Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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– ¿Usted…?

– Por favor, no me pregunte si lo he matado yo o si lo ha matado Dios Padre. Tampoco me pregunte por qué está muerto. Le sugiero que vea las cosas de este modo tan simple: si está muerto, es que alguien lo ha matado; si alguien lo ha matado, es que tenía que estar muerto. Todos los asesinados estaban de más para alguien. No importa demasiado para quién.

– Supongo que todos los asesinados tendrían un punto de vista diferente.

– De eso no le quepa duda, pero la muerte neutraliza cualquier opinión.

– A menos que uno logre convertirse en alma en pena.

– Bien, supongo que, a estas alturas, tendrá usted muchas preguntas rondándole por la cabeza como si en vez de preguntas fuesen moscas. Le daré respuesta al menos a una de ellas: Abdel Bari no volverá a molestar a nadie.

– ¿También…? -y señalé a lo que quedaba del Penumbra.

– Le llegó su hora, aunque con un poco de adelanto. Estaba convirtiéndose en una molestia para todo el mundo, empezando por mí y terminando por usted. Un arco de incordio demasiado grande. Además, estaba muy gordo, así que le venía bien perder veintiún gramos.

– ¿Para quién trabajaba?

– Para mí, por ejemplo.

– ¿Usted era el jefe de Abdel Bari?

– Yo no diría tanto. Tenga en cuenta que nadie puede ser del todo el jefe de un idiota. El verdadero jefe de un idiota es siempre su propia idiotez.

– ¿Y por qué intentó envenenarme ese idiota?

– ¿Intentó envenenarle?

– Dos veces. Falló, como ve. Pero mató a dos infelices.

– Bueno, infelices hay muchos. Ni un genocidio selectivo acabaría con ellos. Pero, en fin, ahí tiene usted la razón de la muerte de Abdel Bari. Siempre se dio muy buena mano con los venenos, pero acabó queriendo envenenar a medio mundo, y eso ya no podía ser. A veces interesa que alguna gente siga viva, siquiera sea para que nos planche la ropa.

Aun sabiendo que la respuesta sería poco fiable, en el caso de que me diese alguna, le pregunté que quién le había ordenado a Abdel Bari envenenarme.

– ¿No presta atención a lo que le digo, señor Jacob? Él envenenaba ya a su libre albedrío. Le encargabas que le siguiese los pasos a alguien y acababa envenenándolo, y luego se disculpaba como podía, pero el daño estaba hecho, porque aún no se ha inventado la resurrección orgánica de los cadáveres. Ni siquiera el doctor Acula lo consiguió en las películas de Ed Wood, en las que son posibles tantas cosas.

– ¿Le mandó usted a Abdel Bari que me siguiera?

– No.

– ¿Quién entonces?

– Sam Benítez.

– ¿Sam? ¿Para qué?

– Para que usted desistiera de robar las reliquias.

Aquello me descolocó más de lo que estaba, porque ya conocen ustedes el grado de empeño que puso Sam en que asumiera la responsabilidad de la operación, así como sus llamadas insistentes a cualquier hora del día y de la noche y desde cualquier rincón del mundo para que me pusiera a la labor cuanto antes.

– Él no quería que lo hiciera usted porque sabía que era una trampa.

– No entiendo.

– Es fácil de entender: a Sam le encargaron que le encargara a usted esa operación, pero no quería que usted la llevase a cabo.

– Insistir en que hagas algo no es la mejor manera de hacerte desistir de hacerlo, al menos cuando ya hemos superado la infancia. No estoy aquí por gusto, sino precisamente por la insistencia de Sam.

– Pero sólo le insistió cuando se aseguró de que yo estaría detrás de todo. Fue Sam quien contrató a Alif el cuentacuentos, quien le envió a su hotel al vendedor del báculo y quien le hizo llegar el báculo a su casa. También apañó su encuentro con Abdel Bari, aunque aquello, según lo que me ha contado usted, no fue una buena idea. Creo, además, que también le envió algún anónimo.

Le pregunté que por qué no me comunicó el propio Sam a las claras que no hiciera el trabajo, sin necesidad de valerse de tantos subterfugios.

