José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento

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Premio Eugenio Nadal 1962

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Aquel maestro, pensó, estaría siempre a su lado. Y tal vez los que fueran como él, las gentes de edad. Cuando los hombres envejecen, aborrecen los cambios, incluso los cambios de Gobierno. Está bien lo que está, piensan. Es preferible que no cambie absolutamente nada, aunque lo que exista no sea muy bueno.

Pero la Universidad, no, la Universidad no estaba a su lado. Y era algo así como el símbolo de la juventud. La juventud se separaba abiertamente de él. Era tan claro y palpable aquello que ni tan siquiera los miembros de su Gobierno se habían molestado en tratar de hacerle ver las cosas de otra manera.

Ahora bien: ¿qué fuerza tenía la Universidad en aquel país? Era como una fuerza latente apenas comprobada. ¿Qué posibilidades tendría, cuando Carvajo muriera?

Porque Carvajo iba a morir. Ya no existía solución de ninguna otra clase. Era irremediable.

Alijo Carvajo moriría dos días después, al amanecer. ¿Llovería, aquel día? Era probable, pues estaban en el comienzo de la temporada de las lluvias, cuando éstas eran más fuertes. Y seguramente habría niebla. Era frecuente la niebla matinal, en noviembre.

La ejecución sería muy breve, y todos obrarían en silencio. Si los soldados del piquete hablaban, lo harían en cuchicheos. Él, en su juventud, había asistido a varias ejecuciones. Nada había variado, desde entonces.

El piquete se situaría frente al estudiante, pero mucho más cerca de él de lo que la gente imagina. No se puede fallar. Si alguien falla, uno puede encontrarse, al dar el tiro de gracia, con unos ojos abiertos que le están mirando sin odio, y esa impresión dura toda la vida.

¿Qué piensa un moribundo? Porque un hombre ante un pelotón de fusilamiento es un moribundo. Aún peor: sus sentidos están desgarradamente abiertos. La muerte física ha de entrar primero por la imaginación, pues el cuerpo aún no ha tomado contacto con ella. La muerte ha de imaginarse. Y como todavía no se siente en la propia carne, seguramente es más terrible y aguda al pensarla que al sentirla.

¿Qué pensaría un moribundo? Aquel tabaco era infame, infame. Cerró la ventana y se apagó bruscamente el ruido de la lluvia. Tal vez no pensara nada. Tal vez todos los sentidos se concentren sobre un solo dolor físico, como quien se apoya sobre una bayoneta que se le va hincando.

Era muy difícil imaginar aquellas cosas.

TREINTA Y SEIS

¿Mañana? -preguntó Alijo Carvajo.

– Sí -respondió Martín -. Es mejor que lo sepas.

– Hemos tratado de venir antes -explicó el doctor Carvajo-. Ya lo sabes tú, Margarita.

– Sí -dijo Margarita.

– ¿A qué hora? -preguntó Alijo.

– Como siempre -respondió Martín-. Al amanecer.

– Es horrible -musitó Margarita.

– ¿Hay luz, a esa hora?

– Creo que sí. No lo recuerdo.

– ¿A qué hora suele ser otras veces?

– A las seis, a las seis y media…

– No pienses en eso, por favor -pidió Margarita-. No puedo soportarlo.

– Me gustaría que hubiera luz…

– No puedes ponerte a pensar así las cosas -dijo su hermano-. Con ese detalle, con ese detenimiento…

– ¿Por qué no?

– No lo sé… Pero no puedes hacerlo. Es demasiado horrible.

– Sin embargo -dijo Alijo-, debo pensar. Ahora me debo poner a pensar con todas mis fuerzas. No voy a tener otra ocasión.

– Margarita sabe muy bien cómo hemos estado tratando de venir. Ella lo sabe.

– Pero hubiera sido mejor que no vinierais -dijo Alijo-. Salvo usted.

– ¿Yo? -preguntó Martín.

– Sí… Inspira confianza. Aquí, en la Prisión, usted es como un símbolo.

– No, no me parece.

– Sí, como un símbolo. A uno le da fuerzas. ¿Qué nombre tienen las personas que mitigan la dureza de las cosas sin mitigar las cosas?

