José Saramago - El año de la muerte de Ricardo Reis

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El año de la muerte de Ricardo Reis: краткое содержание, описание и аннотация

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En El año de la muerte de Ricardo Reis, Saramago entabla un lance con Fernando Pessoa, convirtiéndose ambos en protagonistas --autor y personaje, el novelista como uno más de los heterónimos del poeta-- de una de las narraciones más conmovedoras de la literatura de fin de siglo. Un recorrido por la Lisboa de los años treinta, sus calles, parques, puentes y cafés, conducido por la palabra sabia y dulce de Saramago y acompañado por la sombra reconfortante de Pessoa, ambos cantores inmortales de la ciudad del Tajo, la ciudad de Eça de Queiroz y de Camoens. Una de las mejores novelas jamás escritas, una obra que hubiera complacido, como los honra, a Fernando Pessoa, a Ricardo Reis, a Alvaro de Campos y a Alberto Caeiro por igual.

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José Saramago El año de la muerte de Ricardo Reis Traducción del portugués - фото 1

José Saramago

El año de la muerte de Ricardo Reis

Traducción del portugués por BASILIO LOSADA

Sabio es el que se contenta con el

espectáculo del mundo.

Ricardo Reis

Escoger modos de no actuar

fue siempre la atención

y el escrúpulo de mi vida.

Bernardo Soares

Si me dijeran que es absurdo hablar

así de quien nunca existió,

respondería que tampoco tengo pruebas

de que Lisboa haya existido alguna vez,

o lo que yo escribo, o cualquier cosa,

sea la que fuere.

Fernando Pessoa

Aquí acaba el mar y empieza la tierra. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro, están inundadas las arboledas de la orilla. Un barco oscuro asciende entre el flujo soturno, es el Highland Brigade que va a atracar en el muelle de Alcántara. El vapor es inglés, de la Mala Real, lo emplean para cruzar el Atlántico, entre Londres y Buenos Aires, como una lanzadera por los caminos del mar, de aquí para allá, haciendo escala siempre en los mismos puertos, La Plata, Montevideo, Santos, Río de Janeiro, Pernambuco, Las Palmas, por este orden o el inverso, y, si no naufraga en el viaje, tocará aún en Vigo y en Boulognesur-Mer, y al fin entrará Támesis arriba, como entra ahora por el Tajo, cuál de los ríos el mayor, cuál la aldea. No es grande el navío, desplaza catorce mil toneladas, pero aguanta bien el mar, como probó en esta misma travesía, en la que, pese al constante mal tiempo, sólo se marearon los aprendices de viajero transoceánico, o aquellos que, más veteranos, padecen de incurable fragilidad de estómago, y, por ser tan regalado y confortable en su arreglo interior, le ha sido dado, cariñosamente, como al Highland Monarch, su hermano gemelo, el íntimo apelativo de vapor de familia. Ambos están provistos de espaciosas toldillas para el sport y los baños de sol, se puede jugar, por ejemplo, al cricket, que, siendo juego campestre, se puede practicar también sobre las olas del mar, demostrándose así que nada es imposible para el imperio británico, si ésa es la voluntad de quien allí manda.

En días de amena meteorología, el Highland Brigade es parvulario y paraíso de ancianos, pero no hoy, que está lloviendo, y ya no vamos a tener otra tarde en él. Tras los cristales empañados de sal, los chiquillos observan la ciudad cenicienta, urbe rasa sobre colinas, como si sólo estuviera construida de casas de una planta, quizá, allá, un cimborrio alto, un entablamento más esforzado, una silueta que parece ruina de castillo, salvo si todo es ilusión, quimera, espejismo creado por la movediza cortina de las aguas que descienden del cielo cerrado. Los niños extranjeros, a quienes más ampliamente dotó la naturaleza de la virtud de la curiosidad, quieren saber el nombre del lugar, y los padres se lo dicen, o declinan en las amas, las nurses, las bonnes, las frauleins, o un marinero que acudía a la maniobra, Lisboa, Lisbon, Lisboone, Lissabon, cuatro diferentes maneras de enunciar, dejando aparte las intermedias e imprecisas, quedaron así los chiquillos sabiendo lo que antes ignoraban, y eso fue lo que ya sabían, nada, sólo un nombre, aproximadamente pronunciado, para mayor confusión de las juveniles inteligencias, con acento propio de argentinos, si de ellos se trataba, o de uruguayos, brasileños y españoles, que, escribiendo, desde luego, Lisboa, en castellano o en el portugués de cada cual, dicen cada uno otra cosa, fuera del alcance del oído común y de las imitaciones de la escritura. Cuando mañana, de amanecida, el Highland Brigade salga a la barra, que haya al menos un poco de sol y de cielo descubierto, para que la parda neblina de este tiempo astroso no oscurezca por completo, aún a vista de tierra, la memoria ya desvanecida de los viajeros que por primera vez pasaron por aquí, esos niños que repiten Lisboa, por su propia cuenta transformando el nombre en otro nombre, aquellos adultos que fruncen el entrecejo y se horrorizan ante la general humedad que atraviesa las maderas y los hierros, como si el Highland Brigade acabara de surgir chorreando del fondo del mar, navío dos veces fantasma. Por gusto y por voluntad nadie se quedaría en este puerto.