– No sabría decirle. Supongo que la misión de Sam consistía en contratarle a usted, aunque la conciencia le dictaba otra cosa, según parece. Además, ya conoce a Sam. Le gustan los laberintos. Si a Sam se le antojase comer huevos duros, tendría que localizar antes el caldero de oro de los duendecillos irlandeses para hervirlos en él, porque un cazo cualquiera no le serviría.

– ¿Quién le encargó a Sam que me propusiera el trabajo?

– No lo sé. Puede creerme. Tampoco me importa mucho, si le digo la verdad. Y ahora discúlpeme la franqueza, pero ¿en serio ha creído usted ni siquiera durante un momento que podía robar las reliquias con la ayuda de un jefe de ladronzuelos de barrio y de una drogadicta que tiene la cabeza llena de escoria? Sea sincero. Usted ha venido a esto como quien sube al cadalso.

– Pero tenía que venir.

– Por supuesto. Y por eso he tenido que venir también yo.

– ¿Le apetece que vayamos a algún otro sitio menos…? -le pregunté, señalando la cama en la que el Penumbra yacía desbaratado y tuerto.

– No, no me apetece, pero le invito a cenar si le apetece a usted.

– Ya he cenado, pero le acompañaré si no le importa -le dije para mantener el tono versallesco, como si en vez de estar ante un quinqui asesinado estuviésemos delante de una delicada archiduquesa de peluca empolvada que ensaya un minué en su clavicordio.

Cuando Tarmo Dakauskas se puso de pie, resultó ser más bajo de lo que había calculado, aunque, en contrapartida, era mucho más fornido de lo que a primera vista me pareció. «Vamos allá», y sonrió como pudo. A esas alturas, ya no me preguntaba si su cara era fea o cómica; sencillamente, era una cara que no le gustaría tener a nadie, sin más exégesis.

Antes de salir, hizo la señal de la cruz ante el cuerpo del Penumbra. Lo entendí como una ironía, aunque en la expresión de Tarmo Dakauskas leí más bien una pesadumbre auténtica. En cualquier caso, supuse que en aquella cara las expresiones podían desvirtuarse como consecuencia de las peculiaridades de la cara en sí.

Por el camino, me ofreció una revelación: «No sé si hago bien en decírselo, pero tampoco sé si haría bien no diciéndoselo…». Y los puntos suspensivos fueron muchos. «En fin, creo que se lo diré: su padre murió envenenado por Abdel Bari.» Un antiguo dolor volvió a su fuente originaria, volvió a manar: asumes una muerte en relación con una causa concreta; si luego te enteras de que esa causa es falsa, parece como si esa muerte acabase de ocurrir, así ocurriese en un tiempo remoto. «Le suministró un veneno de efecto retardado, aunque fulminante. Tengo entendido que sufrió, ¿verdad?» Cuando varios tropeles de pensamientos y de sentimientos desordenados acuden a la vez a tu cabeza, todo ese magma forma una especie de engendro bicéfalo: a) un pensamiento vacío que, a pesar de estar vacío, no deja de ser pensamiento; b) un sentimiento indefinido que compendia todos los malos sentimientos posibles, con todos sus matices posibles.

«Después de la muerte de Abdel Bari hubo que poner un poco de orden en su casa, porque un idiota puede guardar documentos que impliquen a inocentes. Entre otras muchas imprudencias, apareció un cuaderno en el que aquel demente se había entretenido en llevar un registro de todas sus víctimas: nombre, nacionalidad, ocupación, edad aproximada, una breve descripción física, la persona que le encargó el sacrificio -en el caso de que el propio Abdel Bari no la hubiese liquidado por su cuenta- y, finalmente, el combinado venenoso con que la mandó al infierno, si me disculpa usted la expresión. Allí estaba la ficha de su padre. Y las de unas cincuenta personas más. Toda una leyenda tóxica nuestro Abdel Bari…» Le pregunté si en la anotación correspondiente a mi padre aparecía el nombre de la persona que ordenó su envenenamiento. «Sí. Pero no va a gustarle oír ese nombre: Sam Benítez.»

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