Carmen Gaite - Los parentescos

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Baltasar, un niño que atravesará varias edades a lo largo de la novela, trata de hacerse un hueco, su propio hueco en la casa familiar, allí donde conviven su madre, sus tres medio hermanos, su padre cuando aparece, la criada Fuencisla que busca con desesperación una vida propia y, en el piso de arriba adonde se llega a través de una puerta disimulada por un tapiz, los abuelos de sus hermanos. Baltasar, Baltita, guardará silencio hasta los cuatro años.

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Luego me preguntó que cómo había logrado que me temieran, así de repente. Lo pensé un poco.

– No sé. Estoy cambiando algo desde que paro goles. Debe ser cosa de las células. Me sale otra voz. Le dije a uno que confianzas se las tome cuando yo le dé pie. Es el que me puso el mote al llegar yo al colegio.

– ¿Qué mote?

– El nene. Una idiotez. Antes me daba igual. Pero le dije que si me volvía a llamar el nene le partía la cara. No se lo esperaba. Se lo dije en plan hielo y mirándolo. Había otros delante. Nadie rechistó.

– ¿Y pensabas pegarle? ¿Te creías capaz?

– Bueno, no sé. Tampoco me creía capaz de parar goles. Y ya ves, no me meten ni uno. De ahí viene todo.

– ¿Y eso? No te gustaba nada el fútbol.

– Nada. Yo tampoco lo entiendo. Pero nunca fallo. Es como si me hubiera salido de dentro otro que no soy yo y es el que me manda saltar.

Isidoro se quedó pensativo.

– Bueno, también serás tú. ¿Te gusta parar el balón?

– Sí. Mientras dura. Lo agarro como si agarrara el mundo. Es mandar mucho. Luego enseguida me olvido.

– De todas maneras, ten cuidado. También el doctor Jekyll se olvidaba enseguida de mister Hyde; pero eso fue al principio. Luego, cuando quiso caer en la cuenta, ya no podía quitárselo de encima. Era su esclavo.

– ¿Qué historia es ésa?

– Una de transformaciones. De las que tanto te gustan a ti. Pero muy terrible.

– ¿Ha pasado de verdad?

– No, la inventó un inglés. Hace un siglo o así.

– ¿Por qué no me la cuentas?

– Otro día. Hoy tengo prisa. Es para contarla despacito. Además no estoy seguro de que te la vaya a contar.

Se fue corriendo, como si se arrepintiera de haber sacado a relucir aquella novela.

Cuando trato de recordar cómo pasaban los días durante mi último año de colegio en Segovia, el tiempo se sale del mapa en forma de península con el istmo que la une a tierra a punto de romperse de puro estrecho. Y veo también una calle en cuesta por la que voy bajando sin saber hacia dónde, echando de menos a Isidoro, que ha dejado de venir por clase y me debe un cuento de dos personajes que ya no me acuerdo bien de cómo se llamaban. Estoy como sin norte. Hacerse mayor no es tan fácil. Ni parar goles ni la casita de papel son pildoras milagrosas. El secreto está en el alma, y la mía tiene lunares negros. Hace frío, anochece. Y, de pronto, la poca gente que se cruza conmigo, y que sabe Dios en lo que irá pensando, detiene el paso unos instantes y se queda mirando a la acera de enfrente, donde arman bronca un hombre y una mujer. La que más grita es ella. Manotea a lo loco. «¡Yo te mato! ¡Como sea verdad, te juro que te mato! ¡Por éstas, que son cruces!» Ha montado el índice sobre el pulgar y se los besa con escándalo, como si estallara un globo. Por los gestos se reconoce a la gente. Me escondo en un portal y asomo ansiosamente la cabeza. Ojalá me haya equivocado. Pero no. Es Fuencisla. Y su acompañante, un bulto pequeño que se escapa de ella y echa a andar a toda prisa. «¡Tú estás loca, chica! ¡Venga ya, no me hartes!» Es insignificante, tiene miedo, pero corre más. Parece el ratón y ella el gato. No el gato astuto de los cómics, sino un gato viejo y herido que maúlla repitiendo con un timbre agudo apenas reconocible el nombre de Ramón. Los tacones se le tuercen al perseguirlo, tropieza con la gente y se cae. El fugitivo acaba de meterse por una calleja y no se ha enterado. Cruzo de acera. Hay un señor que la está ayudando a levantarse del suelo.

– No son para correr estas calles, con el pavimento en tan malas condiciones. ¿Se ha hecho usted daño? -le pregunta con voz educada.

Ella sonríe agradecida, se arregla el pelo.

– No, señor, sólo el susto, tengo los huesos duros.

