José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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– ¿Alguna pregunta más?

– Sí -dijo un periodista joven y lleno de aplomo en quien el Ministro no había reparado hasta ahora-. ¿Quién asumirá ahora el Poder?

Se produjo un silencio desagradable. Todos los rostros contemplaban al Ministro, en cuyo labio inferior pareció producirse una pequeña vibración, casi un temblor. El Ministro recorrió con la mirada todos los bolígrafos y estilográficas que, quietos en el aire, aguardaban una respuesta.

– Es usted muy joven -dijo el Ministro, después de buscar una frase airosa y, a poder ser, humillante para el otro. Pero luego se dio cuenta de que atribuyendo juventud nadie podía molestarse-. Si tuviera más experiencia, no haría esa pregunta.

– Perdone, señor Ministro -se excusó el periodista.

Pero resultaba bien claro que no estaba avergonzado ni pesaroso. Su tono desvirtuaba sus disculpas. Y hasta se diría que se mostraba orgulloso de haber puesto el dedo en la llaga.

– Existe un Gabinete Ministerial – dijo el Ministro. Deseaba a toda costa mostrarse desagradable-. ¿Lo sabía usted?

– Sí, lo sabía.

El Ministro pensó que debía ir con cuidado. El muchacho parecía sutil. Se produjo alguna sonrisa, y lo grave fue, precisamente, que los que sonrieron bajaron la cabeza y fingieron escribir.

– El Gabinete se reunirá esta noche -explicó el Ministro, renunciando al ataque-. Mañana serán ustedes convocados nuevamente.

– ¿Sabremos mañana quién…?

– ¡Mañana sabrán lo que decida el Gabinete! -explotó el Ministro. Algo le decía que no se había apuntado precisamente ningún tanto en aquella convocatoria de Prensa-. Buenas tardes, caballeros.

CUARENTA Y CUATRO

El Consejo había terminado. Fue preciso que alguien abriera una ventana, porque el ambiente, a medida que pasaban las horas, se fue haciendo irrespirable. Cuando Leonardo apoyó las húmedas manos sobre la mesa, levantando los codos para indicar que todo había terminado, examinó fugazmente los rostros de los Ministros. Era obvio que estaban cansados. Y es difícil que un semblante cansado exprese lo que la persona piensa. Expresa, simplemente, cansancio. Lo que no resultaba extraño: la reunión se había prolongado durante cerca de cinco horas. El Ministro de Agricultura propuso una dilación del gran acuerdo, pero Leonardo le atajó: "No, no; el asunto no admite dilaciones". ¿Tal vez ellos, los miembros del Gabinete, se sentían a disgusto? Era muy posible. Pero el acuerdo estaba tomado. Cuando él, Leonardo, franqueara la puerta, la decisión sería firme. No dormiría aquella noche. Iniciaría la preparación del texto que habría de ser presentado a la Asamblea. Y precipitaría la convocatoria de las Cámaras. Se anticiparía a todo. La opinión extranjera no le preocupaba. Celebraría una reunión, a primera hora de la mañana, con las cuatro o cinco legaciones que realmente hubieran podido tener fuerza. Dijo, levantándose: "Eso es todo". Y presintió que hasta su misma voz había ya cambiado. Era la voz de un hombre fuerte y joven, la voz de quien está ya asentado en una situación inamovible. La fortaleza sería su mejor baza. Y había sido preciso emplearla sin regateos, aquella noche. Él estaba más cansado que nadie, pero los nervios le sostenían. Se dijo que había sido una noche confusa, una sesión confusa, y que más tarde lamentaría no poder revivirla minuto a minuto, para su propia satisfacción, para tener siempre presentes aquellas horas gloriosas. No ignoraba que le esperaban tres o cuatro días de peligro. Su poder no estaba, ni mucho menos, consolidado. Su elección como Presidente de la República sería, cien horas más tarde, absolutamente firme. Sabía que durante aquel tiempo habría de luchar contra todo, que imponerse a todo, que no tener un sólo segundo de desfallecimiento. Guando dijo: "Eso es todo", el rumor de los sillones que retrocedían, separándose de la gran mesa de caoba, le pareció como una extraña música de triunfo.

