Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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«Todo aquel sainete de El Cairo lo ideó la gente de Montorfano para intimidarle a usted, aunque Abdel Bari intentó llevar la intimidación un poco lejos, según tengo entendido.» Le pregunté el motivo de aquel supuesto sainete. «Ya sabe que Sam se va a veces de la lengua cuando se lo está pasando demasiado bien, y en El Cairo se lo pasó demasiado bien, y Abdel Bari tiene orejas de pago por toda la ciudad. Por lo visto, los veromesiánicos de Catania no están dispuestos a que nadie saquee el relicario de la catedral porque ellos mismos están interesados en saquearlo.»

Opté por hacerle la pregunta estelar de la temporada: «Pero ¿qué hay en ese relicario?» Y les cuento lo que Tarmo Dakauskas me contó…

Durante los saqueos llevados a cabo por las huestes de Barbarroja, los milaneses pudieron poner a salvo las reliquias traídas desde Constantinopla por san Eustorgio y se las ingeniaron para que el arzobispo y canciller Rainald von Dassel se llevara como buenos unos esqueletos anónimos desenterrados de una fosa común, aunque envueltos luego en ricos brocados. Las reliquias auténticas se conservaron en una ermita, custodiadas con celo por un párroco de origen normando que fundó una cofradía secreta con el fin de rendir culto a aquellos residuos, aunque la fatalidad quiso que la ermita se incendiase en torno a 1170, y ahí acabó la historia de aquellos huesos, al menos en teoría, porque hay ocasiones en que las leyendas sobreviven a la materia, en el caso de que la materia no constituya en realidad un impedimento para lo legendario.

Si hemos de creer a Tarmo Dakauskas, Von Dassel no tardó en enterarse del fraude del que había sido víctima por parte de los astutos milaneses, aunque procuró mantener la farsa para no quedar en ridículo ante el orbe. De todas formas, quiere la habladuría que, en mitad de un ataque de rabia, el arzobispo arrojó los huesos impostores al fuego de su chimenea, lo que tuvo como consecuencia que hubieran de ser sustituidos por otros huesos exhumados a toda prisa de uno de los cementerios de la ciudad. Y así se ha mantenido el culto popular durante siglos: un montón de huesos de quién sabe quiénes metidos en un relicario adornado con más de mil perlas y piedras preciosas, con centenares de camafeos y gemas.

Pero lo que se custodia al día de hoy en el relicario de la catedral coloniense -según mi informador- no sólo son esos penosos restos humanos, sino algo más extemporáneo y deslumbrante: la Tabla Esmeraldina.

Como ustedes saben, la autoría del texto de la Tabla Esmeraldina se atribuye, en el gueto esotérico, a Hermes Trimegisto, el equivalente griego del dios Toth de los egipcios, aunque algunos arabistas modernos dan en suponer que su autor fue el pitagórico Apolonio de Tiana, que pasa por ser quien descubrió la Tabla enterrada en una cueva. (Que cada cual opte libremente, en fin, por la autoría que considere más razonable.) Padre de las ciencias ocultas y fundador de las logomaquias herméticas, se da por hecho que Hermes Trimegisto donó a la humanidad un mensaje grabado en una piedra de color verde, y de ahí su denominación de Tabla de Esmeralda o Esmeraldina. Dicho mensaje contiene la esencia de toda la magia, al menos al criterio del ya mencionado Eliphas Levi, alias de Alphonse Louis Constant (1810-1875), proyecto de cura que derivó en mago y en exegeta ocultista.

El caso es que el mensaje de Hermes Trimegisto lo conocemos hoy a partir de versiones árabes y latinas, ya que el original consistía en un complicado criptograma. En nuestro idioma, el mensaje de Hermes Trimegisto arrancaría más o menos así:

Verdadero y no falso, verdadero y muy cierto:

lo que está abajo es como lo que está arriba

y lo que está arriba es como lo que está abajo,

para realizar el milagro de la Cosa Única.

Etcétera.

La gran ventaja de estos textos vaporosos es que se prestan a cualquier tipo de glosa, y por miles se cuentan al día de hoy los comentaristas del mensaje de la Tabla Esmeraldina. Y es que imaginemos que nuestra civilización desaparece y que, dentro de unos miles de siglos, un insecto evolucionado que se ha hecho especie dominante en el planeta encuentra un papel fosilizado que dice así:

– Champú anticaspa a la camomila

– Mahonesa baja en calorías

– Galletas sin gluten

– Leche desnatada calcio

– Abrillantador lavavajillas

– Vinagre de yema

– Pasta fresca al huevo

– Huevos

– Pañales para niño vecina talla 3

A partir de ahí, es posible cualquier interpretación por parte del insecto evolucionado: desde glosarlo como un poema épico hasta considerarlo una fórmula para conseguir el elixir de la inmortalidad, pasando por la sospecha de que pueda tratarse del texto fundacional de una secta adoradora de alguna deidad rústica favorecedora de las cosechas. (Lo de los pañales supongo que podría interpretarse, no sé, como la anunciación del nacimiento de un mesías.)

