José Saramago - El año de la muerte de Ricardo Reis
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Dejó la ventana abierta, abrió la otra, y, en mangas de camisa, refrescado y con súbito vigor, empezó a abrir las maletas, lo ordenó todo en menos de media hora, pasó su contenido a los muebles, a los cajones de la cómoda, los zapatos en el cajón de los zapatos, los trajes en las perchas del armario, el maletín negro de médico en un fondo oscuro del armario, y los libros en un estante, los pocos que ha traído consigo, algún latinajo clásico que no leía regularmente, unos manoseados poetas ingleses, tres o cuatro autores brasileños, de portugueses no llegaba a la decena, y en medio de ellos encuentra ahora uno que pertenecía a la biblioteca del Highland Brigade, se olvidó de devolverlo antes de desembarcar. A estas horas, si el bibliotecario irlandés se ha dado cuenta de la falta, grandes y gravosas acusaciones recaerán sobre la lusitana patria, tierra de esclavos y ladrones, como dijo Byron y dirá O’Brien, estas mínimas causas, locales, suelen originar grandes y mundiales efectos, pero yo soy inocente, lo juro, fue un olvido sólo, y nada más. Puso el libro en la mesilla de noche para acabar de leerlo cualquier día, cuando le apetezca, su título es The god of the labyrinth, su autor Herbert Quain, irlandés también, por no singular coincidencia, pero el nombre, ése sí, es singularísimo, pues sin máximo error de pronunciación podría leerse, Quién, fíjense, Quain, Quién, escritor que sólo no es desconocido porque alguien lo encontró en el Highland Brigade, ahora, si allá estaba este único ejemplar, ni eso, razón mayor para preguntarnos, Quién. El tedio del viaje y la sugestión del título lo habían atraído, un laberinto con un dios, qué dios sería, qué laberinto era que dios laberíntico, y al fin resultaría una simple novela policiaca, una vulgar historia de asesinato e investigación, el criminal, la víctima, a no ser que, al contrario, preexista la víctima al criminal, y, finalmente, el detective, los tres cómplices de la muerte, en verdad os diré que el lector de novelas policiacas es el único y real superviviente de la historia que esté leyendo, si no es que como superviviente único y real lee todo lector cualquier historia.
Y hay papeles por guardar, estas hojas escritas con poemas, fechada la más vieja el doce de junio de mil novecientos catorce, ahí andaba ya la guerra, la Grande, como después la llamaron mientras preparaban otra mayor, Maestro, son plácidas todas las horas que perdemos, si en el perderlas, como en una jarra, ponemos flores, y luego concluía, De la vida iremos tranquilos, no teniendo ni el remordimiento de haber vivido. No es así, seguidos, como están escritos, cada línea lleva su verso obediente, pero así, seguidos, ellos y nosotros, sin más pausa que la de la respiración y el canto, los estamos leyendo, y la hoja más reciente lleva fecha del trece de noviembre de mil novecientos treinta y cinco, ha pasado mes y medio tras haberla escrito, aún hoja reciente, y dice, Viven en nosotros innúmeros, si pienso o siento, ignoro quién es el que piensa o siente, soy sólo el lugar donde se piensa y siente, y, no acabando aquí, es como si acabase, dado que, más allá del pensar y sentir, no hay nada. Si sólo soy esto, piensa Ricardo Reis después de leer, quién estará pensando ahora lo que yo pienso, o pienso que estoy pensando en el lugar en que soy de pensar, quién estará sintiendo lo que siento, o siento que estoy sintiendo en el lugar en que siento, quién se sirve de mí para pensar y sentir, y, de tantos innumerables que en mí viven, yo soy cuál, quién, Quain, qué pensamientos y sensaciones serán los que no comparto por pertenecerme a mí sólo, quién soy yo que los otros no sean, o hayan sido o sean alguna vez. Reunió los papeles, veinte años día tras día, hoja tras hoja, los guardó en un cajón del pequeño escritorio, cerró las ventanas y puso a correr el agua caliente para lavarse. Pasaba un poco de las siete.
