La puerta del hotel, al empujarla, hace resonar un timbre eléctrico, en tiempos debió de haber una campanilla, dirlin, dirlin, pero hay que contar siempre con el progreso y sus mejoras. Había un tramo empinado de escalera, y sobre el arranque del pasamanos, abajo, una figura de hierro fundido levantando en el brazo derecho un globo de cristal que representaba, la figura, un paje en traje de corte, si la expresión gana algo con la repetición y no es pleonástica, pues nadie recuerda haber visto paje que no lleve traje de corte, para eso son pajes, más claro sería decir Un paje vestido de paje, por la hechura de la ropa, modelo italiano, renacimiento. El viajero trepó por los últimos peldaños, parecía increíble tener que subir tanto para llegar a un primer piso, es la ascensión al Everest, proeza aún sueño y utopía de montañeros, por suerte apareció en lo alto un hombre de bigotes con una palabra de aliento, ánimo, no la dijo, pero así puede traducirse su manera de mirar y el inclinarse desde el alto barandal indagando qué buenos vientos y malos tiempos trajeron a este cliente, Buenas tardes, señor, Buenas tardes, no llega el aliento para más, el hombre de los bigotes sonríe comprensivo, Una habitación, y la sonrisa es ahora de quien pide disculpa, no hay habitaciones en este piso, aquí es la recepción, el comedor, la sala de estar, allá dentro cocina y repostero, las habitaciones están arriba, vamos a tener que subir al segundo, ésta no sirve porque es pequeña y oscura, ésta tampoco porque la ventana da hacia atrás, éstas están ocupadas, Lo que quisiera es una habitación desde donde se viera el río, Ah, muy bien, entonces le va a gustar la doscientos uno, quedó libre esta mañana, se la voy a enseñar. La puerta quedaba al final del pasillo, tenía una chapita esmaltada, números negros sobre fondo blanco, si no fuese ésta una recatada habitación de hotel, sin lujos, si fuese el doscientos dos el número de la puerta, el huésped podría llamarse Jacinto [1]y ser dueño de una quinta en Tormes, no ocurrirían estos episodios en la Rua do Alecrim, sino en los Campos Elíseos, a la derecha subiendo, como el Hotel Bragança, sólo en eso se parecen. Al viajero le gustó la habitación, o las habitaciones, para ser más exactos, porque eran dos, unidas por un amplio vano en arco, allí el dormitorio, alcoba se llamaría en otros tiempos, a este lado, la sala de estar, en total casi un piso, con sus muebles oscuros de caoba pulida, cortinas en las ventanas, la luz velada. El viajero oyó el rechinar áspero de un tranvía calle arriba, tenía razón el taxista. Entonces le pareció que había pasado mucho tiempo desde que dejó el taxi, si es que estaba aún allí, e interiormente sonrió ante su miedo a ser robado, Le gusta la habitación, preguntó el gerente con voz y autoridad de quien lo es, pero reverencioso, como corresponde al negocio de aposentador, Me gusta, me quedo, Y, por cuántos días, No lo sé aún, depende de algunos asuntos que tengo que resolver, del tiempo que se retrase todo. Es el diálogo corriente, conversación siempre igual en casos semejantes, pero en este de ahora hay un punto de falsedad, pues el viajero no tiene nada que tratar en Lisboa, ningún asunto que tal nombre merezca, dijo una mentira, él, que un día afirmó detestar la inexactitud.
