Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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– ¿Prefieres dejarles esa supremacía a tipejos como Hitler?

Hubo un silencio. El anterior orador impersonal que se parecía a Escartín, dijo con voz ronca:

– Llegado el caso, veríamos.

– Veríamos, decía el ciego.

Yo creo como Samar que esas cosas hay que verlas antes.

La noche pasó así, más o menos. Algunos dormían roncando como cerdos y Samar los miraba y los escuchaba con envidia, pensando en Amparo. En los dulces senos de mayólica de Amparo. La magia del futuro traerá cosas mejores que los senos de mayólica, aunque de momento es inconcebible que pueda haberlas. Pero el cinturón del que hablaba Samar es muy posible. Y sin alambres ni electrodos. Tal vez bastarán ondas especiales como las que ahora controlan -sin alambres- algunos aparatos a distancia.

Todo antes del año 2.000.

También lo nuestro se arreglará -digo, el problema social-antes del fin de siglo.

Entretanto no hay más remedio que hacer cosas sublimes con su lado ridículo y correr el riesgo de confundirse a veces sin saber cuando son lo uno o lo otro.

XXIII. HABLA EL ANARQUISTA DE LA MELENA BLANCA. ASALTAMOS AL ALBA SEGÚN ACUERDO DEL COMITÉ

Deshechos los comités, clausurados nuestros locales y nuestros periódicos, quedamos entregados a la libre iniciativa. La “libre iniciativa” representa una aspiración con la cual el hombre liega a alcanzar toda su dignidad soberana. Respetemos la “libre iniciativa”.

– ¿Cuál? ¿La de ser esclavos? ¿O quizá la de ser obispos?

La “libre iniciativa” permite al hombre redimirse de la esclavitud de los convencionalismos. No sé si seré comprendido al decir que aun lamentando mucho los encarcelamientos de los compañeros y la clausura de los centros contra lo cual protesto aquí con todas mis fuerzas, esos organismos no son indispensables para realizar la revolución, y ésta no será completa y verdadera hasta que la libre iniciativa individual nos lleve a cada uno a coincidir en el mismo plano de la acción revolucionaria. Ha pasado el período de los cuadros sindicales y tras su fracaso por la superioridad de las fuerzas enemigas venimos nosotros con nuestra libre iniciativa y decimos: “¿Qué estímulos nos mueven en estos instantes? Uno solo, único y sacrosanto: la libertad”. Queremos nuestra libertad y la de nuestros hermanos. Si es necesario para ello acabar con los esbirros armados que nos bloquean, vayamos a ello sin pensar en el sacrificio. Derribemos las puertas de las cárceles, venganza y oprobio de la humanidad.

Veo al compañero Samar impaciente y le ruego que tenga calma. Mi proposición concreta es la siguiente:

– Vamos a llevar la luz de la esperanza a los pechos de los camaradas encarcelados. Todo el que tenga un arma, a la plaza de la Moncloa, por distintos caminos y sin formar grupos.

No ha sido necesario convencer a los compañeros. ¡Si es lo que yo he dicho! El sentimiento de la libertad se alberga en todos los pechos. “¡Camaradas! Vamos a llevar la luz de…” Samar me interrumpe diciendo que todo lo que digamos ahora será ocioso. Nos diseminamos. Varios compañeros van en direcciones contrarias a avisar a otros. Por diferentes caminos, bajo la sombra, las calles que conducen a la plaza de la Moncloa donde está enclavada la ergástula van poblándose de individuos aislados que coincidirán luego en torno de los jardines. Yo tengo un escrúpulo y le digo a Samar:

– ¿Y si no conseguimos nada?

– Algo se consigue siempre -me responde.

Aunque me opongo a Samar muy a menudo porque la toma conmigo, reconozco que a veces tiene razón. Acaba de decir una expresión que habla de la elevación de su espíritu.

– Yo lo que quiero -le digo- es conquistar la luz de la esperanza y si es posible la de la libertad para los pobres vencidos.

– Así hablan los curas.

Eso es una impertinencia, pero Samar es así. Además, el mejor procedimiento para conquistar a los semejantes es la tolerancia. Yo no me ofendo nunca, y comprendo que si todos hicieran lo mismo…

– Así piensan los jesuítas.

