José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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– Pero yo no deseo seguir así -aseguró ella-. Hace falta que lo entiendas. ¡Oh! Te han hecho mucho daño en el cuello y en los dedos…

– No me han hecho nada. Tú "tienes" que seguir a mi lado.

Ella le miró de frente,

– ¿Por qué? -preguntó.

Antoine hizo un ruido sordo. Podía haber sido un sollozo, ella no estaba segura. Luego dijo:

– No lo sé. Me haces falta. Esta ciudad es muy grande…

– Pero debes entender -y la voz de Sabatina era ahora muy suave-. Tú estás enfermo. Yo… era como si no durmiera con un hombre. Además, sabes que no te puedes curar, que vas a vivir poco. A él, a ese hombre, le expliqué lo que tenías…

Antoine levantó la cabeza.

– Le dio un nombre, un nombre raro… Se dio cuenta muy pronto de la clase de enfermedad que tenías, cuando yo le expliqué que… Espera, lo tengo aquí apuntado.

– No me lo digas.

– Sí… Mira, está aquí. Si-fi-lis. ¿Es eso?

Antoine asintió.

– ¿Sífilis? -repitió ella. Le gustaba la palabra.

– ¿Le dijiste también que tú llevabas esa enfermedad encima, que tú me la contagiaste?

– No, no le dije eso. Nunca lo he creído, es una mentira.

– Entonces -y Antoine hizo una seña al dueño, para que le sirviera otra copa-, él contraerá también la enfermedad. Tarde o temprano.

"Los dos estábamos degradados -explicaría Antoine, mucho más tarde, al viejo indio, que le escucharía sin entenderle apenas-. Pero yo me daba cuenta, y ella no, de modo que mi degradación era aún mucho mayor."

Vio cómo se marchaba. Era la primera vez en que ella se encaminaba sola al piso, sin que él hiciera otra cosa que seguirla con la mirada. Todavía no había empezado a preguntarse dónde dormiría, y con qué cosas o afectos llenaría ahora el tiempo que le quedaba. También era la primera vez que él había renunciado a volver a Europa. ¿Cómo se empieza a vivir una vida, cuando la vida está ya casi acabando, y acabando mal? Si uno ha tenido dos o tres monigotes, cosas parecidas a una ilusión, ¿qué hace si también esos monigotes se acaban? Era preciso apoyarse en alguna parte, aunque fuera vil, para tener un poco de fuerza y abrir los ojos cada mañana. Y también para cerrarlos transitoriamente, mientras se espera un poco de sueño por las noches. Era preciso "algo", aunque sea malo o falso. La nada es imposible, no tiene sentido.

Pero ella se fue, y antes le pasó los dedos por el cuello con cuidado, con infinito cuidado. Y Antoine no sintió dolor. Tal vez algún día consiguiera olvidar al chino, todo era probable.

A las tres de la madrugada, Antoine se hallaba ante la fuente de un parque. Creía que se llamaba el Parque de los Reyes, pero no estaba seguro. Hacía frío. Por suerte, no llovía, pero no podría tardar en empezar de nuevo, pues estaban en plena estación, de modo que algo habría que pensar. Se recostó en un banco de madera y empezó a mirar las estrellas del Hemisferio que no conocía, mientras la conversación y los pasos arrastrados que llegaban por su espalda se iban acercando. Ya sabía quiénes eran, los que llegaban. Le habían venido siguiendo desde que saliera de "La Papaya", pero no trataba de esforzarse en comprender por qué. Mirando a su alrededor, se dijo que le gustaría pensar que aquél era un gran país y todo eso del futuro, pero aquel pensamiento le daba náuseas.

El indio y la niña le alcanzaron. El indio se sentó a su lado, resoplando, sin decir palabra, pero la niña se quedó en pie. Antoine la miró. Era delgada, y apenas tenía ropa. En la oscuridad no se veían muy bien sus ojos, pero él supo que le estaban mirando.

– Ya he visto cómo se iba -dijo el indio, y resultaba claro que se refería a Sabatina-. Pero no debe preocuparse.

– No entiendo para qué me han seguido…

– No, no. -El indio hizo un ademán. Resultaba ridículo con aquel sombrero usado, con aquella ruana casi deshecha-. Nosotros vivimos cerca de aquí…

– ¿Los dos?

– Ella y yo -y señaló a la niña-. Vivimos en Las Caucas.

