José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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Calló. Jaramillo sorbió su leche cautelosamente, sin dejar de mirarle.
– Incluso yo -siguió Martín, con gesto de cansancio-, que no tengo ideas políticas definidas, me fui dando cuenta de que, desde hace tres años, hemos iniciado la marcha hacia el desastre. La gente empezó a no estar contenta. En vista de ello, se aumentó la nómina del B. A. S., se creó una portentosa policía secreta, y ya nadie se pudo dar cuenta de si reinaba malestar o no. El B. A. S. lo sofocaba todo. Las cosas se resolvían rápidamente, sin publicidad. La Prensa fue maniatada, y los descontentos quedaron resueltos entre cuatro paredes. Precisamente, entre las cuatro paredes de la Prisión. Yo he vivido todo eso, y sé muy bien de qué le estoy hablando ¿comprende?
Jaramillo asintió. Empezaba a relajar su precaución, pero su actitud era más alerta que nunca.
– Hasta que un grupo de hombres -dijo Martín-, empezó a hablar nuevamente de Salvano. "Salvano -se nos dijo-, no ha abandonado la lucha. Tiene partidarios, y espera. Salvano sabe que este régimen se asienta sobre la podredumbre y el miedo, y sabe, por tanto, que cederán esos pilares… Salvano espera". Y esos hombres empezaron a luchar por el retorno de Salvano. A luchar, en una palabra, por su país. De los medios que se han empleado en esa lucha, no deseo hablar. No es que los repudie ni los comprenda… Al parecer, no existen otros. Artefactos de plástico, atentados… Yo soy médico, y forzosamente me repugna la lucha contra la vida humana. Pero el fin era noble, Salvano también lo era, y los hombres que luchaban parecían sinceros…
Se detuvo. Jaramillo levantó el mentón. Martín, cuando siguió hablando, lo hizo en otro tono de voz. Era claro que estaba llegando al punto neurálgico de la cuestión.
– Hasta que -siguió-, hace muy poco tiempo, llegaron a mi conocimiento los primeros hilos de una intriga muy compleja. ¿Sabe de qué le estoy hablando?
– No -respondió Jaramillo.
– Me sucedió que, de una manera completamente casual, comprendí que dentro del grupo que luchaba por Salvano había una rama que no deseaba su regreso. Digámoslo de una vez: una conspiración pequeña dentro de una conspiración grande, e inconscientemente abrigada por ésta.
– ¿Un traidor, quiere usted decir? -a Jaramillo le gustaba aquella palabra. No hubiera podido emplear otra.
– Un grupo de traidores, más bien.
Jaramillo negó con la cabeza.
– Lo siento -dijo-. No anda usted bien encaminado…
Pero Martín no se inmutó. Jugaba con su vaso de leche vacío, mirándose pensativamente los dedos.
– No -suspiró-. Desgraciadamente, estoy en lo cierto. Pero aún me falta por averiguar una cosa.
– ¿Cuál?
– El hombre que mueve el grupo de ustedes ¿es el único que tiene la intención de que Salvano no regrese, o son varios los que…?
– No sé de qué me habla.
– Sí, creo que sí lo sabe. ¿Quiere que le diga nombres?
Jaramillo pestañeó.
– Siempre es peligroso decir nombres…
– Es verdad, siempre resulta peligroso. Pero, en algunas ocasiones, no existe alternativa. El hombre que les manda a ustedes se llama Torres, comandante retirado.
Jaramillo suspiró.
– No deseo hablar de estas cosas, doctor Martín -dijo. Empezó a mirar con desconfianza a la robusta camarera, que les observaba-. Yo no sé quién es usted, y a Alijo Carvajo no le conocía personalmente.
– Torres no desea el regreso de Salvano -murmuró Martín. Había palidecido un poco-. ¿Lo sabe usted?
– Yo no sé nada.
– Pero eso no conduce a ninguna parte. Su actitud, quiero decir. Si ignoraba lo que le he dicho, puede…
– Yo lo ignoro todo.
Martín suspiró.
– ¿Eso es todo lo que tiene que decir? -preguntó.
– Sí, eso es todo.
