– ¡Oh, no! Está en libertad. Pero la policía lo hace responsable de todo.
Luego le dio un papel con la dirección clandestina de Samar.
Estuvieron un rato calladas. Star la miraba y Amparo asimilaba la mirada y le devolvía un gesto interrogante. El color gris de la luz se hizo brillante, se apagó y volvió a brillar. Luego sonó lejos un trueno sordo y continuado. Era una tormenta imprevista y artificial, como de teatro. Bajo el brazo de Star, el gallo atendía a los truenos y gruñía casi imperceptiblemente. Como no sabían qué decir, Star comenzó a hablar del tiempo y dijo que se iba antes de que comenzara a llover, pero Amparo la retuvo:
– ¿Usted cree que corre peligro, digo, así, inmediato?
– ¿Quién?
– Lucas.
Star vaciló antes de contestar:
– Si lo atrapan está perdido.
Star miraba a Amparo con curiosidad, queriendo averiguar cómo era una burguesa enamorada. Hasta ahora sólo veía en ella un desasosiego interior bastante acusado y unas hebras de oro en el cabello cada vez que palpitaba la media sombra bajo los relámpagos. Star le preguntó:
– Usted es su novia, ¿verdad?
– Sí, ¿por qué?
Star se encogió de hombros y luego sujetó al gallo que se quería escapar.
– Por nada.
Amparo frunció graciosamente el entrecejo. Le pareció ver una sonrisa contenida en las comisuras de los labios de Star y de pronto, como si uno de aquellos relámpagos vaciara sus sentidos y los llenara luego de un fluido nuevo, miró la pistola niquelada y sintió ganas de matar a aquella muchacha. Pero se limitó a preguntar:
– Parece que quiere usted decirme algo y no se decide. Hable con entera franqueza.
Acertó. Star le dijo:
– Es inútil. Samar no la quiere a usted.
– ¿Qué razones tiene usted para decirlo?
Los ojos de Amparo centelleaban y los de Star estaban serenos y tranquilos como si fueran ojos de vidrio comprados en un bazar. Star insistía:
– Tengo mis razones.
– Pero ¿cuáles son? Supongo… -fue a decir con recelo.
Star la atajó:
– No suponga usted nada. La razón no puede ser más simple. Samar la odia a usted.
Amparo se clavó las uñas de una mano en el dorso de la otra. Balbuceó, afectando serenidad:
– ¿Se lo ha dicho a usted?
Star calló y Amparo quiso mirar a otro sitio y no supo adonde y quiso hablar y no supo qué decir. Lo malo de aquellas palabras era que Amparo se las había dicho ya a sí misma alguna vez. Ahora, con el silencio de Star, se encontraba las dulces dudas cerradas y resueltas. Star insistió:
– La odia a usted y usted no se lo explica porque el único daño que le ha hecho es quererlo. También yo, que no he recibido de ustedes más que ropa y comida para los compañeros, los odio a ustedes.
Amparo no la escuchaba y Star añadió:
– Sin embargo, puede usted hacerlo feliz todavía.
Amparo no se atrevió a preguntar cómo, porque temía la respuesta. Sin habérselo preguntado, Star respondió con la mirada. Es decir mirando la pistolita niquelada.
Había en las miradas de aquella muchacha a quien daba Amparo los pantalones viejos y los zapatos inservibles una armonía y una firmeza impertinentes y despegadas. En cuanto a Star seguía allí porque de pronto había olvidado las palabras que se deben decir para marcharse. Amparo la miraba y le bastaba ver sus ojos para confirmar la lejanía inaccesible de Lucas. Eran ojos herméticos, donde la luz no entraba. Era rechazada por otra luz interior más fuerte que daba un brillo extraordinario a las pupilas, y a la córnea un azul como el de las ropas puestas a secar. Le asaltó una sospecha a Amparo:
– ¿Quizá usted quiere a Lucas?
Le parecía natural, que lo quisiera. Star afirmó con la cabeza.
– ¿Usted ha de verlo a Lucas?
Afirmó Star. Antes de media hora lo habría encontrado.
– Vive usted por aquí cerca, ¿no es eso?
– Sí.
