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La noticia estaba en la sección de sucesos, pero el periodista la destacaba haciendo que el título general de la sección donde iban varias se refiriera a ella. Las letras eran muy negras y junto a la L inicial había un pequeño borrón porque los escoplos de la estereotipia no habían mordido bien. Ocupaba el título tres renglones a una columna y decía: “La hija del coronel García del Río, víctima de un accidente mortal en su domicilio”. No hizo más que leer esos renglones y echó a andar como si tuviera mucha prisa, pero en realidad vacilando al torcer cada esquina. Anduvo así desde las ocho de la noche hasta las doce. Sentía una necesidad de aislarse que no le satisfacía porque en todas partes había gente. Después ya en línea recta, amedrentado. Iba de prisa, sin conciencia de que andaba. Se encontró de pronto ante el depósito de agua de Chamberí, alto y chato como una cúpula bizantina. Notó mucho calor en los pies. La frente cubierta de sudor. Se detuvo. El aire era fresco y quieto. No había podido coordinar dos ideas ni reflexionar sobre sí mismo. Volvió a andar como un autómata. A las doce se dio cuenta de que estaba rendido y se sentó en un portal penumbroso, muy lejos del centro, en una calle de Tetuán de las Victorias, extremo de la ciudad más lejano de la casa de su novia. Sin darse cuenta había ido huyendo de ella. Encendió una cerilla y acabó de leer la noticia. Ya suponía que se trataba de un suicidio, pero de todas formas la noticia lo daba a entender. Fue la única reflexión que se hizo. Después se recostó en el umbral y apoyó la barba en la mano. Tenía que afeitarse. Debía parecer un vagabundo. Vagabundos eran los que andaban los caminos inciertos sin fe en nada, ni en su misma falta de fe. Andar bajo las estrellas o los murciélagos, cantar cuando se quiere cantar, una estúpida canción de la infancia o una hermosa canción. Beber, esperando que el agua repose en el estanque donde han bebido los graciosos asnos y las ovejas cándidas, tumbarse en las cunetas de las carreteras, desnudarse en la tormenta bajo el diluvio y huir de los campos donde hay pedazos de periódicos que traen noticias. Rodar así, sin hablar con nadie, sin ver a nadie, y en verano perseguir las tormentas, subir a lo alto de las montañas, desnudarse bajo la nube negra.
Se quedó mirando la pared de enfrente, donde había una ventana entornada y luz dentro. A través de una cortinilla se veía media lámpara de gas con su campana blanca. En España -pensó- no ha habido la civilización del gas, el período democrático y humanitarista que con el gas del alumbrado y con el globo cautivo llega a todos los países europeos. Aquí hemos saltado de golpe a la electricidad. Pero recordó que aquello era mentira. Todo lo que pensaba era mentira. Volvió a recostarse en el quicio del portal. Estaba sin sombrero y la arista de piedra recibía su cabeza con hostilidad. Sus pies se abrían delante en ángulo obtuso. De chico creía en muchas cosas. Se entusiasmaba con todo lo que le producía alguna alegría o le prometía algo para el mañana. Después tuvo una fe limitada a pocos objetivos, pero muy firme. Luego puso en el amor embriagueces y delirios. En el de Amparo recogió y acumuló todas las reservas de su espíritu que andaba ya vacilante y desperdigado. Hizo el último gran esfuerzo. Y ella liquidaba aquel milagro -para Samar era milagroso su cariño- rompiéndose el corazón de un tiro. Con ella moría todo lo que en ella había puesto él. Se puso a analizar qué era lo que de él se llevaba:
– Se lleva -concluyó con alguna firmeza- los restos de mi fe.
En ella moría su propio espíritu. Pero Samar se quedaba mortalmente vacío. Sin espíritu capaz de consagrar la fe, de transformar la fe de los sentidos en fórmulas morales y de elevar éstas a una categoría sobrehumana, no podría vivir. Miraba la pared de enfrente.
Se golpeó suavemente la cabeza contra la arista del portal. Luego, más fuerte. Después se hizo daño y sintió caer un hilillo de sangre por el pescuezo. No le importaba. “Puedo agarrar una infección de tétanos -pensó- y morir en algunas horas.” Quería estarse allí, “dejarse estar”. ¡Oh, esa sí que era la fórmula exacta! Dejarse estar. Dejarse, abandonarse y ser como una piedra más. Una piedra en la piedra.
