José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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El Presidente dijo:

– ¿Qué quiere usted? Yo no le he llamado.

Siempre supo, desde el comienzo de los siglos, que aquel día llovería sin cesar. Una vez, yendo de niño a la escuela, el maestro les presentó a un monje benedictino que trató en vano, durante tres días, de que aprendieran salmos.

– ¿Qué son salmos? -había preguntado Avelino.

– Canciones viejas -le contestó otro niño.

El benedictino era optimista, y la emprendió con un salmo que decía: "El Señor es mi pastor. Nada me podrá faltar".

Aquella tarde, Avelino llegó a casa al anochecer, como de costumbre. Venía completamente empapado por la lluvia. Y le dijo a su madre:

– El Señor es mi pastor.

Pero ella le contestó:

– No digas tonterías y cámbiate de ropa.

Por supuesto que Avelino lloró una enormidad, con la nueva ropa seca, echado inútilmente sobre su cama mientras contemplaba la desolada caída de la lluvia y oía, cada quince minutos, que su padre decía a su madre:

– Ya estamos en la estación de las lluvias.

Y el benedictino acabó cansándose de lo torpes y duros de oído que eran aquellos niños y se marchó. Y la paloma se le había muerto por pura casualidad.

El Presidente repitió:

– Yo no le he llamado.

Y en su voz seguía notándose un leve matiz irritado. Sus ojos eran de un azul denso y puro.

Avelino Angulo sintió una sensación negra y fría en su mano derecha, y sintió, también, que todos los dedos le estaban sudando. "Jesús -pensó-. ¡Qué manera de sudar!"

LIBRO SEGUNDO

CUARENTA Y TRES

El Ministro de Información levantó una mano.

– Por favor, caballeros -dijo, con voz profunda-. No puedo contestar varías preguntas al mismo tiempo.

La salita estaba atestada. Como consecuencia de la larga espera que habían padecido, los corresponsales de Prensa habían fumado con exceso. Apenas se podía respirar. En el suelo había colillas, restos de papeles que tal vez habían envuelto emparedados, ceniza. El Ministro estaba desagradado. Le molestaba que aquella gente no guardara las formas, que los nudos de las corbatas estuvieran flojos y se divisara, al fondo, un periodista en mangas de camisa…

– ¡Usted! -señaló, acusador-. ¿Quién es usted, si me hace el favor?

Las miradas de los periodistas buscaron el objetivo del Ministro.

– Usted -repitió éste, con voz seca-. El señor que no tiene la chaqueta puesta.

El aludido se azoró. Mascaba chicle, naturalmente.

– Jaime Ardilla, de "La Hora"…

– ¿Quiere hacer el favor de ponerse la chaqueta?

– Perdone…-El periodista se la puso, y hasta se peinó, con los dedos, su cabello revuelto-. Lo lamento.

– Señores. -El Ministro odiaba la desenvoltura en los demás-. Quiero advertirles que cumpliré mi cometido, facilitando una simple nota oficial, si el comportamiento de ustedes…

Hubo protestas. Alguien, también en el fondo, levantó los brazos, agitándolos. Se seguía fumando de una manera desordenada.

– ¡Una nota oficial! -repitió, amenazador.

– ¡Por favor! -pidió un hombrecillo de la primera fila. Se volvió a sus compañeros y gritó-: ¡Dejadme a mí!

El Ministro aguardaba. El hombrecillo se enfrentó con sus compañeros, levantó los brazos y gritó: "¡Yo preguntaré!". Lentamente, el vocerío fue cesando. Un fotógrafo se acercó, y el Ministro dijo:

– ¡Nada de cámaras!

El hombrecillo se adelantaba ahora. Había conseguido un silencio discreto, aunque no total.

– Señor Ministro -empezó-. Soy Zelada, de "El Tiempo". Permita que sea yo quien…

– Sí, empiece. Y no toleraré ningún desorden.

– Sí, señor. ¿Es cierto lo que…?

– Sí -dijo el Ministro-. El Presidente ha sido asesinado.

Se llevó un chasco. Esperaba voces, gritos, confusión. Deseaba a toda costa poder largarse y endosarles la nota oficial que tenía escrita desde el mediodía. Pero se produjo un silencio intenso. Salieron a relucir diversos bloques y cuadernos, como en una orquesta que prepara sus instrumentos para atacar la partitura. Sin embargo, nadie escribió una sola línea. No era una noticia fácil de olvidar.