Serán pocos los que bajen. Atracó el barco, ya fijaron la escalera al portalón, empiezan a mostrarse abajo, sin prisa, maleteros y descargadores, salen de sotechados y garitas los carabineros de servicio, asoman los aduaneros. Ha ido escampando, pero apenas nada. Se juntan los viajeros en lo alto de la escalera, como si dudaran de que haya sido autorizado el desembarco, si habrá cuarentena, o temieran los peldaños resbaladizos, pero es la ciudad silenciosa lo que los asusta, quizá ha muerto la gente que en ella había y la lluvia cae sólo para diluir en barro lo que aún quedaba en pie. A lo largo de los muelles, otros barcos atracados lucen mortecinos tras los tragaluces empañados, los aguilones son ramas desgajadas de árboles negros, los guindastes están inmóviles. Es domingo. Más allá de los barracones del muelle empieza la ciudad sombría, recogida en frontispicios y paredes, por ahora defendida aún de la lluvia, acaso moviendo una cortina triste y bordada, mirando hacia fuera con ojos vagos, oyendo el borboteo del agua de los tejados, canalón abajo, hasta el basalto de las calzadas, la caliza nítida de las aceras, los albañales pletóricos, algunas tapas levantadas, si hubo inundación.

Bajan los primeros pasajeros. Encogidos de hombros bajo la lluvia monótona, llevan bolsas y maletas, y muestran el aire perdido de quien vivió el viaje como un sueño de imágenes fluidas, entre mar y cielo, el metrónomo de proa subiendo y bajando, el balanceo de la ola, el horizonte hipnótico. Alguien lleva en brazos un chiquillo, que, por el silencio, debe de ser portugués, no se le ocurrió preguntar dónde está, o le avisaron antes, cuando, para que se durmiera rápido en el camarote sofocante, le prometieron una ciudad bonita y un vivir feliz, otro cuento de hadas, pues para éstos no fue precisamente venturosa la emigración. Y una mujer de cierta edad, que intenta abrir un paraguas, deja caer la caja de hojalata verde en forma de baúl que llevaba bajo el brazo, y el cofrecillo se deshace contra las piedras del muelle, suelta la tapa, desprendido el fondo, nada contenía de valor, sólo recuerdos, unos trapos de colores, unas cartas, retratos que volaron, unas cuentas que eran de vidrio y se rompieron, ovillos blancos ahora maculados, uno de ellos desapareció entre el muelle y el costado del barco, es una pasajera de tercera clase.

Conforme van poniendo pie en tierra, corren a abrigarse, los extranjeros murmuran contra el temporal, como si fuéramos nosotros los culpables del mal tiempo, parecen haber olvidado que en sus francias e inglaterras suele ser mucho peor, en fin, a éstos todo les sirve con tal de desdeñar a los países pobres, hasta la lluvia natural, mayores razones tendríamos nosotros para quejamos y aquí estamos callados, maldito invierno éste, lo que va río abajo de tierra fértil arrastrada, con la falta que nos hace, siendo tan pequeña la nación. Ya empezó la descarga de equipajes, bajo las capas relucientes los marineros parecen fetiches con capuz, y abajo, los maleteros portugueses se mueven más ligeros, es la gorrita de visera, la chaqueta corta, impermeable, azamarrada, pero tan indiferentes al remojón que asombran al universo, tal vez este desdén ante la comodidad mueva a compasión las bolsas de los viajeros, portamonedas que dicen ahora, y la compasión se convierta en propina, pueblo atrasado, de mano tendida, cada uno vende lo que le sobra, resignación, humildad, paciencia, y que sigamos encontrando quien haga comercio en el mundo con tales mercancías. Los viajeros pasan la aduana, pocos como se calculaba, pero va a llevarles tiempo salir de ella, por ser tantos los papeles que hay que llenar y tan escrupulosa la caligrafía de los aduaneros de guardia, es posible que los más rápidos descansen los domingos. Oscurece y sólo son las cuatro, con un poco más de sombra se haría la noche, pero aquí dentro es como si siempre lo fuese, encendidas durante todo el día las menguadas bombillas, algunas ya fundidas, aquélla lleva una semana así y aún no la han cambiado. Las ventanas, sucias, dejan traslucir una claridad acuática. El aire cargado hiede a ropa mojada, a equipajes ácidos, a la arpillera de los fardos y la melancolía se extiende, hace enmudecer a los viajeros, no hay ninguna sombra de alegría en este regreso. La aduana es una antecámara, un limbo de paso, qué será allá fuera.

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