José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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No, la palangana no se había roto. Vestido ya, Angulo miró la forma recogida que presentaba el cuerpo de su mujer: una cosa caliente y familiar, hecha de materia y sonido, y hasta de un tenue espíritu. Le asaltó una idea: tal vez no la volviera a ver. Tuvo un rapto chiquito de emoción, un indefinido deseo de recuperar aquel cuerpo, de buscar de nuevo su sitio en la cama y mandarlo todo a paseo. Pero el futuro inmediato que le aguardaba se le configuraba ya como un deber, como un deber muy especial, pero firmemente ineludible. Era extraño… Y comprendía que ni tan siquiera podría besarla, porque el hecho se saldría de lo corriente, y todo lo que no era corriente exigía una explicación.

La portera había sido la primera en sorprenderse. "¿Se ha levantado hoy más temprano o es que…?" Pero no, no, la portera no se había retrasado. Era él quien madrugaba. "¿Se ha fijado en qué manera de llover…?" Bajo su paraguas, sorteando los charcos, Angulo había sentido el baile desordenado de aquella cosa negra que llevaba en el bolsillo. "Su manejo -le había dicho, la víspera, un vendedor afeminado y suntuoso- es sumamente sencillo." Pero se movía, saltaba, y tuvo la impresión de que los escasos transeúntes de aquella hora miraban su bolsillo, lo observaban de una manera peculiar.

Llegó a su despacho. Por supuesto, era el primero en entrar. Dejó el paraguas, se quitó el abrigo, enrolló la bufanda. ¿Por qué no se había tomado la molestia de esconderse? En el Ministerio había muchas puertas traseras. Alguien golpeó la puerta, y el ordenanza del ala izquierda asomó la cabeza.

– Buenos días, señor Angulo -dijo-. Me ha dicho el portero que había usted llegado. Si desea algo, estoy en…

El portero, uno. El ordenanza que se le ofrecía para demostrarle que había llegado puntualmente, dos. Angulo movió la cabeza.

– No, muchas gracias.

¿Y ahora? Ahora, a esperar. O tal vez a mirar el gran despacho contiguo, a estudiar cómo… Sintió frío. Por supuesto que tenía fiebre. ¿Y si en el momento preciso tuviera miedo? Cuando se está imaginando una cosa durante días y días, la realidad siempre sorprende y se muestra distinta a como había sido imaginada.

Angulo se dispuso a esperar. Dieron lentamente las siete y media de la mañana.

****

Jaramillo bostezó. Se volvió de costado, sentimental, con deseos de arrullar. La cama crujió de una manera increíble.

– Mi pequeña -gorgoteó. Alicia incorporó su humanidad y trató de estirarse como lo había visto hacer a los niños pequeños. Ella deseaba mostrarse sumamente femenina y vagamente enfadada-. ¿Estás despierta? Han dado las siete y media.

– ¡Oh! -murmuró ella-. ¡Qué sueño tengo! Te advierto que estoy bastante disgustada contigo…

– No, no -dijo Jaramillo, conciliador. Demonios, ahora se acordaba. ¿Qué le había pasado la víspera que no…?-. Claro que no.

– Pero… yo sí quería.

– Esta noche ¿eh? Esta noche, sí. Te lo prometo.

– Pero yo quería ayer.

Bien, era la falta de práctica. No había que pensar en otra cosa. Él estaba lleno de vitalidad. Y además, se cuidaba: no bebía, hacía gimnasia cada mañana…

– ¿También -preguntó ella suavemente-, te pasaban estas cosas con Laura?

– Te lo suplico -.Aquello no tenía gracia, era inoportuno. Y mintió-: Por supuesto que no.

– Entonces, es que yo te gusto menos…

– ¡Qué idea!

– Sin embargo, con Laura no…

¡Si Laura levantara la cabeza…! Jaramillo tuvo, de golpe, el recuerdo desagradable de conversaciones inenarrables con su mujer, de sonrisas despectivas, de ironías alusivas incluso en presencia de otras personas.

