José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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– ¿Cómo se llama? -inquirió Óscar.

– Profesor Yan -respondió el hombrecillo.

– Profesor Yan -repitió Óscar-. Un especialista. El chino tiene abajo una oficina muy original. Y no tiene prisa. Nos presenta unos cuestionarios muy brillantes. Nosotros le damos una copia a máquina de las preguntas, y él las devuelve todas contestadas. Jamás nos envía una sin responder.

– Ustedes quieren atormentarme, ¿verdad? -preguntó Antoine.

Tenía miedo. Siempre lo había tenido. Una vez, cuando cumplía el servicio militar en Bélgica y pidieron un voluntario, él se adelantó. Y lo hizo precisamente porque tenía miedo y quería vencerse. Pero el sargento le dijo en voz baja, después de mirarle a los ojos: "No, usted no". "¿Por qué?", preguntó Antoine. "Porque tiene miedo."

– No diga tonterías -dijo Óscar-. Usted responda y no pasará nada.

Sacó un papel muy fino, doblado en cuatro, y lo extendió ante sí.

– Bueno -dijo-. Vamos a empezar.

Una hora después, el profesor Yan les franqueaba la entrada del sótano.

– ¿Les he hecho esperar? -preguntó, con aprensión.

– No, no -dijo Óscar-. Acabamos de llamar.

– Pero pasen, por favor -y se echó a un lado. Era joven, pero su cabello agrisaba. Tenía un semblante mofletudo y aniñado que contrastaba con su pelo y la tristeza de sus ojos-. ¿Ustedes se quedarán, también?

– Ah, no -dijo el hombrecillo del esparadrapo-. No nos necesita, ¿verdad?

– Claro que no -y Yan sonrió. Tenía una bata blanca, una bata de médico, y aquello encogió el corazón de Antoine-. ¿Son muchas preguntas?

– Diez o doce -dijo Óscar-. Ya sabe, como de costumbre: si después de ser contestadas resultaran insuficientes…

– Nuevo interrogatorio. No se preocupe, recuerdo cómo lo hicimos en otras ocasiones.

Miró a Antoine.

– Pero los nuevos interrogatorios -dijo-, suelen despacharse en las celdas, por lo general. No les gusta volver aquí.

– Claro -dijo Óscar. Y señaló al prisionero-. Éste es un idiota. Está jugando a ser hombrecito.

El chino le miró con curiosidad.

– ¿Es usted de aquí, del país? -preguntó, amablemente.

Antoine negó con la cabeza. Estaba blanco.

– ¿Europeo, tal vez? ¿Americano?

– Europeo.

– ¡Ah, yo tengo muchos deseos de conocer Europa! ¿De qué país es usted?

– Bruselas. Bélgica.

– Me parece que es una hermosa tierra, ¿verdad?

Antoine asintió.

– Eso he oído decir -dijo el chino-. Un compañero mío, que vivió en París y en Bruselas, decía siempre que Bruselas era infinitamente mejor. Menos bullicio, más seriedad. Los parisienses tienen fama de ser algo ruidosos…

– Sí -asintió el hombrecillo del esparadrapo-. Nosotros nos vamos ya.

– Como quieran, como quieran -y Yan les acompañó hasta la puerta, la cerró y se volvió sin prisas hacia el prisionero.

A media tarde, Óscar regresó al sótano. Golpeó la puerta y Yan respondió, desde el interior, que abría en seguida.

– Pase usted, por favor.

Antoine había perdido el conocimiento, pero levantó súbitamente la cabeza al oír la llamada. Todos los dedos le sangraban.

– Quíteme lo del cuello -suplicó.

– Luego -dijo el chino.

– Ya estoy hablando -dijo Antoine-. Ahora, ya estoy hablando…

Pero Yan no le hizo caso. Abrió la puerta, y Óscar entró con semblante preocupado. Traía un papel en la mano.

– Estamos bien arreglados -dijo, y entregó el papel al otro-. ¿Ha empezado a hablar?

– Ahora, hace unos minutos…

Yan leía el papel con dificultad. Óscar sudaba. Se acercó al prisionero y le echó una mirada. Antoine tenía los ojos abiertos, sin odio, sin rencor. Estaba blanco como un papel.

– Oiga -dijo Óscar-. ¿No sangra demasiado?

– No, no. Lo normal.

