José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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– Pero yo no puedo volver así a casa, ahora, para quedarme luego sola. Y también sé que mañana estaré sola.
– Tú tienes que comprender que yo… ¿Y ya sabes si soy casado o si vivo con alguna mujer?
– No, no lo sé.
– Pues no, pues no vivo con nadie. Pero no se te había ocurrido pensarlo. Y además, ya no vas a poder salir del Hospital, porque la verja está cerrada. Y cualquiera puede llamarme ahora, o pasar por este corredor y vernos… ¿Y entonces? ¿Y entonces? No, no hables. No digas nada. Es mejor que yo piense alguna cosa…
Recordó la puerta de atrás, la puerta vieja. Claro que había una portería, y un vigilante tenía la obligación de… Pero no era muy probable. Y se quitó nerviosamente la bata, pensando que se lo estaba jugando todo. Y además no sabía por qué iba a hacer aquello, no estaba seguro ni si la chica le gustaba. Creía que era muy delgada, que no le gustaba mucho. Pero fueron juntos, con mil sigilos, hasta la puerta de atrás.
– No vayas a hablar -dijo él-. Ahora, cuando salgamos del edificio y vayamos por ese camino, yo me volveré para saber si alguien está asomado en las ventanas. No pises fuerte, porque el camino está lleno de grava y ese ruido se oye desde cualquier parte…
No había nadie, en las ventanas, pero el enfermero estuvo a punto de volverse atrás, porque llovía, y se había dejado olvidado el paraguas. Pero decidió seguir, porque una tontería como aquella podía estropearlo todo. Y no estuvo completamente tranquilo hasta que salieron del todo del Hospital, e incluso hasta que se alejaron prudentemente, porque cualquiera de los grandes coches que pasaban a cada momento podía ser de algún médico. Y los faros les enfocaban antes de que cada coche les rebasara.
Luego se adentraron por la ciudad, por las calles menos oscuras que él recorría siempre. No dejaba de vigilar a cada uno de los hombres con los que se cruzaban. Ella dijo:
– Está muy cerca de aquí.
– ¿Qué es lo que está cerca? -preguntó él-. ¿Es que vamos a…?
– Mi casa, la casa donde yo vivía con él. No me echarán si pago la renta todos los meses.
– Pero él volverá alguna vez, volverá.
– No, ya no volverá. Todos me decían en aquel bar que él ya no volvería, que yo me quedaría sola del todo…
– Pero yo no puedo ir a esa casa -dijo él, pero siguió caminando-. Y además, está lo del ciego… Me parece horrible tener que haber ido con un ciego.
Siguieron andando, y cuando la lluvia arreció, empezaron a correr. Hasta que la cadera de Sabatina se resintió, y hubieron de aguantar el chaparrón a paso lento, sintiendo cómo los cabellos se les quedaban pegados a la cabeza y el agua les resbalaba por el cuello, cuerpo adentro.
– Cualquiera sabe -dijo él, cuando entraron en el portal. Era un portal espantosamente feo-. Imagínate que ahora vuelva la policía, los del B. A. S., que ahora quieran detenerte también a ti, que te acusen de complicidad o de algo parecido… Cualquiera sabe lo que pasaría entonces conmigo.
– Ya no volverán. Se lo llevaron, y era eso lo que querían. Cuidado, no pises fuerte; ya todos estarán dormidos…
– ¿Todos? ¿Todos? ¿Hay más gente?
– La casa está llena de gente. Pero el piso, no. El piso está vacío.
– Vacío… Yo no sé si puedo… Además, mañana tengo que levantarme a las seis, a las seis.
– Yo te despertaré. Puedo despertarme cuando quiera.
– No me gusta esta casa. ¿Quiénes viven en los otros pisos?
– Pero no te pares en la escalera, no te quedes quieto. Vive gente, como en todas partes.
Él se dio cuenta de que las manos le temblaban, de que seguía lleno de miedo, pero de que ahora era miedo de otra clase. Un miedo distinto, mejor miedo que el de antes. El ruido que hizo la llave en la cerradura fue muy grande, estruendoso casi, o a él se lo pareció. Y también el de los goznes, al girar la puerta. De dentro llegaba un poco de tufo, un ambiento caliente de vivienda cerrada.
