José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– Deben tener cuidado -dijo Martín-. Hay algo que no me gusta en todo esto. Sería horrible que el Poder cambiara de manos sin que Salvano…
– Antes -interrumpió Alijo-, me dijo usted lo mismo. ¿Por qué teme eso?
– Es difícil saberlo… Algo he oído. Es como un presentimiento.
Alijo miró francamente a Martín.
– ¿Puedo confiar plenamente en usted?
Martín no contestó.
– ¿Desea que regrese Salvano? -preguntó de nuevo Alijo.
– Sí -dijo Martín.
– Déme algo para escribir -rogó.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Margarita.
– No os preocupéis. Yo ya no puedo hacer nada -dijo. Y escribió rápidamente. Luego entregó el papel a Martín, que lo guardó sin leerlo-. Visítelo, por favor, cuanto antes.
– Sí.
– Dígale que ha hablado conmigo. Y dígale lo que usted quiera. Que tengan mucho cuidado… Lo que usted quiera.
– Si yo puedo hacer algo por ti… -insinuó el doctor Carvajo.
– No, no.
– Como tú quieras -suspiró, con voz débil.
Desde fuera llegó el sonido de unos pasos. Pasos prudentes, pero que deseaban ser oídos. Se acercaba el guardián. Los tres miraron al estudiante.
– Bueno -dijo éste-. Me parece que vamos a tener que pensar en despedirnos.
Margarita se llevó el pañuelo a la nariz y produjo un sonido extraño, parecido a una pequeña explosión.
TREINTA Y SIETE
Una risita convulsiva conmovió el delgado cuerpo de Jaramillo, y la cama rechinó, a impulsos del temblor. Pero qué cosas, qué cosas… ¡Y a su edad! Así que todo lo que le ocurría a ella, sencillamente, era que… Jaramillo era feliz. Bostezó, rió un poco más, espió las sombras que iban llegando por la ventana abierta y se estiró un poquito, sacando los brazos fuera de la cama. "Soy un hombre musculoso y fuerte", pensó, y otra vez le dio la risa, porque pesaba cuarenta y siete kilos y había estado a punto de librarse del servicio militar por su escasa estatura. Sólo que ya estas cosas no le importaban. Tomó unos breves y ruidosos sorbos del vaso de limonada que ella, ella, le había preparado. Luego se arropó, como un pajarito con escalofríos, con un gozoso temblor de quien dispone de mantas calientes y suaves. Pero no salía de su asombro, no podía salir. ¡Al diablo los ratones! La vitalidad era lo que contaba. Volvió a creerse fuerte, sumamente fuerte, y trató de recordar los tonos de la risa suficiente que había emitido cuando ella…
– Por favor -había musitado ella-. Tan pronto, no…
Y Jaramillo había reído, como quien se hace cargo de las cosas, como quien es innecesariamente fuerte y ríe con protección para los que carecen de una vitalidad como la suya. Pero no, no había sido así. Fue:
– Por favor. Tan seguido, no, Milu.
Exactamente: "seguido". ¿Y lo de "Milu"? "Seguido" era un concepto mucho más expresivo que "pronto". Más gráfico. Era lógico que hubiera reído de aquella manera omnipotente. Y después de tantos años de viudedad, de tantos años…
– ¿Por qué me has llamado "Milu"?
Pero ella retozaba.
– Yo no te he llamado así.
– Que sí, que sí, que me has llamado "Milu".
Resultaba graciosa, a la media luz del atardecer, tan grande, tan cuadrada de hombros, con un leve bigotillo moreno, verla retozar así.
– Bueno, pues porque tuve una vez un gato que se llamaba "Milu".
A Jaramillo no le hizo mucha gracia la cosa.
– ¿Un gato?
– No te enfades, tonto. Tonto, tonto, más que tonto… El gato, en realidad, no se llamaba Milu. Pero yo le llamaba así porque le quería; era un mote cariñoso…
Y a retozar, otra vez. Y la cama, vuelta a rechinar.
¡Pero qué cosas! Por supuesto que los ratones no le importaban ya un comino. Sólo que la cama era pequeña. Habría que ir pensando en… ¿O tal vez no? ¿Era todo un incidente? A veces, las mujeres eran así. Tal vez ella resultara de esa clase de mujeres que, a la mañana siguiente, dicen:
– No sé cómo excusarme por lo de ayer… ¿Qué vas a pensar de…?