Y el chino siguió leyendo el papel. Óscar le tocó en el codo, con impaciencia.

– ¿Ha comprendido? -preguntó.

– Sí-dijo Yan.

– ¿Qué le parece?

El otro se encogió de hombros.

– Tengo ya algunas respuestas -dijo, y señaló su papel.

Óscar las leyó. Luego movió la cabeza.

– Justamente -dijo-. ¿Cómo no me ha llamado?

– Yo no conozco estos nombres -objetó el chino.

– Sí, le comprendo. Más vale que usted y yo nos olvidemos de estos nombres, me parece.

– Quíteme lo del cuello, por favor -pidió Antoine-. Lo del cuello.

– ¿Qué tiene en el cuello? -preguntó Óscar, con curiosidad.

– Oh, un aparatito.

– ¿Y eso…?

– Es muy eficaz.

– Ya me parece que se lo puede ir quitando -dijo Óscar. Estaba sumamente preocupado. Señaló otra vez el papel que tenía el chino-: Esto nos puede traer muchas molestias.

– No saben lo que quieren. Debían habérmelo advertido antes…

– Sí. Yo que usted le iría ya quitando esa cosa que tiene en el cuello. Ya no merece la pena.

– Sí -dijo Antoine-. Por favor.

Pero luego se desvaneció de nuevo.

– Oiga. -Óscar frunció las cejas-. ¿Siempre sangran tanto?

– Ah, eso varía…

– ¿No le va a quitar…?

– Sí. -Se acercó y procedió a desmontar el aparato. Antoine gimió, y su cabeza cayó luego sobre el pecho-. Debían habérmelo dicho antes. Un trabajo inútil.

– Yo tampoco sabía nada. Ahora, más vale que rompa el papel de sus declaraciones.

Yan lo acercó a una llamita azulada y el papel ardió.

– ¿Cómo dicen ustedes en este país? -dijo Yan, haciendo memoria-. ¿No es algo como "aquí no ha pasado nada"?

– Sí -asintió Óscar. Contempló ceñudamente el aspecto del prisionero. Era la primera vez que veía uno después de…-. Me parece que será mejor que venga un enfermero.

– No es necesario, de verdad. Yo mismo le curaré. Siempre lo hago.

Y se dirigió a un pequeño armario, colgado en la pared, que tenía grabada una cruz roja.

Dieron las siete de la tarde, en algún reloj, y Óscar pensó que, de todas formas, ya no llegaría a tiempo al cine.

CUARENTA Y UNO

Hola -dijo Antoine, después de cerrar a sus espaldas la puerta de "La Papaya".

Todos le miraron. Solamente el ciego permaneció con la cabeza baja, como si meditara alegremente sobre cualquier cosa. Antoine se sentó, con cierta violencia. Había más humo que de costumbre, en el bar, y aquello le provocó una tos rápida y ridícula.

– Nosotros creíamos -dijo el dueño, como si tratara de resumir o justificar el silencio que se había producido-, que se lo habrían llevado. Nos lo dijo ella.

El ciego se rió, por lo bajo, como si se acordara de algo muy gracioso a lo que solamente él tuviera acceso.

– Sí, me llevaron -dijo Antoine. La prostituta, que estaba sentada en una mesa alejada, se levantó y empezó a pasearse frente a él-. Pero ya no tengo nada que temer. Me han soltado.

– ¿Seguro que sí? -preguntó el dueño-. ¿Seguro que no nos traerá complicaciones? No se habrá escapado, supongo.

– Nadie escapa de "El Infierno" -dijo el viejo indio, sentenciosamente. Pero no parecía decírselo a nadie más que a la niña que le acompañaba.

– No, no me he escapado -dijo Antoine. Le molestaba la mirada impertinente de la prostituta y la quietud pasmada del ciego. Le molestaba que todos se ocuparan de él.

– ¿Qué tiene en el cuello? -preguntó la mujer.

– ¿Dónde?

– Ahí, en el cuello…

– Nada -y Antoine se protegió aquella zona con la mano-. Me caí por las escaleras.

– Desde luego -dijo ella, mofándose-. Todos nos caemos por las escaleras.

– Siéntate -dijo el dueño, a la mujer-. Déjale en paz.

El ciego preguntó:

– ¿Estuvo usted abajo?

Todos le miraron. La voz del ciego era profunda, pero él parecía un hombre alegre.

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