– Cuando te llevaron -explicó ella-, me dio dinero.
– ¿El ciego? Estás loca.
– No tenía nada… Me tuvo que dar dinero.
– Como antes, como antes de que yo te encontrara.
Ella asintió con naturalidad. Sus ojos eran perfectamente inexpresivos. Jamás había distinguido el bien y el mal.
– Sí, como antes.
– Pero antes no te ibas con ciegos, antes eras otra cosa…
La prostituta había levantado la cabeza y les miraba ahora, con un ojo guiñado de sueño. Preguntó:
– ¿Le han matado?
– ¿A quién? -dijo Antoine.
– A su amigo, al terrorista… Tiene usted amigos famosos.
– ¿Era amigo de usted? -preguntó el dueño. El asunto le interesaba.
– No sé lo que… -empezó Antoine. Era odioso que siguiera lloviendo de aquella manera, que la lluvia no acabara jamás-. Déjenme tranquilo.
El indio levantó una mano.
– Ya lo saben -dijo-. Déjenle tranquilo. Él no tiene nada que ver con eso.
– Tendría gracia -empezó el ciego, con voz monótona-, que ese hombre hubiera luchado por la vuelta de Salvano. Tendría maldita gracia.
– ¿Qué hombre? -preguntó el indio.
– El terrorista.
Todos miraron al ciego. Antoine se sintió mal. La prostituta dijo, dirigiéndose al dueño:
– Estuvo aquí, en esta misma mesa, con él -y señaló a Antoine-. Hablaban de Europa.
El dueño asintió. Lo recordaba muy bien.
– Era un tipo raro -comentó.
– ¿Por qué tendría gracia lo de Salvano? -preguntó el indio.
– Porque no ha vuelto al Poder-dijo el ciego, lentamente-. Pero yo sé que alguna vez ha de volver.
– Seguro -dijo la prostituta-. Y le devolverá a usted los ojos.
– No, pero volverá -insistió el ciego.
Antoine estaba nervioso. ¿Tal vez le podía perjudicar que…? Sintió que la mano de Sabatina se apoyaba en la suya.
– Después de tanto tiempo -dijo ella, dulcemente-, he querido verte. Eso es todo. Saber si estabas peor.
– No, no estoy peor -suspiró Antoine-. ¿Vas a volver con él?
– Sí. Tal vez se case conmigo, alguna vez…
– ¿Te lo ha dicho?
Sabatina negó con la cabeza.
– Entonces, no se casará.
– Tampoco me ha dicho que no se casará -objetó Sabatina, sin convencimiento.
– Me acuerdo muy bien -dijo el dueño, pensativo-. Era un tipo que parecía estar siempre preocupado…
– Sí -asintió el ciego.
– Pero usted no le veía. No podía saber si…
– No hablaba -dijo el ciego-. O hablaba en voz muy baja. La gente que hace eso suele estar muy preocupada.
Se levantó, manoseando la mesa, y empezó a dirigirse hacia la salida. No andaba muy firme, y todos lo advirtieron. Cuando llegó a la puerta, se volvió. La puerta abierta hizo que el ruido de la lluvia pareciera furioso. Dijo, con voz pastosa:
– Algún día, Salvano volverá a este país. ¡Amén!
La corriente de aire frío se apagó, cuando la puerta se cerró tras él. El dueño murmuró, como si hablara para sí: "Ahora no va a parar de llover hasta el mes de febrero…". Y siguió limpiando los vasos.
El indio dijo a la niña:
– Anda… Nosotros también nos vamos. Es endemoniadamente tarde.
La niña se levantó. Había crecido un poco, y las angulosas rodillas que asomaban bajo su falda eran feas y huesudas.
– ¿Viene con nosotros? -preguntó el indio, dirigiéndose a Antoine-. Es más de medianoche.
– No… Iré más tarde.
Sabatina les vio marchar. Les recordaba muy bien: el viejo indio, y una niña que no parecía tener ningún parentesco con él, ningún parentesco con nadie. Un poco de pena asomó a sus ojos cuando preguntó a Antoine:
– ¿Es que vives con ellos?
– Vaya…-dijo Antoine-. Sólo provisionalmente.
Ella le miró de una manera inexpresiva. Aún no le había dicho a él que había venido a "La Papaya" porque estaba triste, aquella noche, y porque no comprendía el motivo de su tristeza. Ahora se daba cuenta de que no se lo diría jamás. No tenía objeto alguno.
– Siento que las cosas te hayan ido mal -dijo Sabatina, volviendo a poner su mano sobre la de él-. De verdad que lo siento.
Sin saber por qué, Antoine recordó a Avelino Angulo. Tampoco a él le habían ido muy bien las cosas.
– Oh -dijo, tratando de sonreír, tratando de quitar significación a todo lo que les rodeaba y al mundo entero-. No tiene ninguna importancia.
***