Antoine asintió. Las Caucas era un barrio extremo y miserable, montado con desperdicios de hojalata y materiales robados.

El indio dijo a la niña:

– Explícale cómo es nuestra casa.

Pero la niña no dijo nada.

– Tenemos una casa -siguió el indio-. Hay sitio para uno más. ¿Tiene usted algún dinero?

– Yo no le he pedido nada.

– No estorbaría. A ella no le importaría. Pero sería mejor que tuviera algún dinero…

– ¿Unos diez pesos?

– Bueno, unos diez o quince pesos. Está cerca de aquí, a menos de un paseo. Piense que va a llover de un momento a otro.

Antoine se preguntaba ahora qué efecto producirían los tres, vistos desde lejos, mientras caminaban despacio hacia Las Caucas. Hizo una mueca. Le hubiera gustado reírse de sí mismo. Y también que Sabatina les hubiera visto.

Al amanecer, despertó con frío. El suelo estaba húmedo, y el cuello le dolía de una manera horrible. Y también los dedos. Algunos le habían empezado a sangrar. Contempló al indio. Dormía profundamente, hecho un ovillo, con el sombrero puesto. También miró a la niña. Entraba ya bastante claridad matinal, a pesar de que la lluvia arreciaba ahora y el cielo debía estar muy oscuro. Le hubiera gustado pensar que el semblante delgado de la niña expresaba cansancio, tal vez repugnancia. Pero se fue dando cuenta progresivamente, a medida que la miraba, de que no expresaba absolutamente nada. Era solamente el semblante de una niña que dormía.

CUARENTA Y DOS

Avelino Angulo tenía fiebre. Caminaba lentamente por el corredor del Ministerio, completamente desierto, y sentía que las sienes le gritaban, que tenía las mejillas ardiendo. ¿Por qué no se había afeitado, precisamente, aquella mañana? ¿Por qué al calentar el agua y suavizar la cuchilla había tenido náuseas y la sensación vertiginosa de que el afeitado no le iba a servir de gran cosa? Había dejado caer el recipiente del agua contra el suelo, y el ruido de la hojalata sobre la baldosa despertó a Julia.

– ¿Qué ha pasado?-preguntó.

Él había contemplado su rostro enjabonado y luego se había pasado una toalla por las mejillas.

– Nada. La palangana de…

– ¿Se ha roto?

– No, no se ha roto.

¿Cómo demonios se iba a romper si era de…?

Ahora, a las siete de la mañana, los corredores estaban desiertos. Incluso algunos ordenanzas no habían llegado todavía. Los pocos empleados que empezaban su trabajo le habían mirado con cierta extrañeza. Solamente el portero, parapetado tras su garita, había comentado:

– Hoy ha madrugado usted mucho…

Y luego, casi para sí, mientras pasaba una hoja del diario de la mañana, había añadido:

– ¡Con el día que hace…!

Porque llovía de una manera desesperada, furiosa. Llovía desde que, antes de que asomara la primera luz, despertara Angulo. Julia, por algún procedimiento instintivo, había adivinado que ya no dormía.

– ¿Te das cuenta? -había comentado. Ella tenía la virtud de expresarse con una voz clara y fresca a cualquier hora de la noche-. Estamos ya en plena estación de lluvias…

– Sí -había dicho él. Y pensaba que era horrible no poder concederse nuevas prórrogas, nuevos retrasos. También era horrible aquella sensación en el estómago de…-. ¿Hay bicarbonato en casa?

– ¿Qué te pasa? Sí, claro que hay.

– No sé… Tengo acidez.

– Son los nervios -decidió ella-. Te preocupas demasiado por todo. Hace casi tres días que no me hablas.

– ¿Dónde está?

– En el botiquín, naturalmente. Siempre has sido hermético conmigo…

Hermético… Tomó una cucharada grande, y luego eructó, casi con fruición. Dudó entre volver o no a la cama. Comprendió que le resultaría imposible volver a dormir de nuevo, que ella le hablaría, le haría mil preguntas, porque también ella estaba dotada de una locuacidad extraordinaria, a la hora en que él solamente era capaz de proferir gruñidos. Empezó a vestirse con lentitud, con gesto hosco, defendiéndose a duras penas del interrogatorio de Julia. "¿Por qué te levantas tan temprano? Harías mejor en…".

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