– ¿Con sus padres?
– Con mi abuela. A mi padre lo mataron en la calle el domingo pasado.
Amparo se sobresaltó, pero vio a Star tan tranquila y serena que lo olvidó pronto. Se levantó y todavía le preguntó:
– ¿Quiere usted, como otras veces, ropa vieja para los pobres?
– No son pobres -rectificó Star sin ofensa-. Bueno, lo son y no lo son.
Amparo abrió de par en par el balcón, en el momento en que un relámpago rubricaba las nubes. Se quedó extasiada, mirando el aire apelmazado y se hizo una pregunta:
– ¿Cómo será la tarde hoy?
En sus presentimientos sobre el porvenir inmediato, no había personas. Sólo masas de luz y de sonido. Ni su padre ni las muchachas, Repitió en voz alta:
– ¿Cómo será la tarde de hoy?
– Como todas -respondió Star.
– No, eso no. Como ninguna otra tarde.
Star, asombrada, se fue porque comenzaba a llover. Amparo salió de su cuarto sin querer ve; la pistola de Star que había quedado olvidada sobre el tocador. Su padre tardaría aún una hora en levantarse. Le sacó de un armario ropa interior, vio si en la cocina había fuego suficiente para que se calentara el agua del termosifón y pidió que le prepararan la plancha eléctrica. Fue y vino por los pasillos con unos recortes de periódico. La cocinera se asomó a preguntarle algo y no recordaba sino que le dijo a todo que sí. Después pensó que había dispuesto el almuerzo sin enterarse.
Iba y venía con paso seguro. Vio que nada faltaba para cuando su padre quisiera levantarse. Llenó el frasco de agua de Colonia del baño sacándola de un botellón y usando un pequeño embudo de cristal que por cierto tenía polvo. Volvió a su cuarto. No sabía por qué las cosas la recibían negando. Todo parecía decir que no. A lo lejos, el viento huracanado de las tormentas sacudía a derecha e izquierda los árboles. Hacia la Moncloa se oyeron unos disparos y cada uno iba seguido inmediatamente de un eco.
“Nun-ca, ¡nun-ca!, ¡¡¡nun-ca!!!” Los que no tenían eco eran negaciones secas y rotundas. El cielo negaba también. La penumbra mañanera de la casa negaba como un atardecer.
Se entretuvo en quitar el polvo del mármol del tocador. Para eso tuvo que coger la pistola y dejarla sobre la mesilla. Y no terminó de limpiar el mármol porque se quedó junto a la cama con el arma en la mano. Miró las paredes, el espejo, el campo que comenzaba a mojarse bajo los relámpagos. “Después -pensaba Amparo-, ¿cómo será mi cuarto, y quién se mirará en ese espejo? ¿Habrá tormentas y relámpagos? ¿Saldrá el Sol esta tarde?” Miraba también los árboles, negando bajo el viento, y pensaba: “Para setiembre se les caerán las hojas y yo no lo veré”.
Vio un retrato colgado de la pared con un cordón azul. Los relámpagos encendían el cristal y la superficie del agua del lavabo. Llovía afuera, con furia. El rumor del agua la adormeció un poco. Bajo el estruendo de la tormenta disparó. No sintió sino que la pistola daba un salto y se le escapaba de la mano. Luego una sensación de fuego junto al pecho izquierdo. Estaba sobre la cama. Miraba al techo y sin darse cuenta movía su cabeza de izquierda a derecha.
Acudieron las muchachas y corrieron a despertar al padre. Pero no estaba. Había dormido en el cuartel o quizá no se hubiera acostado en toda la noche. Cuando cogieron la pistola vieron que no tenía nada adentro. Sólo llevaba una cápsula y al disparar había despedido el casquillo. Amparo no hablaba. Cuando murió, la sangre de su corazón fue a borrar otra mancha de sangre que había en el centro de la sábana desde la noche anterior. Una mancha pequeña, de buenas nupcias burguesas. Las últimas palabras que dijo fueron muy poco expresivas:
– ¡Madre mía!
La plancha eléctrica quedó olvidada sobre la manta y dejó una huella negra en punta, como la silueta de un proyectil de artillería.
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