Samar y su grupo me han tratado siempre mal. ¡Qué le vamos a hacer! Al ver que no contesto, que no le digo nada, Samar forma mejor concepto de mí. He aquí que si yo hubiera contestado a sus impertinencias ahora estaríamos discutiendo o hubiéramos reñido. En cambio, me gasta bromas. No hay como mi sistema. En buena paz seguimos avanzando. Las sombras son más densas en el centro de la plaza, entre los árboles del jardín. A la derecha se alzan unas barracas de feria con los toldos y las frágiles puertas cerradas. ¿Qué es eso?

– La verbena.

Se advierte que algunos compañeros toman posiciones entre los tiovivos y las tómbolas. Hay también un molino con aspas en estrella, a cuyo remate van colgados barquichuelos con cortinillas. Uno de esos molinos es más alto que los árboles y que la misma cárcel.

Ha pasado ya más de medianoche. ¡Parece mentira lo rápido que pasa el tiempo cuando se actúa! Samar quiere que recorramos el barrio, la zona de las barracas, a ver dónde y cómo están nuestros compañeros. Aunque es peligroso y no comprendo su utilidad, vamos allá… Salen rumores entre las lonas. -Camaradas… -susurro en voz baja. En la sombra les oigo responder. Debe haber un par de centenares escondidos por aquí, como las chinches en la madera. Fuera no se ve ninguno. En una barraca que lleva el título: “Al monstruo marino”, se oyen grandes resoplidos, como cuando los trenes del Metro sueltan el aire de los frenos. En la de al lado hay una sombra acurrucada en la lona. -Compañeros… Una voz desdentada contesta: -¡Mierda!

Samar se detiene, extrañado: -¿Quién eres? Es un viejo malhumorado:

– Ya podíais meteros en lo vuestro y no venir aquí a molestar. Me vais a espantar al mono. Todos vais con pistolas. La verbena, una ruina. Como no hay luz, hay que gastarse diez reales en un candil de gas y ahora venís a espantarme el mono. -Delicado es el mono. -Eso sí. Como una señorita.

Luego, Samar levanta la pistola hacia el cielo y dispara. Es la señal para comenzar. El viejo se santigua y de su regazo brinca un animalejo peludo que va atado al cinturón del amo por una cadena. El viejo anda tras el mono siguiéndolo en sus brincos, casi arrastrado por él. A veces da vueltas a su alrededor, como si bailara bajo la voluntad del animalejo. Samar y yo nos vamos hacia los jardines corriendo. Me pregunta: -Pero ¿crees que se podrá asaltar la cárcel? Le digo que sí. Llega Villacampa:

– Yo me voy -dice.

– ¿A dónde?

– Tengo ganas de dormir. Llevo tres días sin desnudarme. Me voy al campo.

Saca la pistola y vacía su cargador haciendo nueve disparos contra las sombras de la puerta de la prisión. Luego, como quien ha cumplido su misión, se guarda la pistola y se va. Samar piensa que Villacampa lo ve todo perdido y quiere salvar la piel. Quizás anda Star por medio. Lo ha dicho en voz alta mientras retrocedía y se incrustaba en la lona de una barraca. Se oyen cascos de caballos y yo me oculto por el mismo camino. Encuentro dentro al monstruo marino metido en un cajón forrado de cinc y mediado de agua. Es una especie de foca o de morsa de piel aceitosa y brillante que no puede darse la vuelta en dos palmos de agua sucia. Sale un mozo de aspecto mohíno en calzoncillos. Nos quedamos callados Samar y yo. El mozo, como nos ve a la luz de una cerilla con las pistolas en la mano calla y dice señalando el cajón:

– No hagáis daño a Felipe.

Yo veo al hermoso animal resoplar, ahogándose. No es este cajón su casa. Su casa es el mar Báltico. También habría que librar a este animal de la esclavitud y la prisión. Samar me dice:

– ¿Y a ese otro animal?

El mozo mohíno, a quien señala Samar con la pistola, dice queriendo desviarla:

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