Tenía las manos colgantes a los costados, abandonadas y laxas las piernas, manchado de sangre el rostro. Seguía sintiendo fluir la sangre en el cuello. “Nunca más”, sonaba en sus oídos estruendosamente. El “Siempre más”, que era su lema y el de la calle soleada, el de las muchedumbres sedientas, el de los aperos de trabajo y de los fusiles rebeldes, el “Siempre más” que le hacía olvidarlo todo, ahora no conseguía llegar a su corazón y vivificarlo. El corazón decía “nunca”, nun-ca, nun-ca y el “siempre más” llegaba lejano e inseguro. Estuvo media hora abandonado, inerte, sin pensar ni sentir. Oyó pasos inciertos y una voz femenina de mujer vieja que se lamentaba en monólogo y que decía a alguien -probablemente a un niño de pecho- alguna terneza. Esa mujer se acercó al mismo portal y se acomodó al otro extremo, saludando con un “buenas noches” que era como el santo y seña de la mendicidad. Samar no contestó. Tenía los ojos abiertos y miraba al vacío. El corazón latía (nunca, nun-ca, nun-ca) y sentía en el dorso de la mano el frío de la acera. Pero no podía hablar. Ni ver. Ni pensar. La mujer comenzó a chemecar, y sus lamentos le salían de unas entrañas rotas por la violencia y la impiedad. La pobre lo miró fijamente y se levantó sobresaltada: -Está muerto, ¡cielo santo!
Todavía es bueno poder pensar en morirse, ¿eh? Mientras se piensa en ello se vive todavía. El niño reía en sus brazos y perneaba, y la madre huía agitando sus faldas: -¡Dios mío, un cadáver!
Samar oía todo aquello. Era verdad lo que decía la vieja. Estaba muerto y todo su afán debía concentrarse en disimularlo hasta ver si lograba prender de nuevo en la vida. Aunque tenía abiertos los ojos hizo como si los abriera y se incorporó. Ya no salía sangre de la herida de la cabeza. La pobre mujer corría a lo lejos. Se levantó y sintió un sosiego interior nuevo. Al ver la mancha de sangre que dejaba en el portal y las que llevaba en la espalda se explicaba aquel cambio: “Se me ha descongestionado la cabeza”.
Salió a una avenida y fue bajando decidido. Todo el camino era hacia abajo. Llegó a la una y media, y antes de afrontar las luces de la barriada bastante céntrica se limpió como pudo, se aliso el cabello y enderezó la facha. El sereno lo miró con curiosidad. En su cara advirtió Samar que las noches anteriores había sido interrogado por la policía. Lo tenían sin cuidado la policía y la revolución, la cárcel y el cementerio. Subió, y al entrar en el vestíbulo y acercarse a su cuarto tuvo la sensación de que no ocurría nada. El piano negro, la cortina verde sobre el vidrio esmerilado de la puerta de su cuarto. En los ceniceros ni una sola punta de cigarro. Entró y recuperó de una ojeada las tres librerías repletas, la mesa de trabajo entre ellas, la pequeña cama. Sentóse en la esquina de la mesa y encendió un cigarrillo mirando el retrato de ella en la pared.
Comenzó a desnudarse y abrió el balcón para escuchar mejor la marcha militar de Schubert, que era la primera impresión que sus sentidos recordaban del noviazgo. La tocaba un viejo en un acordeón. Aquellas notas rasgaban las sombras de la noche y poblaban el mundo de lazos azules y de movimientos rítmicos. Apenas asomaba en su ánimo una remota congoja.
Estaba desnudo y se vestía de pijama. Antes de acostarse se calzó las zapatillas. La derecha estaba rota y asomaba por el desgarrón un dedo. Salió al pasillo y recorrió la casa para ir a la terraza donde tenía instalada una ducha. Antes se asomó a la calle y vio pasar un grupo de trasnochadores. Se duchó. Volvió a su cuarto, se acostó y durmió. A la mañana siguiente, la dueña de la pensión entró en el cuarto alarmada. Comenzó a contarle las visitas de la policía y a decirle que aunque ya sabía que era una persona decente, a ella y a sus huéspedes los molestaba mucho la presencia de los agentes. Samar se desperezó y la interrumpió:
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