Bajaron al primero, y el gerente llamó a un empleado, mozo de recados y maletero, para que fuese a buscar el equipaje de este señor, El taxi está esperando ante el café, y el viajero bajó con él, para pagar la carrera, aún se usa hoy este lenguaje de cochero de punto, y comprobar que nada le faltaba, desconfianza torpe, juicio inmerecido, que el taxista es persona honrada y sólo quiere que le paguen lo que marca el contador más la propina de costumbre. No va a tener la suerte del maletero, no habrá otro reparto de pepitas de oro, porque, entretanto, ha cambiado el viajero en recepción parte de su dinero inglés, no es que la generosidad nos canse, pero no todos los días son domingo, y la ostentación es un insulto a los pobres. La maleta pesa mucho más que mi dinero, y cuando llega al descansillo, el gerente, que allí estaba esperando y vigilando el transporte, hizo un movimiento de ayuda, la mano por debajo, gesto simbólico, como poner la primera piedra, que la carga venía subiendo toda a cuestas del mozo, mozo de profesión, que no de edad, que ésta ya carga, cargando él la maleta y pensando de ella aquellas primeras palabras, de un lado y otro amparado por los prescindibles auxilios, el segundo lo presta el huésped, compadecido del esfuerzo. Ya van camino del segundo piso, Es la doscientos uno, Pimenta, esta vez de la misma especie, Pimenta tiene suerte, no ha de ir a los pisos altos, y mientras sube volvió el viajero a entrar en recepción, un poco sofocado por el esfuerzo, toma la pluma y escribe en el libro de entradas, sobre sí mismo, lo que es necesario para que se sepa quién dice ser, en la cuadrícula del rayado y pautado de la página, nombre Ricardo Reis, edad cuarenta y ocho, natural de Porto, estado civil soltero, profesión médico, última residencia Río de Janeiro, Brasil, de donde procede, viajó en el Highland Brigade, parece el principio de una confesión, de una autobiografía íntima, todo lo oculto está en esta línea manuscrita, ahora el problema es sólo descubrir el resto, apenas. Y el gerente, que había estado atento, torcido el cuello, para seguir el encadenamiento de las letras y descifrarlas, el sentido, piensa que ha quedado sabiendo esto y aquello, y dice, Doctor, no llega a ser reverencia, es una marca, el reconocimiento de un derecho, de un mérito, de una cualidad, lo que requiere una inmediata retribución, incluso oral, Mi nombre es Salvador, soy el responsable del hotel, el gerente, si el señor precisa cualquier cosa, no tiene más que decirlo, A qué hora se sirve la cena, La cena es a las ocho, doctor, espero que nuestra cocina le satisfaga, tenemos también platos franceses. El doctor Ricardo Reis admitió con un movimiento de cabeza su propia esperanza, cogió la gabardina y el sombrero, que había dejado en una silla, y se retiró.
El mozo estaba a la espera, dentro del cuarto, con la puerta abierta. Ricardo Reis lo vio desde la entrada del pasillo, sabía que, al llegar allí, el hombre avanzaría la mano, servicial pero también imperativa, en proporción al peso de la carga, y mientras iba andando reparó, no se había dado cuenta antes, en que sólo había puertas a un lado, el otro era la pared que formaba la caja de la escalera, pensaba en esto como si se tratase de una importante cuestión que no debería olvidar, realmente estaba muy cansado. El hombre recibió la propina, la sintió, más que mirarla, es lo que hace la costumbre, y quedó satisfecho, tanto es así que dijo, Señor doctor, muchas gracias, no podemos explicar cómo se había enterado, él que no vio el libro-registro, el caso es que las clases subalternas no son en nada inferiores en lo que a agudeza y perspicacia se refiere, a quienes hicieron estudios y se llaman cultos. A Pimenta sólo le dolía el ala de un omóplato por mal asentamiento en ella de uno de los refuerzos de la maleta, no parece hombre con mucha experiencia en carga.
Ricardo Reis se sienta en una silla, pasa los ojos alrededor, aquí es donde va a vivir no sabe cuántos días, tal vez acabe alquilando casa e instalando un consultorio, tal vez vuelva a Brasil, por ahora bastará el hotel, lugar neutro, sin compromiso, de tránsito y vida en suspenso. Más allá de los visillos, las ventanas habían cobrado una luminosidad repentina, son los faroles de la calle. Tan tarde es ya. Se acabó el día, lo que de él queda está lejos, en el mar, y va huyendo, hace aún muy pocas horas navegaba Ricardo Reis por aquellas aguas, ahora el horizonte está donde su brazo alcanza, paredes, muebles que reflejan la luz como un espejo negro, y en vez del latido profundo de las máquinas de vapor, oye el susurro, el murmullo de la ciudad, seiscientas mil personas suspirando, gritando lejos, ahora unos pasos cautelosos en el corredor, una voz de mujer que dice, Ya voy, debe de ser la criada, estas palabras, esta voz. Abrió una ventana, miró hacia fuera. Ya no llovía. El aire fresco, húmedo de viento que pasó sobre el río, entra en el cuarto, enmienda su atmósfera cerrada, como de ropa por lavar en un cajón olvidado, un hotel no es una casa, conviene recordarlo de nuevo, le van quedando olores de éste y de aquélla un sudor insomne, una noche de amor, un abrigo mojado, el polvo de los zapatos cepillados en la hora de la marcha, y luego vienen las camareras a hacer las camas de limpio, a barrer, queda también su propio halo de mujeres, nada de esto se puede evitar, son las señales de nuestra humanidad.
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