– Bueno, no le gustarían las guerras, tan largas como son. Y tantas. Yo no sé cómo quieren ser reyes. A éste seguro que no le apetecía nada, en la cara se le ve.
Habían venido los otros chicos, y todos me dieron la razón en que no tenía pinta de rey.
– Parece que se va a liar un canuto ahora mismo -dijo uno.
Y a la señorita aquel comentario no le hizo gracia, y nos riñó a los que nos reímos. Era ofensivo, una falta de respeto. Al fin y al cabo era hijo del mismo padre que Isabel La Católica. La madre creo que era distinta. Hermanastros. Yo quise comprar una tarjeta del cuadro pero no las había. La de mi libro era una reproducción mala y no venía en colores.
Cuando salimos, porque ya iban a cerrar, no se había puesto todavía el sol y hacía una tarde buenísima. Nos despedimos y cada cual se fue por su cuenta. Yo me volvía a sentir incómodo dentro de mi piel, no tenía más que cinco pesetas y volver a casa me daba una pereza horrible. Así que me quedé dando vueltas por el jardincillo que hay delante del alcázar, desenterrando piedrecitas con la punta del zapato. Aquel rato mirando a Enrique el de los ojos como moscas no había calmado la inquietud que llevaba por dentro desde que me desperté por la mañana. Todo lo contrario. Es una especie de aleteo que sube desde los pulmones, pero no sale afuera, porque se encuentra con nudos en la faringe. Era temprano, entraba todavía poca luz en la casita de papel y me quedé sentado en la cama, mirando un calendario que me trajo Fuencisla cuando la bronquitis y donde había ido apuntando ella cómo me subía y me bajaba la fiebre. Traía una fotografía del acueducto y en la parte de abajo ponía: «Carnicería Ramón Alonso. Especialidad en lechal y cochinillo». Tardé en cambiar de postura; luego, sin ganas, me levanté descalzo y rodeé de un círculo rojo la fecha, 13 de mayo. «Vaya por Dios», pensé, «mal de aleteo.» Ya conozco los síntomas. Unas veces se pasa y otras no. Aquel día no hubo suerte.
Me senté en un banco, agarré un palito y me puse a hacer en la arena rayas que se cruzaban unas con otras rodeando mis zapatos. Hacía esfuerzos por imaginar el porvenir, pero sólo veía un borrón, y fui ampliando el círculo del dibujo, un puro laberinto de señales que no entendía, pero que algo querrían decir. Entornando los ojos, se veía misterioso, como un pergamino egipcio. Me preguntaba en qué estaría pensando Enrique IV cuando lo retrataron, cuántos años le quedarían de vida, qué echaría de menos. Tampoco aparenta estar seguro de nada.
Es cuando me di cuenta de que alguien me estaba mirando. Al principio de reojo. Era una chica como de quince años vestida de luto, sentada en un banco cerca del mío. Pero aguantaba poco quieta. «Otra que padece aleteo», pensé. Consultaba el reloj, se levantaba y se ponía a dar pasitos cortos, como de paloma. Hasta que se paró delante de mí. Vi sus zapatos pisando mi jeroglífico y levanté la cara.
– Oye, perdona, ¿estás esperando a Máximo? -me preguntó.
– ¿A Máximo? Yo no.
– Pues yo sí. Y me vas a hacer un favor. Si viene, le dices que yo a un chico nunca lo he esperado más de cinco minutos. Y llevo aquí veinte. Me llamo Nieves, ¿se lo dirás?
– No sé. Yo tampoco creo que me vaya a quedar mucho.
– Bueno, pues luego en casa. ¿Me harás ese favor?
– Si lo veo, sí. ¿Pero tú cómo sabes que Máximo y yo vivimos en la misma casa?
– Por mi hermano. Cuando empecé a salir con Máximo, me dijo que el pequeño de la familia iba a su colegio. Que erais amigos. ¿No te llamas Baltasar?
La miré. En el tono final de la pregunta y el frunce de los labios asomaron los genes de Isidoro.
– Sí.
– Pues eso. Y hace poco, además, te vi con Lola. A Lola también la conozco. Fuimos de la pandilla, de más pequeñas. Ahora sus amigas no me van. ¿Le vas a dar el recado a Máximo? ¿Te acuerdas bien?
