Ramón Sender - Siete domingos rojos

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Siete domingos rojos (1932) es una de las primeras novelas de Ramón J. Sender (1901-1982) y también una de las más vigorosas de su extensa producción. Con abundantes dosis de reportaje, con no pocos ingredientes extraídos de su propia circunstancia personal, el autor traza las líneas maestras del anarquismo español en el periodo republicano, Samar, el protagonista, recuerda al propio Sender tanto por la pasión con que se inmiscuye en las luchas sociales de su tiempo como por el afán reflexivo mediante el que pretende distanciarse del torbellino de la historia para entenderlo mejor. Conviene recordar que hasta ahora no se había reeditado la primera versión de la obra. En los años setenta, fue publicada en varias ocasiones pero siempre con importantes modificaciones con respecto al texto original, como bien pone en evidencia la presente edición crítica.

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– Llámeme usted lo que quiera, pero eche el humo a otro lado.

Luego asegura que el animal lo pasa bien, y para demostrarlo saca un pez podrido de debajo de un canasto y se le acerca:

– ¡Felipe, baila el Charleston!

Se incorpora el animal con movimientos espasmódicos en busca del pez. Luego se lo engulle. Samar ve la grupa negra y brillante del animal y comenta ensimismado:

– Parece un cura.

Fuera suenan los tiros como si la plaza se llenara de domadores de caballos que chascaran sus látigos en un extraño pugilato, Samar piensa otra vez en Villacampa y luego me dice:

– Vamonos fuera.

Luego señala el cajón con la pistola:

– Estamos en la vida como ese animal en el cajón. Para agarrar el pez tenemos que bailar y llenar los bolsillos del patrón. Se oyen entre los disparos mecánicos de las pistolas los trabucazos de los mosquetones de la guardia civil. No se ve a nadie. Ni guardias ni compañeros. Nadie sale de su escondrijo. Las sombras son muy densas y uno cree que va a durar esto toda la vida o que la vida va a durar diez minutos, que es igual. A veces pasa el mono dando brincos y arrastrando al viejo, que se santigua y gime entre las balas. El fuego aumenta. Debe haber heridos. Una barraca próxima descorre su lona apresuradamente y un hombre grita señalando a otros dos: -¡Aquí están! ¡Aquí están!

Cree que todo se debe a que en su barraca se han escondido dos de los nuestros. La barraca se llama “El desenfreno de la morisma”. Dentro hay un grupo de muñecos que representan en tamaño natural varios moros bien barbados. De pronto se ha puesto a funcionar el mecanismo, y los moros resbalan sobre unas correderas circulares y dan vueltas uno tras otro, muy serios. Samar dice que el dueño es visigodo y que la barraca es un atavismo. Pero se ve que no es posible el asalto. No hay quien salga de su refugio porque han llegado más fuerzas y la guardia del cuartel ha cerrado todas las puertas y dispara por las aspilleras. Deben estar sitiando la plaza de la Moncloa. Hay que pensar en la retirada; si no, nos matarán aquí como a ratas. La iniciativa individual ha debido llevar a la gente hacia el camino de Puerta de Hierro y por allá vamos bajando con cautela. El dueño de la morisma” se ha tumbado en tierra y sobre los moros llegan descargas cerradas.

Dejamos atrás el edificio de la cárcel punteado de ventanas y bajamos con mucho cuidado porque hay destacamentos que toman posiciones para cortarnos la retirada. Tenemos que estar más de una hora escondidos detrás de un arbusto. Arriba sigue el fuego. Deben andar a tiros entre sí, los guardias. El mono, el viejo y Felipe han debido perecer. Los puestos de botijos y alfarería habrán sufrido bajas. Se oye corretear a los caballos. Hemos visto algunos grupos de fugitivos y cuando, al amanecer, vamos a encontrarnos a la otra parte de la Moncloa, veo que estamos por lo menos quince. Samar está desencajado bajo las primeras luces. Se marcha de mal humor diciendo:

– ¿No querías llevar la luz a los compañeros presos? Ahí la tienes.

Es verdad. Pero ¿qué quería Samar? Se ve que el descontento lo lleva siempre dentro y le sale, con motivo o sin él, cuando quiere. La verdad es que, a la luz, también nosotros nos damos cuenta de que es muy difícil triunfar. En las sombras todo parece fácil, pero de día se ve que los árboles, las casas, el campo y el aire no están de nuestra parte, aunque lo parezca. Son neutrales, y para vencer la neutralidad del verde de la arboleda y del azul del cielo hace falta más fuerza.