Puntual, cuando aún resonaba la última campanada de las ocho en el reloj de caja alta que adornaba el descansillo de recepción, Ricardo Reis bajó al comedor. El gerente Salvador sonrió, alzando el bigote sobre los dientes poco limpios, y corrió a abrirle la puerta doble de paneles de cristal, monogramados con una H y una B entrelazadas con curvas y contracurvas, apéndices y prolongaciones vegetales, con reminiscencias de acantos, palmas, follajes enrollados, dignificando así las artes aplicadas al trivial oficio hotelero. El maître le salió al camino, no había otros huéspedes en la sala, sólo dos camareros acabando de poner las mesas, se oían rumores de copas tras otra puerta monogramada, por allí entrarían pronto las soperas, los platos cubiertos, las fuentes. El mobiliario es lo que suele ser, quien ha visto uno de estos comedores, los vio todos, a no ser que se trate de un hotel de lujo, y no es éste el caso, unas luces débiles en el techo y en las paredes, unos percheros, manteles en las mesas, blanquísimos, es el orgullo de la gerencia, curados con lejía en la lavandería, si no en la lavandería de Caneças, que no usa más que jabón y sol, con tanta lluvia, desde hace tantos días, ha de tener trabajo atrasado. Se sentó Ricardo Reis, el maître le dice lo que hay para comer, sopa, pescado, carne, salvo si el señor doctor está a régimen, es decir, otra carne, otro pescado, otra sopa, yo le aconsejaría, para empezar a habituarse a esta nueva alimentación, recién llegado del trópico después de una ausencia de dieciséis años, hasta esto saben ya en el comedor y en la cocina. La puerta que da a recepción fue entretanto empujada, entró un matrimonio con dos hijos, niño y niña, color de cera ellos, sanguíneos los padres, pero todos legítimos por las apariencias, el jefe de familia al frente, guía de la tribu, la madre guardando a los chiquillos, que van en medio. Después apareció un hombre gordo, pesado, con una cadena de oro atravesándole el estómago, de bolsillo a bolsillo del chaleco, y luego otro hombre, flaquísimo, de corbata negra y luto en la manga, nadie más entró durante este cuarto de hora, se oyen los cubiertos rozando los platos, el padre de los chiquillos, imperioso, golpea el vaso con el cuchillo llamando al camarero, el hombre flaco, ofendido en su luto y educación, lo mira severamente, el gordo mastica, plácido. Ricardo Reis contempla la sopera de caldo de gallina, acabó por preferir la dieta, obedeció la sugerencia, indiferente, no porque le encontrara ventaja especial. Un repiquetear en los cristales le advierte que vuelve a llover. Estas ventanas no dan a la Rua do Alecrim, qué calle será, no la recuerda, si es que alguna vez lo supo, pero el camarero que viene a cambiarle el plato se lo explica, Ésta es la Rua Nova do Carvalho, señor doctor, y preguntó, Qué, le gustó el caldo, por la pronunciación se ve que el camarero es gallego, Me gustó, por la pronunciación se había notado ya que el huésped vivió en Brasil, buena propina se llevó Pimenta.
La puerta se abrió otra vez, ahora entró un hombre de mediana edad, alto, circunspecto, de rostro largo y picudo, y una muchacha de unos veinte años, si los tiene, flaca, aunque más exacto sería decir delgada, se dirigen hacia la mesa frontera a la de Ricardo Reis, de súbito le resultó evidente que la mesa estaba a su espera, como un objeto espera la mano que frecuentemente lo busca y sirve, serán huéspedes habituales, tal vez los dueños del hotel, es interesante comprobar cómo olvidamos que los hoteles tienen dueño, séanlo éstos o no, atravesaron la sala con paso tranquilo como si estuvieran en su propia casa, son cosas que se notan cuando se mira con atención. La muchacha queda de perfil, el hombre está de espaldas, hablan en voz baja, pero el tono de ella subió cuando dijo, No, padre, me encuentro bien, son, pues, padre e hija, conjunción poco habitual en hoteles, en estos tiempos. El camarero se acercó a servirles, sobrio pero familiar de modos, después se apartó, ahora la sala está silenciosa, ni los chiquillos alzan la voz, caso extraño, Ricardo Reis no recuerda haberles oído hablar, o son mudos o tienen los labios pegados, presos por grapas invisibles, idea absurda, pues están comiendo. La joven delgada acabó la sopa, deja la cuchara, su mano derecha acaricia, como si fuera un animalito doméstico, a la mano izquierda que descansa en el regazo. Entonces Ricardo Reis, sorprendido por su propio descubrimiento, repara en que desde el principio aquella mano estuvo inmóvil, recuerda que sólo la derecha desdobló la servilleta, y ahora coge la izquierda y la posa sobre la mesa, con mucho cuidado, cristal fragilísimo, y allí la deja estar, junto al plato, asistiendo a la comida, con los largos dedos extendidos, pálidos, ausentes. Ricardo Reis siente un estremecimiento, es él quien lo siente, nadie lo está sintiendo por él, por fuera y por dentro de la piel se estremece, y mira fascinado la mano paralizada y ciega que no sabe a dónde ir si no la llevan, aquí a tomar el sol, aquí a oír la conversación, aquí para que te vea ese señor doctor que vino de Brasil, manecita dos veces izquierda, por estar de ese lado y por ser manca, inhábil, inerte, mano muerta mano muerta que no llamarás en aquella puerta. Ricardo Reis observa que los platos de la chica vienen ya preparados de la cocina, limpio de espinas el pescado, cortada la carne, pelada y abierta la fruta, está claro que padre e hija son huéspedes conocidos, habituales de la casa, tal vez vivan en el hotel. Llegó el fin de la comida y aún se demora un momento, dando tiempo, qué tiempo y para qué, al fin se levantó, aparta la silla, y el ruido, acaso excesivo, hizo que la muchacha volviera el rostro de frente tiene más de los veinte años que antes aparentaba, pero luego el perfil la devuelve a la adolescencia, el cuello alto y frágil, el mentón fino, toda la línea inestable del cuerpo, insegura, inacabada. Ricardo Reis sale del comedor, se acerca a la puerta de los monogramas, allí tiene que cambiar un saludo con el hombre gordo, que también salía, Usted primero, De ningún modo, no faltaba más, al fin pasa el gordo, Gracias, muchas gracias, notable manera ésta de decir, no faltaba más, si tomáramos todas las palabras al pie de la letra tendría que pasar primero Ricardo Reis, porque es innumerables yoes, según su propia manera de entenderse.
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