– ¿Cuándo?

– Esta mañana, temprano. Acababa de entrar en su despacho.

– ¿Recuerda la hora?

– Las nueve, tal vez las nueve y cuarto… Fue muerto de un solo disparo de pistola.

Zelada preguntó:

– ¿Y el agresor, señor Ministro?

El Ministro vaciló.

– Su nombre es Avelino Angulo.

Los periodistas le miraban. Esperaban más. Una aclaración, sin duda, sobre la personalidad del agresor. El Ministro se adelantó a sus preguntas.

– Un terrorista -dijo-. No sabemos más.

– Se dice -dijo un hombre rechoncho, con voz cuidadosa-, que trabajaba en el Ministerio…

– ¡No es cierto!

– … que ocupaba el cargo de Oficial de la Subsecretaría.

– Le acabo de decir que no es cierto, señor…

– Oleson, de "Noticias de la tarde".

– Bien: ya me ha oído, señor Oleson. Por favor, no insistan. Estoy dispuesto a cortar mis declaraciones en cualquier momento.

Zelada levantó una mano.

– ¿Qué motivos podía tener?

– ¿Usted sabe qué motivos puede tener un terrorista?

El periodista tomó unas notas, poco convencido.

– ¿Le molestaría, señor Ministro -preguntó luego-, contarnos lo sucedido con el mayor número posible de detalles?

– Prácticamente -dijo el Ministro-, no conocemos detalles. Avelino Angulo, no sabemos cómo, logró entrar en los Ministerios. Tal vez, durante la noche.

Se oyó claramente una voz sofocada que decía: "¿Y la vigilancia?". Pero el Ministro no pudo descubrir su procedencia. Sin inmutarse, continuó:

– Como de costumbre, el Presidente entró en su despacho a las nueve. Cinco o diez minutos más tarde, se oyó el disparo. Eso es todo: la muerte fue instantánea.

– ¿Y Avelino Angulo?

– Fue detenido, por supuesto.

– ¿Trató de huir?

El Ministro vaciló.

– No -confesó luego-. Lo encontraron de pie, con el arma en la mano…

El Ministro se arrepentiría más tarde de aquella declaración. Es muy difícil que resulte odioso un hombre que hace algo y luego no huye.

– ¿Opuso resistencia?

Nueva vacilación. ¿Sería prudente…?

– No, no opuso resistencia.

– ¿Se ha descubierto su afiliación a algún partido?

– El B. A. S. ha iniciado sus averiguaciones. Aún sabemos poco… Tengan en cuenta que no han transcurrido ni seis horas.

– Nos hacemos cargo. ¿Estaba casado?

– ¿El terrorista? Sí, estaba casado.

– ¿Edad?

– Treinta, cuarenta años.

– ¿Amistades?

– El B. A. S. les responderá mañana. Están sobre todo ello.

– ¿Profesión del agresor?

El Ministro pensó: "Profesor del Liceo". Pero dijo:

– Lo ignoramos.

– Sin embargo, era del país, ¿no es cierto?

– Creemos que sí. Aún tenemos pocos datos, no lo olvide.

– Por favor: ¿detalles del disparo?

– Les ruego que no ahonden demasiado, que sean discretos. Era nuestro Presidente, recuérdenlo. Una herida en la región abdominal.

– ¿Y murió en el acto? -Esta vez era un periodista alto y desgarbado quien hacía la pregunta, con gesto dubitativo.

– Sí, ya se lo he dicho.

– ¿Alguna información más sobre el atentado? -pidió Zelada.

El Ministro negó con la cabeza.

– Ninguna información -dijo-. He manifestado todo lo que sabía.

Se formó, inmediatamente, un cierto ambiente de incredulidad. Fue como un murmullo sofocado, como un zumbido. El Ministro se impacientó. Siempre le había fastidiado la Prensa. Siempre había pensado que los periodistas de aquel país eran aficionados a quitarse la chaqueta y hablar con el pitillo en los labios solamente porque lo habían visto hacer a sus colegas en las películas que llegaban de los Estados Unidos. Deseaba marcharse cuanto antes y trató de precipitar su fuga.

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