– Sí, muy bien. Que de parte de Nieves, que no aguanta los plantones. ¿Es eso?
– Más o menos. Pues nada, guapo, me voy.
Pero no se fue enseguida. Yo me había levantado del banco y estaba borrando con la suela del zapato aquel dibujo tan enredoso. No quería que quedara ni rastro de él. Ella me miraba sorprendida. Se rió.
– Te pareces a Máximo cuando se enfada, le dan como repentes.
– No estoy enfadado. Al contrario.
– ¿Qué habías pintado?
– Nada, laberintos, tonterías, nudos de por dentro. Luego se te pasan, los borras y ya.
– Pues es una pena. Parecía un cuadro moderno. Salen muchos nudos en los cuadros modernos.
– Pero yo no quiero ser pintor.
– ¿Pues qué quieres ser?
Me encogí de hombros. Si pensaba en eso, me volvían los nudos y el tiempo me tiraba por la axila como si tuviera las mangas mal pegadas.
– No sé. Cosas que no existen. Por ejemplo un mago sin truco.
– Eres un rato raro -dijo ella.
Habíamos echado a andar y la plazoleta quedaba a nuestras espaldas, con el sol poniéndose sobre un campo amarillo. Tenía que haberle preguntado: «¿Te molesta que te acompañe?», o algo por el estilo, pero noté que no hacía falta. Da gusto cuando las cosas son tan simples. Pasó una cigüeña planeando bajo por encima de nuestras cabezas. Suspiré y mis aleteos de pulmón se abrieron camino por la tráquea y salieron disparados cielo arriba. De pronto pensé en las casualidades como lo más importante del mundo. Si no existieran Isidoro y Máximo, la escena de aquella chica y yo andando juntos por la calle sería el trozo de un sueño o un cuadro de los que tienen nudos.
– O sea que eres hermana de Isidoro.
– Sí, claro.
– Pues qué suerte. Yo me acuerdo mucho de él. ¿Por qué no ha vuelto a clase?
– Este curso lo pierde seguro. Pero no le importa. No le queda más remedio que arrimar el hombro en la librería. Murió mi padre, ¿sabes?, tenía mal el hígado, y mamá está algo zombi, se atiborra de pastillas para los nervios. Con ella no se puede contar para nada. Menos mal que nos ayuda el tío Luis. Hubo que despedir a un empleado, pero Isidoro vale por dos como él. Es una fiera para el trabajo y se le ocurren muchas ideas. Dice que el negocio se saca adelante como sea. A veces me da miedo que esté tan seguro, con once años.
– No tengas miedo. Máximo dice que tener miedo es lo peor. Y es verdad. De eso vienen los nudos.
Pasamos por delante del bar donde había entrado con Fuencisla unas semanas antes, o meses, sabe Dios.
Respiré hondo otra vez. Todo era presente, en esa hora estaba el núcleo de la célula. Nieves llevaba un bolso pequeño colgado del hombro. Se le columpiaba al andar, y a veces lo cambiaba de lado.
– Oye, y ¿crees que le gustaría a Isidoro que yo le fuera a ver?
– Seguro que sí. Está muy solo. No hace más que leer y estudiar contabilidad. Vivimos en la misma casa de la librería. Se entra por la puerta de al lado. Es el principal. Sabes dónde está, ¿no?
– Claro. ¿Sin avisar ni nada puedo ir?
– Cuando quieras, sí. Y si prefieres llamar antes, el teléfono viene en la guía por Librería Ariño.
– Perdona. ¿Tú vas para casa ahora?
No llegó a contestarme. A mitad de la calle en cuesta vimos venir a Máximo. Mejor dicho, lo vio ella primero. Yo sólo me di cuenta de que salía corriendo a su encuentro y me dejaba atrás. Lo alcanzó en pocas zancadas y se abrazaron mucho rato. O sea que no estaba tan enfadada como había dicho. «Bueno», pensé, «se ve que esta calle es para reñir o para hacer las paces.» Máximo llevaba un pantalón de pana y un jersey gris de cuello alto. Me cambié de acera, aflojé el paso y cuando llegué a donde estaban, los saludé con la mano, porque ella le había dicho algo y me estaban mirando con simpatía.
– O sea -dijo Máximo-, que me querías quitar la novia, ¿eh, forastero?
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