el bolso y sacó una pistola, una vieja Beretta que rodaba por casa desde hacía años y que a mi padre le dio por llevar encima durante un tiempo, cuando se apoderó de él la paranoia de que lo perseguían, extremo que nunca se confirmó, aunque, por suerte, aquello se le fue como le vino. Federiquito estaba tan asombrado como yo. «Mira, Federiquito», le espetó tía Corina, «aquí vamos a dejar claras algunas cosas. En principio, dentro de medio minuto vas a empezar a contar todo lo que sabes y no vas a respirar hasta el punto final. A la menor sospecha de que estás mintiéndonos o inventándote algo, te meto una bala en la rodilla y te dejo cojeando hasta que te vayas al nicho, ¿comprendes? Y, por último, ten claro desde este instante que todo lo que hemos consumido y todo lo que se nos antoje consumir a partir de ahora vas a pagarlo tú en cuanto termines de largar. Así que empieza.» Y Federiquito empezó.
Lo bueno de Federiquito es que, como mentiroso profesional, sabe cuándo le conviene mentir y cuándo no, de modo que se sinceró con nosotros: «No vais a creerme, pero el caso es que no sé nada de nada. Así que pégame el tiro si quieres, Corina. Aunque contratéis a media docena de chinos encabronados para que me torturen, no puedo deciros nada, porque no sé nada». Y comprendimos que por desgracia era así, ya que los embusteros resultan muy convincentes cuando dicen la verdad, supongo que por moverse en un ámbito ideológico demasiado resbaladizo para ellos, al no saber bien por dónde pisan. «De todas formas, puedo procurar enterarme de algo si os interesa… Pero eso ya costaría dinero, como es lógico», y agachó -genio y figura- la cabeza, como si la sola mención del dinero le hiriese el orgullo.
A esas alturas, tía Corina había guardado la Beretta en el bolso, detalle que tranquilizó a Federiquito Arreóla. «Bueno, supongo que eso de que pague yo todo esto será una broma, ¿no?» Y se fue Federiquito. Y nosotros también. Cada cual a lo suyo.
«¿Cómo se te ocurrió lo de la pistola?» Y nos reímos. «Apareció cuando ordenaba mi armario después del saqueo de Walter. Estaba dentro de una caja de zapatos.»
Nada más llegar a casa, llamé a Sam Benítez, aunque sin suerte. «Lo sensato sería olvidarse de todo. Pudo haber sido peor de lo que ha sido. Ese es nuestro consuelo. En el fondo, ¿qué más da?» Pero no me daba por vencido, pues se había apoderado la curiosidad de mí, y el curioso no ceja, así le lleve su obsesión a un sitio malo para la mente.
De todas formas, la realidad acostumbra imponer sus razones abstractas como antídoto contra nuestras sinrazones concretas, y, al margen de mis inquietudes, restablecimos nuestra rutina, consistente en poca cosa tal vez, pero grata como tal rutina, que es una forma tan noble como cualquier otra de pactar con el tiempo, a pesar del prestigio desmedido del que gozan las existencias aventureras y movedizas, basadas por lo común en el culto a la provisionalidad.
El hecho de reponer en su sitio los objetos robados tuvo como consecuencia el que los viésemos con nuevos ojos, ya que los artefactos que día a día nos rodean acaban por hacerse no diría yo que invisibles, claro que no, pero sí espectrales: algo que está y que a la vez no está, que se ve y no se ve del todo. Aparte de eso, aprovechamos también para inventariarlos y tasarlos, y la suma resultante no era mala. Con un poco de tiento, y vendiendo cada cosa por su canal adecuado, podíamos tirar durante al menos una década, que es un margen de tiempo razonable para desafiar al porvenir, aunque ese porvenir consista en un panorama de paredes desnudas y habitaciones vacías.
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