También Alicia recordaba cosas de los viejos tiempos en que su hermana vivía y le hacía confidencias. "No es que sea precisamente un volcán, Alicia, pero…"

– Vamos, vamos -decía Jaramillo, deseoso de borrar el mal recuerdo de la víspera-. Verás como hoy…

"No es un volcán – pensó Alicia, ligeramente defraudada-. ¡Qué pena!"

****

– Lo lamento -dijo la portera, moviendo la cabeza-. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?

– Angulo -repitió el doctor Martín-. Avelino Angulo.

– No, no. Tal vez, en la casa de enfrente… ¿Y le han asegurado que vivía en esta casa?

****

– Me llamo Antoine -dijo Antoine.

La niña le miraba.

– Nunca has oído un nombre parecido, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

– Ya lo sabía -siguió Antoine. Se pasó una mano por la mejilla y tuvo la impresión de que continuaba enflaqueciendo-. Pero ¿por qué te has despertado tan temprano? Son las ocho de la mañana. Te vas a enfriar así, con tan poca ropa. Debías de volver a…

El indio se incorporó, malhumorado.

– Por favor -gimió-. ¿Qué pasa ahí?

– Quiere comer -explicó Antoine.

– ¿Lo ha dicho ella? -preguntó el indio.

– No. -Antoine miró a la niña-. Pero no hace otra cosa que mirar este paquete…

– ¿Qué hay en el paquete?

– Comida. Chorizo.

– Pues dele un poco, y duérmanse, por favor. Estoy muerto. Anoche bebimos demasiado…

– Toma un poco -dijo Antoine a la niña, acercando el envoltorio-. Es chorizo.

Pero ella negó con la cabeza.

– ¿No quieres?

– No.

Antoíne suspiró. Él también tenía sueño.

– ¿Qué querías, entonces?

– Nada -dijo la niña.

– Anda, pues acuéstate. Hoy hace un tiempo infernal…

****

Un periódico de los Estados Unidos había publicado la noticia. En la primera página se veía, en una fotografía borrosa, al estudiante rodeado de compañeros. Un círculo blanco señalaba su posición en el grupo. A la derecha, en una fotografía independiente, aparecía una muchacha rubia, muy seria, con una mirada casi hostil, que sostenía una raqueta de tenis. Los titulares decían: "La novia del estudiante ejecutado".

El día anterior, Avelino Angulo había recibido aquella página por correo. En el remite del sobre se leía una sola palabra: "Donald".

Dieron las ocho de la mañana y ni por un sólo instante amainaba la caída furiosa de la lluvia. ¿Era posible que aún tardara mucho? Había días en que, a las ocho de la mañana en punto… Pero aquélla no parecía ser una de aquellas mañanas. El Ministerio había cobrado vida, paulatinamente. Se oían ruidos, pasos, conversaciones. Una muchacha -una empleada, seguramente- rió estrepitosamente en el corredor. "Figúrate qué idea", dijo, y volvió a reír.

Entró un ordenanza, fumando un cigarrillo.

– La correspondencia -dijo, mostrando unos sobres-. En mi vida he visto llover de esta manra.

– Sí -asintió Angulo.

Se asomó a la ventana. El ordenanza le había mirado con cierta extrañeza, porque estaba sentado, con las piernas cruzadas, sin un solo papel sobre la mesa, sin hacer absolutamente nada. "Ya no puede tardar -pensó-. Es preciso tener los nervios bien templados." Y se dijo que de todas formas, la palangana no se había roto, no se hubiera podido romper, puesto que era de hojalata.

****

– ¡Dios mío! -pensó-. Debía haber tomado alguna inyección. Estoy demasiado nervioso.

– Tú estás segura, ¿verdad? -dijo, con aprensión-. Estás segura de que no tenías nada que ver con eso.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Sabatina. Acababan de dar las ocho de la mañana. Llovía furiosamente-. ¿Nada que ver…?

– Con la enfermedad, digo.

– Ah, no. Desde luego que no.

– Tú no se la pudiste contagiar…

– No, no. ¿Tienes miedo?

– ¿Miedo? ¿Miedo? ¿Por qué iba a tener yo…?

– Si quieres, puedo hacer que me reconozcan.

– Tonterías. ¿Por qué iba yo a querer? Me basta con tu palabra.

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