José Mendiola - Muerte Por Fusilamiento
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Ahora, amanecía. La respiración de ella quizá fuera un poco fuerte, un poco arrastrada, pero apenas molestaba, no molestaba casi nada.
De pronto, Jaramillo recordó qué día era aquél.
– Jesús -dijo. Había encendido la luz y mirado la hora.
Ella había dejado de respirar fuerte.
– ¿Qué hora es? -preguntó.
– Jesús-repitió Jaramillo-. Las seis.
– Aún es temprano.
– Es que… Hoy ejecutan al estudiante.
"¿Hoy?" Le había dado miedo decir "ahora". La palabra "ahora" acercaba mucho más las cosas.
Ella bostezó.
– ¿A qué estudiante?
Jaramillo se sentó. Unos nudillos golpeaban ahora la puerta del piso.
– ¿Qué es eso? -preguntó Alicia.
– No sé. -Jaramillo se sintió repentinamente inquieto-. Alguien está llamando a la puerta…
– No abras. No es hora de…
– Tú duerme, Alicia. Yo voy a ver…
– Si no vienes pronto- y ella empezó a sacar la voz de antes, la voz llena de mimo-, no voy a poder dormir.
– Oh -pero Jaramillo ya apenas se sentía satisfecho. Realmente, tenía miedo-. Solamente quiero ver quién es… No deja de ser extraño…
Se levantó de la cama. Entraba por la ventana una luz helada, desfallecida, pero no parecía llover. Buscó su bata y se la anudó. La casa estaba fría. Al llegar a la puerta, su miedo aumentó. Fue ligeramente perceptible, al rebasar el despacho, el rebullir de los ratones. Los ratones de Jaramillo madrugaban mucho.
– ¿Quién es? -preguntó, sin decidirse a abrir la puerta.
– Por favor -dijo, al otro lado, la voz completamente desvelada de una persona-. Tengo que hablar con usted. Le ruego que abra la puerta.
TREINTA Y OCHO
Uno de los soldados del piquete dio un golpecito a Alijo Carvajo, al pasar.
– Ya verás cómo no vas a sufrir nada -sonrió, bondadosamente.
Carvajo no dijo nada.
– Lo malo -dijo el sargento al capitán-, es la niebla. Me duele horriblemente, cuando hay niebla. No puede imaginarse lo que es el reuma…
Pero el capitán le miró con odio. Él tenía catarro. El catarro era peor que todas las cosas, porque era suyo.
– El catarro es peor -dijo.
– No diga tonterías…
– Usted no se imagina lo que paso yo con los bronquios, cuando hay esta niebla…
– Pero -dijo un soldado a otro-, si no se ve… Así no podemos empezar.
– ¿No te ha tocado nunca una ejecución?
– No, nunca.
– Entonces, más vale que te calles. ¿Estorba la niebla a dos metros de distancia?
– ¿Dos metros?
– Dos, o dos y medio. ¿Crees que es difícil?
– Pues tome algo para ese catarro -dijo el sargento, fastidiado, lleno de desprecio. Jamás podía contar a su capitán sus enfermedades. El capitán le oponía siempre enfermedades propias más importantes.
– No costaba nada empezar una hora más tarde -murmuró el capitán-. A las seis, se disuelve la niebla.
– Por lo menos -dijo el sargento-, ahora no llueve. La última vez nos empapamos de lo lindo.
– Ese chico -dijo el soldado que diera el golpecito a Carvajo-, no está asustado. ¿Te das cuenta?
– Tonterías. Todos están asustados. Y también lo estamos nosotros.
– Sí, nosotros sí. Pero él no lo está.
– ¿Quién te ha dicho eso?
– Mírale.
– A mí me parece muy asustado.
– No nos mira. Mira al suelo.
– Eso es el miedo. Si no lo tuviera, nos miraría…
– Casi preferiría que tuviera miedo. Si además de ser tan joven tiene esa expresión de…
– ¿De qué es la expresión?
– No sé… Esta dichosa niebla no deja ver nada. Va a ser difícil tirar contra alguien que está mirando al suelo y que, de pronto, puede levantar la cabeza y mirarte como si no le importaras gran cosa.
– Tonterías.
– ¿Todos son voluntarios? -preguntó el capitán.
– ¿Cómo iban a ser voluntarios, hombre? -contestó el sargento, como si el otro hubiera preguntado una tontería-. Son de sorteo… ¿Cómo quiere que vengan voluntarios a esta porquería?
– Bueno, pues de sorteo. ¿Todos?
– Todos menos ése, el pequeño… Ese idiota viene siempre por los cinco pesos.
– ¿Y a qué esperamos ahora? -preguntó un soldado-. ¿Vamos a estar así toda la mañana?