CUARENTA Y CINCO

Quiero expresarte -empezó Leonardo, adelantándose y tomando con sus manos la que le tendía el doctor Martín-, mi pesar por no haberte recibido antes. Pero tú sabes que hemos atravesado circunstancias muy difíciles, que han requerido toda mi…

Martín sonrió. No había querido quitarse el abrigo, en la antesala, a pesar de los ruegos de Gómez, el nuevo oficial. Y ahora era el propio Leonardo quien le ayudaba a librarse de él, con más ostentación que eficacia.

– No tiene importancia -dijo Martín-. Gracias, no debes molestarte.

– Sí que la tiene. -Leonardo hizo aspavientos de profundo desagrado, casi de impaciencia-. Tú eres uno de mis mejores amigos, lo sabes bien. Una amistad vieja, probada… Un hombre no debe hacer jamás esperar a un amigo. Tú sabes, sin embargo, que estas dos semanas últimas han sido… ¡Quiera el Cielo que no se repita un agobio semejante! Pero siéntate, te lo ruego.

Se miraron. Luego, Martín dejó que su vista recorriera el despacho presidencial, como si esperara encontrar cambios, o como si las cosas que antes estaban tuvieran ahora un perfil nuevo y distinto.

– No he tocado nada -dijo Leonardo, tratando de perseguir el hilo de los pensamientos del otro.

Pero la alfombra sí era nueva. La anterior estaba bastante gastada. Ahora, al verla, se percataba el médico de por qué sus fuertes botas no producían sonoridad ninguna. Se dijo que aquella alfombra gruesa y mullida respondía perfectamente al carácter de Leonardo. Leonardo siempre se había sabido mover sin ruido.

– Salvo la alfombra -sonrió Leonardo. Pero Martín no parecía tener nada que decir-. ¿Has venido para felicitarme?

Martín le miró de frente.

– Sí -dijo, con gravedad-. Supongo que sí.

– ¡Todo ha sido tan repentino, tan impensado!

"Impensado", se dijo Martín.

– Has triunfado -dijo, sencillamente-. Desde muy pequeño te gustaba…

Leonardo rió gratamente. Aquel profesor a quien la clase entera odiaba había sentido siempre una abierta predilección por Leonardo. Un día le dijo, públicamente, que tenía aspiraciones y que sabría situarse en la vida. Pero lo dijo de una manera tan despreciativa hacia el resto de los niños, que la clase entera le odió aún más e hizo extensivo aquel odio al pequeño Leonardo. Pero habían pasado muchos años. Las mortificaciones de la niñez eran ahora, para él, un recuerdo placentero y sabroso.

– No es exacto que haya triunfado -fingió defenderse Leonardo-. Han sido las circunstancias. Es penoso que un atentado haya tenido que…

Bajó la vista, y de sus labios se borró la sonrisa. Parecía ahora gravemente preocupado, desagradado más bien. Sus ojos, como por casualidad, se detuvieron en las embarradas botas de su amigo.

– Pero es un triunfo -insistió Martín, mirándole de frente. Leonardo había temido siempre la infinita fuerza que se advertía en los ojos del médico. Leonardo no tenía aquella clase de fuerza-. Cualquier Ministro hubiera podido ser designado. Pero has sido tú.

– Era -dijo Leonardo, con cuidado-, el Ministro más cercano a la Presidencia.

– Sí -asintió Martín-. Y ahora, eres tú el Presidente.

Leonardo empezó a sentir una vaga incomodidad. No sabía con exactitud cuál era su procedencia. Se extrañó. Martín parecía triste, pero no acusador. Bien era cierto que siempre había parecido un hombre triste. Pero la escasa vitalidad que su amigo demostraba ahora le desasosegaba intensamente.

– Todo ha sucedido de una manera muy sorprendente y muy rápida -dijo Leonardo, tratando de zanjar las vaguedades en que se desenvolvía aquella conversación.

Pero Martín dijo, inexplicablemente:

– A mí no me ha sorprendido nada.

– ¿Qué quieres decir, amigo mío?

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