"Habrá que abrir alguna ventana", pensó, de pronto.
– Anda, pasa -dijo Sabatina-. No nos vamos a quedar en la puerta toda la noche.
TREINTA Y CINCO
EL Presidente dudó durante algunos minutos, sentado en el borde de la cama, con una bata roja sobre su pijama. ¿Qué pensarían de él si…? Finalmente, se decidió. Pulsó el botón del teléfono y, cuando tuvo al otro lado a la adormilada señora Flórez, dijo escuetamente:
– Por favor, súbanme un cigarrillo.
Hubo una pausa, al otro lado. Sin duda, la señora Flórez estaba preguntándose si no se trataba de una alucinación.
– ¿Un cigarrillo? -repitió, extrañada.
– Exactamente. Y fósforos. No olvide que tampoco tengo fósforos.
La señora Flórez parecía ordenar sus ideas. Solamente eso podía justificar la nueva pausa.
– ¿Qué clase de cigarrillos, Excelencia? -preguntó luego, con voz débil.
– Oh, cualquier clase.
Colgó el aparato y consultó el reloj. Era horrible, cada noche dormía menos. Eran ya cerca de las cuatro de la madrugada. Le trajeron una cajetilla de tabaco habano y rompió el precinto sin gracia, con falta de hábito. Sin duda, la señora Flórez propagaría por toda la casa que había pedido cigarrillos, que a los casi ochenta años le había dado por fumar, a él, que jamás lo había hecho. También era seguro que achacarían a su edad la causa de la extravagancia.
Encendió el cigarrillo, sin toser. Había pensado que aquello podría tranquilizarle. Se sabía más nervioso que nunca. Empezó a preguntarse dónde estaba el origen de sus desarreglos de aquella noche. Seis veces, en una sola noche, al cuarto contiguo. Jamás había tenido peor su vejiga. Podía ser, sencillamente, por la cuestión del estudiante. Era muy probable. O tal vez se tratara de las innumerables pequeñeces que le habían sucedido en aquel día. Él sabía que las pequeñeces le afectaban de una manera desmesurada, absurda. Le obsesionaban de tal forma que necesitaba proponerse mirar los incidentes de una manera imparcial, despersonalizándose, para darles, después de transcurridos, sus dimensiones justas.
Repasó las incidencias del día, los aguijones que ahora le estorbaban más que su decisión sobre una sentencia de muerte.
A primera hora del día, al abandonar su residencia, vio que uno de los policías que la custodiaban estaba fumando. Se había detenido junto a él.
– ¿Qué hace usted?
– Estoy de guardia, Excelencia -había respondido el otro, sin tirar el cigarrillo.
– ¿Qué tiene en esa mano?
– Oh -se la había mirado-. Un cigarrillo.
– Tírelo.
Lo había tirado, pisando luego la brasa. Y el hecho de ponerse a pisar, delante de él, le había parecido otra falta de respeto.
– ¿No le han instruido sobre…? -pero se había callado. Luego, dirigiéndose al sargento, que contemplaba sin alarma la escena, había dicho-: Reemplace a este hombre.
Pero, al bajar las escalinatas, presintió que varios ojos le contemplaban, que había demasiado silencio a sus espaldas, que tal vez había incluso sonrisas.
Ya en su coche, se había arrepentido, como de costumbre. Debía haber seguido de largo, pretendiendo ignorar que el otro fumaba. Al fin y al cabo, tenía el cigarrillo medio escondido tras la palma de la mano.
Más tarde, tan pronto como se hubo sentado tras su mesa, el Subsecretario había irrumpido -aquélla era la palabra exacta-, en su despacho, con visibles muestras de inquietud.
– Todos están esperando -fue todo lo que dijo.
El Presidente le había mirado enarcando las cejas.
– Buenos días, Leonardo -dijo, con intención.
– Buenos días, Excelencia. Perdone. Los Ministros se hallan ya…
Y podía ser muy bien que le censurara, encubiertamente, su falta de puntualidad. Porque el Presidente se había retrasado, y lo sabía, y tenía ya preparada la agresividad de quien teme, en el fondo, que se le eche algo en cara.
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