– No sé a qué te refieres…

– Resulta difícil de explicar, sí. Pero yo me entiendo. La blandura no es nunca consuelo, resulta curioso. Nunca, aunque emplee mil fórmulas y mil trucos… Sin embargo, usted y su presencia y su mirada… A veces, durante la noche, se oye un grito, y uno sabe que abajo, en las bodegas, los chinos están martirizando a alguien. Y se va el sueño. Luego, a la mañana siguiente, llega usted, y uno casi se olvida.

– Los hombres no son malos del todo -dijo Martín.

– Es verdad, no lo son del todo. Pero uno a veces se olvida de eso, cuando un grito le despierta durante la noche. Ayer, por ejemplo, vino ese guardián… ¿Cómo se llama?

– Monserrate.

– Monserrate, sí. Vino y echó una mirada a mi celda. Y dijo: "Pero es una vergüenza, una indecencia. Hoy no le han limpiado a usted la celda…".

– Es horrible -dijo Margarita.

– Y yo le contesté: "Oh, no tiene importancia. De verdad que no la tiene". Pero él empezó a decir que era inmundo que se me tratara así, y pasó al interior de la celda y limpió las cosas hasta casi dejar el suelo brillante…

– Tal vez -musitó el doctor Carvajo-, no te alegres de vernos a nosotros, a Margarita y a mí.

– Eso fue -prosiguió Alijo, sin oírle-, lo que me hizo empezar a pensar que la sentencia se había confirmado: que el guardián entrara y dijera que todo era una vergüenza.

– Estás tranquilo, ¿verdad? -preguntó Martín.

– Sí, estoy tranquilo. Después de las comidas, me llega una sensación de bienestar… Al principio, los nervios malograban todas mis digestiones. Me pasaba el día entero conteniendo los ruidos del estómago… Los contaba, para distraerme. Es curioso que, al principio, estaba muy nervioso porque me negaba a pensar, porque deseaba a toda costa aferrarme a mis esperanzas de salvación. Hasta que vino usted…

– Sí -dijo Martín.

– … y me dijo que no tenía esperanza de ninguna clase.

– Pero eso es horrible -dijo Margarita.- Siempre hay esperanza.

– No, no es cierto. A veces, no la hay. Entonces, uno prescinde del futuro y hace inventario de lo que tiene. Siempre se encuentran cosas.

– Suele haber muchas cosas dentro de nosotros -asintió Martín-. Muchas más de las que se ven a primera vista.

– Sólo que -meditó Alijo-, debían haber obrado de otra manera. Ni siquiera me han juzgado.

– No podían juzgarte -aclaró Martín-. No tienes edad suficiente para comparecer ante ningún Tribunal, salvo el Especial de Menores. Han tenido que hacerlo clandestinamente.

– Y el Presidente ha confirmado la sentencia -murmuró Alijo, pensativo.

– Sí.

– Pero eso es… absurdo. Ahora sé muy bien que le matarán. Ahora presiento que ese hombre que le vigila acabará matándole.

– ¿Quién le vigila? -preguntó su hermano, boquiabierto.

– Un hombre.

– ¿Es de los vuestros?

– Persigue nuestros mismos objetivos, si te refieres a eso.

– ¿Qué objetivos perseguís vosotros, Alijo?

El estudiante le miró.

– Resulta extraño -dijo-, que mi propio hermano ignore por qué voy a morir ejecutado.

– Por favor -gimió Margarita.

– No te enfades conmigo -pidió el doctor Carvajo.

– No, no me puedo enfadar con nadie. Pero yo no soy un terrorista.

– Nunca habíamos pensado Margarita ni yo…

– He luchado -dijo Alijo-, para que el Presidente abandone el Poder. Para que lo pierda. Y para que regrese Salvano.

El doctor Carvajo parpadeó. A él no le gustó jamás Salvano.

– Tal vez -dijo, no obstante-, si hubierais hecho las cosas de otra manera…

– ¿De qué manera?

– Oh, no sé… Tú sabes que yo no tengo ideas políticas.

– Las ideas políticas… No sé si en este caso importan demasiado. Son los hombres los que importan. Por eso es preciso que el Presidente actual abandone el Poder y regrese Salvano. Salvano es un hombre bueno.

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