– Al Padre, esperamos al Padre -le contestó otro, bostezando lleno de sueño-. Nos vamos a quedar todos helados, si el cura se retrasa…
– Mire -dijo el sargento, señalando una mancha oscura que se acercaba presurosamente por la niebla-. Allí viene.
TREINTA Y NUEVE
Le ruego que abra la puerta -repitió Martín. Oía, al otro lado, ruiditos vacilantes, pasos apagados, algún cuchicheo-. Soy el doctor Martín.
– ¿Qué desea? -preguntó una voz casi irritada-. Son las seis de la mañana.
– Lo siento, pero es urgente.
– Está bien -y se oyó un suspiro profundo, algo que seguramente correspondería a un ademán de fastidio-. Abajo, junto al portal, hay una lechería…
– ¿No me va a abrir la puerta?
– No, no. No es posible. Abajo hay una lechería donde la gente desayuna. Se abre temprano. Espéreme en una de las mesas…
Martín, sin decir palabra, descendió la escalera. La lechería estaba abierta y se llamaba "La vaca suiza". Empujó la puerta, y el sonido estridente de la campanilla que se agitó sobre su cabeza hizo bostezar a la única empleada. Era una muchacha rolliza, de vestido prieto, que se acercó con un gesto desolado de aburrimiento y sueño.
– ¿Qué desea?
– Tráigame un vaso de leche tibia.
– ¿Con cacao, o sola?
– Con cacao.
Cuando Jaramillo entró, poco después, en la lechería, Martín acababa ya su cacao con leche. Se levantó a medias, pero el otro le hizo un gesto tratando de impedírselo.
– No, no. No se mueva ahora, por favor. Me ha dicho usted que es doctor.
– Sí. ¿Quiere tomar algo?
– Un vaso de leche, por ejemplo.
– ¿Con cacao, o sola?-preguntó Martín.
– Oh, sola.
– Soy médico de la prisión -dijo Martín. Observó al otro: era menudo, inquieto como un ratoncillo. No había tenido tiempo siquiera de afeitarse-. Sé que le va a sorprender que… Me envía Alijo Carvajo.
Jaramillo se puso en guardia.
– ¿Qué Carvajo?
Martín sonrió.
– Por favor, no se alarme -dijo. Sacó el papel donde el estudiante garrapateara: "Doctor Jaramillo", y se lo mostró-. ¿Sabía que le ejecutaban esta misma mañana?
Jaramillo sostuvo inciertamente la mirada del otro.
– No, no sabía nada.
Martín miró su reloj.
– Son las seis y cuarto de la mañana -dijo-. Las seis y medía es la hora de la ejecución. Pero lo harán algo más tarde, porque el capellán se retrasará. Lo hace siempre adrede, desde que leyó la vida de Dostoiewski, porque sabe que no empezarán sin él… Pide a Dios perdón por alargar la vida del condenado y da una oportunidad al indulto, a un indulto que jamás llega.
Jaramillo no dijo nada.
– Yo no soy amigo de los credos políticos -siguió Martín-. He vivido mucho, y he visto muchos programas de resurgimiento. Todos eran brillantes. Pero luego se aplicaban, y resultaban mucho menos brillantes… Usted se preguntará por qué le cuento todo esto… Cuando el Presidente actual subió al Poder, iba precedido de un programa maravilloso: leyes de paro, créditos agrícolas, proteccionismo arancelario, industrialización, fomento de la exportación… Usted lo sabe muy bien. A casi todos nos resultaba simpático. Había sido incomprensible el golpe de Estado, era cierto, porque Salvano retuvo el Poder durante tan poco tiempo que nadie supo si era eficaz o no. Pero el Presidente actual nos convenció a todos: nos dijo que nos había librado de Salvano, que la nación había corrido un peligro espantoso, que ahora él la sacaría adelante… Todos le creímos. Hablaba bien, era simpático, resultaba agradable ver aquellos cabellos blancos alrededor de los ojos azules, en los carteles de propaganda, en los sellos de correos… Por otra parte, su entrada fue brillante: no se produjeron derramamientos de sangre. Y eso es meritorio, en estos países… Aunque, en realidad, todos nos obcecamos, y no nos dimos cuenta de que el mérito del golpe incruento no estaba en el Presidente que había subido al Poder, sino en el Presidente que lo había abandonado. Tampoco nos dimos cuenta de que Salvano odiaba la violencia, y de que el nuevo Presidente acudía a ella siempre que lo juzgaba necesario o conveniente. ¡Y cuántas veces debió juzgarlo necesario o conveniente, desde entonces…! No nos dimos cuenta de nada, en resumen.
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