Y él sugiere que entren en un bar a pedir un vaso de agua. Yo les sigo. Fuencis anda con paso tambaleante, todavía no me ha visto. El bar está casi vacío y tiene la televisión encendida, dan noticias, el avance de media tarde. Ellos se han acercado al mostrador.

– Fuencis -digo, procurando que la voz no me tiemble-, mejor nos sentamos, ¿quieres?

Y me mira con ojos de extraterrestre, pero se agarra de mi mano y se deja llevar a una mesa.

– Muchas gracias, señor, yo la acompaño luego. Vive en mi casa.

Y el señor saluda y se va.

– ¿Qué va a ser? -pregunta el camarero desde la barra.

– Yo una coca-cola. ¿Tú qué quieres, Fuencis? ¿Un vaso de agua?

– No, guapo, mejor un gin-tónic.

Y cuando nos lo traen y Fuencisla da el primer sorbo y me pregunta que de dónde salgo, me doy cuenta de que tiene la misma voz que ponen los borrachos en el cine. Yo también quisiera imitar a un artista de cine, ser mayor para ayudarla. Pero la miro con tanto cariño que las palabras me salen ellas solas. Le cojo las manos por encima de la mesa. Las tiene muy frías.

– ¿Sabes lo que te digo, Fuencis? Que tu novio no me gusta. Le sacas la cabeza, no tiene media bofetada, y encima es un cobarde. No vuelvas a ir detrás de él, porque tú vales el doble. Si fuera mayor, le iría a buscar y le traería aquí para que te pidiera perdón de rodillas.

Miro el local. Se ha convertido en un escenario de película, hay un calendario con una mujer desnuda.

– ¡Qué bueno eres, Baltita, hijo! Pero él también me tiene que perdonar, no te creas, le doy mucho la lata, soy celosa como un moro. Y encima me da por beber. Lo peor es cuando bebo.

– ¡Pues no bebas más! Se acabó. Y a tu novio que le den morcilla.

– Bueno, no es del todo mi novio. Una pasión.

Cuando ya estamos en la calle, se para y me pregunta:

– ¿Verdad que no te vas a chivar?

Cruzo el índice sobre el pulgar y me lo beso.

– ¡Por éstas que son cruces!

Se ríe, pero también llora. Vamos arrimados a la pared, cuesta arriba, cogidos de la mano, como sombras. Ya se atisba la plaza.

– ¿Te encuentras mejor? -le pregunto.

– Sí, mucho mejor. Anda, vamos a entrar en la catedral a echar un padrenuestro, a ver si se me van los demonios.

XIV. BIOLOGÍA E HISTORIA

Al cabo del tiempo, he ido entendiendo que mis hermanos nunca quisieron mal a papá, que le están agradecidos, cada cual a su manera, y que piensan que para nuestra madre fue una suerte encontrarse con él. Esto no lo pillas así de repente. Hace falta ser pescador de caña, de los que se tiran mañanas enteras sin esperar que salte ningún pez del fondo de esa cinta mecánica que es el río de los días pasando.

Ellos decían Damián y yo padre, parece que no es nada, pero es. Pues bueno, ¿a qué andarse inventando más crucigramas? Pero lo que sí noté desde pequeño es que con ellos, hasta para reñirlos, era más natural que conmigo. Que yo le cohibía. Y eso me hizo comerme el coco un montón y estar a la defensiva, como en los juegos difíciles. Ha tenido que pasar del todo hasta que por fin me he acercado al redondel de luz que oscurecen los tópicos. Porque ¡anda que no crecen los tópicos alrededor de la familia! Bosque puro. Y si vives en una provincia pequeña, más todavía.

Yo veía a papá a veces por la calle, riéndose o discutiendo con amigos, tan seguro y tan bien vestido, y no se me ocurría echar a correr para darle un beso. Y en cambio Pedro y Máximo se podían tomar una caña con él en un bar o irle a consultar algo a la oficina o pedirle dinero, o criticarlo. Que Lola era la que más lo criticaba, pero también decía que era muy guapo.

Todo tiene su núcleo escondido, como las células. Y el de aquella cuestión a la que tantas vueltas le di cuando niño está en que parentesco propiamente dicho entre él y mis hermanos no lo había. Se usa la palabra «padrastro», como para los pellejos que nos crecen al borde de la uña, que te los muerdes y sale sangre. Son pegotes, igual que «cuñada» o «suegro». Te los encuentras de repente ahí a esos seres, han tomado posesión de un terreno que no era suyo, y te pueden caer bien -como Bruno a mamá- o mal -como a mí Bea-, pero las secuelas que te deja tratarlos no son iguales a las de un virus.

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