Pero, seguramente, no. La miró: dormía apaciblemente. Y se dijo: "Está fatigada, naturalmente". Le gustó emplear el "naturalmente". Seguramente, ella sería consecuente y diría:
– Tendremos que pensar en comprar una cama más ancha.
Aunque, a lo mejor, él iba demasiado lejos. "Una cama más ancha…" No, la cosa no sería tan contundente.
Empezó a pensar en los comienzos de todo aquello.
Era seguro que la pulga había tenido la culpa. Había empezado así:
– ¿Estás segura? ¿Completamente segura?
– Son tus asquerosos ratones…
– No, no. Los ratones no tienen pulgas.
– Pero yo no me la encuentro, no me la encuentro. ¡Siempre me han repugnado tanto las pulgas…!
– Espera, espera. No te pongas nerviosa. Déjame ver.
Pero luego:
– ¡Qué manos, qué manos! Me voy a quedar helada.
Y él:
– No hay pulga. Son imaginaciones tuyas. Son los nervios.
– ¿Estás seguro, seguro?
– No tienes ninguna pulga.
– Yo hubiera jurado que…
– Ninguna pulga.
Y más tarde:
– Pero ¿estás loco? ¿Estás loco?
Y ya nadie se acordaba de la pulga.
– Pero tú has perdido la cabeza… Tú no sabes lo que… Esa ventana.
– Da a un patio.
– Cualquiera que esté asomado, cualquiera que mire… Tú estás loco.
Y mucho más tarde, media hora más tarde, o tal vez más:
– Si nos viera mi hermana…
Era lo inevitable.
– ¡Qué pensaría de nosotros…!
Silencio.
– ¡Qué pensaría de mí!
– No seas niña…
Y a ella le gustó lo de "niña".
– ¿Tú crees que no me tengo que preocupar?
– Por supuesto que no.
– ¿No me tengo que preocupar por nada?
– Por supuesto que…
– ¿Absolutamente nada?
– Absolutamente nada.
Una breve meditación.
¿Tú no te Preocupas?
Jaramillo hizo un ademán. Pero hacia mucho rato que habían apagado la luz y los ademanes no se veían.
– Ha pasado muchos años
– Sí, tienes razón.
Había sido una buena frase, una frase redonda, de novela: “No miremos al pasado”. Jaramillo pensó que la cosa hubiera quedado aún más redonda diciendo: “No nos asomemos al pasado”.
Y mucho tiempo después:
– ¿Quién lo iba a decir? Tu y yo. ¿Quién lo hubiera imaginado?
– Sí, así es la vida.
– Pero de verdad, ¿tú crees que no hemos hecho nada malo?
– Por supuesto que no, por supuesto. Han pasado tantos años…¡Y yo que creía que tú me odiabas…!
Y de nuevo ella a retozar, con aquella risa fuerte y vigorosa que imprimía al jergón un vibrar interminable.
Ahora los ratones le importaban ya un bledo. Y se sintió generoso.
– Esos ratones… -empezó.
– ¿Qué?
– No sirven para nada.
Pero son graciosos, son pequeños…
– Son sucios en realidad. Tenías toda la razón. Me parece que los voy a matar…
– ¡Oh, no!
¡Qué feminidad, qué feminidad! “Oh, no”. Pero tampoco ella dejaría de advertir su fortaleza… "Me parece que los voy a matar…" Y tampoco había, que olvidar algo agradable, muy agradable, que había sucedido. Algo estimulante.
– Lo de la pulga…
– ¿Qué?
– Era mentira. No había pulga.
Y Jaramillo había reído, porque era el momento de soltar una breve risa, una risa masculina y comprensiva. Y solamente cuarenta y siete kilos, Jesús.
– ¿Te enfadas?
En realidad, él casi hubiera preferido que ella se expresara en tonos menos mimosos. Cuando una mujer tiene la voz tan profunda, el mimo la convierte en algo extraño e incomprensible.
– ¿Enfadarme? Por el contrario, me gusta…
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