Según Tarmo Dakauskas, las versiones que conocemos del texto de la Tabla de Esmeralda son erróneas. Pero no erróneas por torpeza de los traductores, sino que se trataría de versiones falseadas, interesadamente falseadas. «¿Por qué?» Pues porque en el original se ofrece una clave demoledora en contra de la divinidad, de cualquier tipo de divinidad, una refutación implacable de lo divino a través -según parece- de un mapa astral, de una fórmula matemática y de una aporía, estas dos últimas muy simples; tan simples, que a nadie ha vuelto a ocurrírsele su formulación, a pesar de la reata de sabios que ha desfilado por las distintas edades de la humanidad poniendo su ingenio y su tiempo al servicio de la luz de la sabiduría y procurando asesinar a la divinidad o demostrar por el contrario su tutela del universo. Hay quien supone, en definitiva, que el texto de la Tabla de Esmeralda está dictado por Dios: un dios que revela la imposibilidad de su existencia. El suicidio, en fin, de la divinidad.

La Iglesia católica se hizo con la Tabla de Esmeralda en el siglo IV, bajo el papado de Sirio I. Dos siglos más tarde, bajo el pontificado de san Bonifacio, fue robada, al parecer por partidarios del antipapa Eulalio, y se le pierde el rastro hasta que reaparece en poder de los templarios en el año 1128, durante el Concilio de Troyes, como donación hecha por Archamband de Saint-Aigman a la Orden recién constituida. (Según se dice, Saint-Aigman, uno de los nueve caballeros fundadores de la Orden del Temple, encontró la Tabla de Esmeralda entre las posesiones de un salteador muerto por él en el camino al puerto de Jaffa cuando el malhechor, en compañía de sus compinches, atracaba a unos peregrinos.)

Advertidos del significado de aquella piedra, los caballeros templarios decidieron sepultarla en uno de los muchos hoyos que habían hecho en el suelo de la mezquita de Koubet al-Sakhara -donde tenían cuartel- para buscar el Arca de la Alianza, ya que se daba por hecho que el templo de Salomón se alzó en aquel preciso enclave.

Sepultado quedó, pues, aquel legado terrible de Hermes Trimegisto, hasta que, tras avatares que nadie ha sabido precisar, vuelve a estar en poder de la Iglesia católica a finales del siglo XIII, siendo papa Benedicto XI, que padeció un grave conflicto de conciencia a causa de la Tabla. En un principio, aquel pontífice barajó la posibilidad de destruirla, pero, al estar convencido de que se trataba de la escritura de Dios, consideró que su destrucción conllevaría un sacrilegio. De modo que optó por una solución muy frecuente y socorrida para las conciencias atribuladas por conflictos religiosos: interpretar a su capricho la voluntad divina. Para Benedicto XI, la Tabla de Esmeralda era una muestra del pensamiento destructivo de Dios para consigo mismo, la prueba desasosegante de una especie de crisis de identidad de quien no sólo creó el universo, sino que además era el universo, desde la bioluminiscencia de una luciérnaga hasta el incendio soberbio del astro Sol. Según se dice, tampoco desechó la posibilidad de que aquello fuese una trampa que Dios ponía a los creyentes a fin de calibrar la solidez de su fe. Fuese por una cosa o por otra, el caso es que Benedicto XI decidió enviar la Tabla de Esmeralda a la catedral de Colonia para que fuese depositada per omnia saécula saeculórum , a salvo del mundo y de especuladores filosóficos, en el relicario de los magos, obra que el orfebre Nicolás de Verdún llevó a cabo en su taller entre 1190 y 1220 y que sólo servía para albergar con todo esplendor y boato los huesos de quién sabe qué desarrapados colonienses, como el Papa bien sabía, pues la pifia de Von Dassel fue comidilla entre el alto clero durante siglos, y no falta quien supone que aquello le costó su ascenso no al papado, porque las relaciones entre las altas jerarquías eclesiásticas y el imperio alemán tenían sus aristas, pero sí al menos a un antipapado, rango frecuente en aquella época, marcada por la espectacularidad folletinesca de las intrigas religiosas y políticas, que solían ir de la mano como van de la mano el poder y la vanagloria.

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