No sé cómo ha ocurrido; uno ha dado una voz y un brinco y ha salido corriendo. Con él se han marchado casi todos. Cuando puedo darme cuenta tenemos enfrente a tres carabinas apuntándonos.

Vienen las preguntas y los cacheos. Un policía dice:

– ¿No queríais asaltar la cárcel? Habéis salido con la vuestra porque vais a asaltarla de uno en uno.

SÉPTIMO DOMINGO

XXIV. TORMENTA DE MAYO Y “ACCIDENTE EN SU DOMICILIO”

Amparo se levantó como siempre a las ocho y se metió en el baño. Puso el agua de manera que la impresión no fuera de calor, aunque con agua fría no se había podido bañar nunca. Había levantado la persiana del ventanal que daba al campo y entró la luz de la mañana color aluminio. El cielo esmerilado hacía de un azul pálido el agua de la pila sobre el esmalte blanco. Se metió en el agua y se quedó mirando el níquel brillante de los grifos, donde sus hombros y sus pechos se reflejaban. Luego lanzó su mirada por la ventana, hacia el cielo. Se encontraba sola, alejada de todos. Desde la noche anterior tenía un secreto y ese secreto la rodeaba de altas murallas que sólo le permitían ver, como ahora, cielo y nubes.

Terminó de bañarse y fuera del agua contempló su cuerpo en el espejo, con alegría. Estaba orgullosa de tanta blancura y lozanía, desde la noche anterior. ¿Ella seguía enamorada? No lo sabía ni quería pararse a pensarlo. Aquello era ya imposible. La felicidad de Samar no estaba en ella, sino lejos. El asesinato de aquel hombre bajo sus balcones le reveló abismos y distancias que nunca podrían eliminar. Era otro mundo, donde había leyes por las cuales se podía matar a un hombre o a mil y sin embargo seguir siendo buenos. Ella lo comprendía pero no se lo quería explicar. Volvía a pensar, sin quererlo, en el monstruo resbalando sobre las campánulas y las verdes trepadoras. Nunca había oído hasta entonces los disparos de las pistolas y se le antojaban pequeños juguetes diabólicos para unos seres extraordinarios que podían jugar con la muerte. Envuelta en el albornoz blanco se asomó a la ventana. Abajo todavía se veían huellas de sangre, hojas arrancadas del muro por la espalda de Fau, herida y sangrante. Aquellos hombres amigos de Lucas mataban. Lucas puede que también matara si venía a cuento. La muerte no exigía oraciones ni lágrimas ni paños negros, sino un muro y unos hombres que pensaban extrañas cosas. Allí estaba Samar metido en aquel cerco de leyes que no tenían jueces con birrete y encaje en los bocamangas, ni guardias ni códigos impresos. Ella no podría ir allí.

Nunca había pensado con tanta rapidez tantas cosas infaustas. Salió del cuarto de baño. Los pasillos tenían esa desnudez y frialdad de las primeras horas de la mañana. El comedor carecía de intimidad. Parecía un cuarto de hotel. Las muchachas eran seres lejanos y ausentes y cuando una le habló la voz le sonó como si la oyera por vez primera. No quería mirarla a los ojos. La muchacha le anunciaba que una chica preguntaba por ella. Estaba en la cocina y había subido por la escalera de servicio.

Amparo se encontró con una jovencita sentada en el canto de una silla de enea, muy peinada y planchada. Llevaba un jersey azul y un gallo rojo bajo el brazo. La invitó a seguirla a su cuarto y se sentaron frente a frente. Star tenía una serenidad sobresaltada, con los ojos muy abiertos y parados. Amparo esperaba que hablara, pero en vista de que no decía nada le preguntó:

– ¿Usted es compañera de Lucas?

Ella afirmó con la cabeza y Amparo pensó que “compañera” era mucho más que “novia”. Amparo nunca había sido su compañera. Le cogió de las manos la boina, para dejarla sobre el tocador y cayó al suelo una pistola niquelada, que iba dentro. Entonces Star sonrió y se inclinó a cogerla. Como tenerla en la mano era muy dramático, la dejó sobre la boina. Amparo pensó que siendo compañera de Samar la muchacha debía tener, naturalmente, pistola y dispararla cuando fuera preciso. Aquella niña llegaba del país lejano y misterioso donde Samar tenía sus amigos. Star habló por fin:

– Como sé que es usted su novia, he venido a ver si sabe lo que ocurre con Samar.

– ¿Es que lo han detenido? -preguntó Amparo alarmada.

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