– Como usted quiera. Me he equivocado: no sé por qué, he pensado que podía confiar en usted, que no estaba usted mezclado en…
– Por favor -pidió Jaramillo-. Yo no estoy mezclado en nada. Soy un pequeño rentista con la manía de cuidar ratones. Y vivo con mi cuñada. No sé nada de nada.
Martín empezó a levantarse. Se sentía defraudado. Dijo:
– Siento que se aprovechen de un hombre de buena fe. Me refiero a Avelino Angulo. ¿Sabía usted que la fe es lo único que diferencia un crimen de un atentado político? ¿Qué hará ese hombre si, después de cumplido su cometido, ve que su acción no sirve para nada?
– No lo sé -respondió Jaramillo, con voz gris-. Ya le he dicho que no estoy enterado de nada.
– Pues bien, yo se lo diré; se desesperará. Odiará a todos ustedes y se acabará odiando a sí mismo. Se sentirá convertido en un vulgar asesino, y deseará hacer regresar los días pasados para…
– Por favor -interrumpió Jaramillo-. ¿De qué me habla usted?
Martín le miró en silencio. Y luego, repentinamente, se dio cuenta de que aquella conversación tampoco había servido para nada.
– Voy a buscar a Avelino Angulo -prometió, con gravedad-, y le voy a prevenir contra todos ustedes. Más vale que lo sepa.
Cuando Martín abandonó la lechería, Jaramillo se quedó unos momentos con la mirada perdida en la puerta. Luego terminó su vaso, se secó meticulosamente los labios con su pañuelo, y, volviéndose a la camarera, preguntó:
– ¿Tienen ustedes teléfono?
CUARENTA
El hombretón entró en la celda de Antoine y se sentó en la banqueta, sin decir palabra. Era fuerte como un toro. Estaba fumando un cigarrillo liado con papel de maíz. Miró al prisionero y le dijo con voz vigorosa;
– Escuche. Mi nombre es Óscar. Estoy aquí para interrogar a los presos. Dentro de unos momentos va a venir un hombre con una máquina de escribir. Tomará sus declaraciones. ¿Comprende?
Antoine asintió.
– No me gusta perder tiempo -siguió el otro. Se notaba en su manera de hablar, en sus movimientos, que estaba acostumbrado a ir directamente al fondo de las cosas-. Esta tarde tengo programados tres interrogatorios. ¿Se da cuenta? Si usted es buen chico y responde a mis preguntas, Óscar termina pronto su tarea y se va al cine. ¿Le gusta a usted el cine?
– Sí, señor.
– A mí me gusta mucho. Si usted me dice lo que quiero saber, la cosa no durará más que unos minutos… Es mucho mejor para todos. Sin violencias, sin gritos. Y Óscar se irá al cine.
– Pero lo que yo no comprendo…
– Usted puede permitirse el lujo de no comprender nada. Óscar, no. Óscar tiene que comprenderlo todo. En una palabra, amigo: el que pregunta soy yo.
Entró en la celda un hombre chiquito, con un esparadrapo en la mejilla izquierda. Llevaba una minúscula máquina de escribir.
– Me han sajado-dijo a Óscar, señalándose la cara-. ¿Le has dicho lo del chino?
– Enhorabuena. Estaba harto de ver esa colina en tu cara. No, todavía no.
– Pues más vale que se lo digas. Ganaremos tiempo.
– Sí -y Óscar contempló otra vez a Antoine-. Usted no parece muy fuerte.
Antoine calló.
– Quiero decir que no denota lo que se puede llamar una gran fuerza de voluntad. ¿Me equivoco?
– No lo sé -respondió Antoine, con voz apagada.
– A fuerza de preguntar, uno conoce a los que responden-explicó Óscar. Miró al hombrecillo del esparadrapo, que estaba instalando su máquina-. ¿A ti qué te parece?
– Es blando.
Óscar sonrió a Antoine.
– Dice que usted va a ser un buen chico. ¿Estás dispuesto?
– Sí -dijo Antoine. Pero no le preguntaban a él, sino al de la máquina-. Perdone.
– Lo del chino -dijo Óscar, con desgana-, es un asunto desagradable. En dos palabras: si usted nos ofrece dificultades, nosotros se lo pasamos al chino.
– ¿A qué chino? -preguntó Antoine, ingenuamente.
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