Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– Si mi padre abandonó su tierra ¡cómo: voy yo a dudar en la mía!…

Llanlil la apoyó con vehemencia.

– ¡Yo soy indio, pero argentino y cristiano! -dijo-. Iré adonde me den un pedazo de tierra.

– Pues no se hable más -terminó Díaz Moreno encantado-. Tienen ya la promesa y el amigo… ¡que Lunder diga su última palabra!

– ¡Gracias, capitán! -agradeció Blanca conmovida.

6

Apenas los jinetes hubieron desembocado en el amplio corral, los peones iniciaron la demostración. Carreras, enlazadas de a pie y a caballo, empleo de las choiqueras y otras pruebas de destreza se sucedieron vertiginosamente entre los alaridos de entusiasmo o aplauso de los asistentes. En una fiesta de pujanza y colorido, los gauchos de las mesetas demostraron su perfecto dominio del caballo y el lazo. Algunos chilenos e incluso un dálmata rubio y un italiano bigotudo, también se hicieron admirar en suertes de habilidad. Por último, cuando ya Roque suplicaba por la presencia de los señores en el lugar donde los capones se asaban lentamente, Llanlil, montado en pelo, se lanzó a la carrera; clavó una larga lanza de colihüe con precisión inverosímil en los blancos fijados; galopó con el cuerpo suspendido y oculto en los costados del animal; se mantuvo de pie y en plena carrera como un atalaya viviente sobre la grupa y por último levantó a Blanca, detenida ex profeso en medio del corral, con la misma suavidad y firmeza que si se tratara de un paso de danza.

Lunder miró al padre Bernardo y dijo ensimismado, en tanto el espontáneo aplauso estallaba incontenible:

– Ya ve, padre, parece una revelación sin palabras.

– Es quizás la respuesta que su corazón no se atreve a formular -contestó éste.

– ¡Cuesta decidirse! Durante la comida le dije que quería hablarle ¿para qué? ¡Ahí está mi problema!

– ¿Y qué ha resuelto usted? -preguntó el religioso.

– Que si Blanca y Llanlil están decididos a ello, los case usted cuanto antes… -y Lunder miró a su hija, que arrebolada pero firme y espléndida de juventud, marchaba al lado de Llanlil, alto y reservado, como si el junco se cobijase en la protección majestuosa del pino.

Guillermo Lunder llamó a su hija y aun cuando sentía un nudo que lo ahogaba, le sonrió y abarcó a los dos en el mismo ademán. Ellos comprendieron y fueron a colocarse a la vera del tronco viejo que había florecido y era todavía un guía enhiesto sobrepasándolos. Llanlil, el hombre que venía del bosque en llamas, inclinó su frente ante el anciano con el mudo acatamiento debido al jefe… El relincho de un caballo cruzó el valle como un clarín y Díaz Moreno se estremeció penetrado por la misteriosa voz de la tierra, que así comulgaba con los hombres. Se había hecho el silencio y entre los árboles alguien preludiaba notas indecisas.

El padre Bernardo tocó suavemente al capitán en el codo y musitó señalándole el rostro angustiado de Lunder:

– Los padres padecen siempre un poco de la nostalgia de los árboles frondosos que ven cómo echan un día a volar los pichones que cobijaron en sus ramas, protegiéndolos del temporal y el frío, de la soledad y del miedo. Con la desnudez de sus ramas deshabitadas les crece la cálida necesidad de los nidos…

Díaz Moreno asintió con un gesto.

…De pronto las guitarras, pulsadas a la sombra propicia de la alameda, irrumpieron con vibrante euforia, en la tibieza del campo soleado. Las notas se elevaron, en el aire tranquilo de la tarde, de improviso aquietado, límpidas y sonoras como si rebotasen en las paredes interiores de una copa de plata. Y el agónico temblor de las cuerdas persistía, prolongándose en nuevas vibraciones atenuadas pero nítidas.

CAPÍTULO XXI

1

Blanca detuvo su caballo frente a la casa y, apoyándose en Llanlil al bajar, le murmuró al oído:

– ¿Vienes o prefieres ocuparte del carro?

Llanlil se la quedó mirando, brillándole en los ojos una pequeña luz burlona.

– Si entro -dijo lentamente -¿tendré que repetir de nuevo palabras mágicas?

– ¡ Pero no, salvaje!… -rió ella alegremente-. No, son palabras mágicas sino la fórmula ante el buen dios; de lo contrario nuestra unión no tendrá valor… bueno, ¿vienes o te quedas?

– Prefiero quedarme.

Ella ensayó un leve gesto de contrariedad, pero se contuvo sin acentuarlo.

– Está bien… pero ven pronto ¡eh! -y le cacheteó la cara suavemente.

“Es inútil…- iba pensando mientras penetraba en la casa-; a pesar de los esfuerzos del capitán, Llanlil no será nunca un caballero… ni yo tampoco una dama porteña”.

En verdad era absurdo concebirlos ceñidos en formulismos mundanos. En la población de Lunder el empedrado no lograría por mucho tiempo rendir la obstinación de la hierba, y los seres seguirían teniendo y desarrollando la firme voluntad de manifestarse libremente personales; en una palabra, seguirían ostentando el orgullo de sí mismos, vertebrados en el más nobilísimo espíritu de lucha.

Llanlil se acercó al viejo Roque que, con otro peón, trajinaban alrededor del alto carromato. El pesado catango patagónico, despertado de su prolongado descanso, iba de nuevo a enderezar su larga y única vara hacia las montañas, donde el indio construiría su vivienda al oeste del lago, entre un paraíso de árboles majestuosos. -¿Cómo va eso, anciano? El antiguo rastreador se rascó la cabeza. -Muchos colores… parece el sol cuando cae entre los cerros -murmuró con su musical entonación.

– Cosas de tu novia, Llanlil -gritó el peón enarbolando una pesada llave-. Pero tiene ejes y ruedas como para llegar hasta el Estrecho.

– Eso es bueno -afirmó Llanlil, examinando con atención el vehículo-. Voy a ver los caballos… -y montando de nuevo se alejó al paso. En la alameda se encontró con Lunder y Díaz Moreno. Al divisarlo, Díaz Moreno, interrumpió lo que estaba diciendo a Lunder y lo saludó con la mano en alto.

– ¡Hola, muchacho! ¿Así que está todo listo? -Sí, señor -respondió Llanlil-. Hay que salir pronto, antes que los arroyos se hinchen… Piré ya no resiste al sol.

– ¡Piré… piré! ¡Ah, ya comprendo! -exclamó Díaz Moreno.

– Pues Llanlil… saldrán pasado mañana. Ya sabes que estamos esperando al comisario que viene con tus papeles y certificará tu matrimonio ante la ley; por su parte el capitán te entregará los del campo que vas a ocupar… Juan irá contigo, lo mismo que Roque… -explicó don Guillermo, apoyando su mano sobre el hombro de Llanlil que se había apeado ante el jefe barbudo, como designaba a su futuro suegro.

– Cuántas demoras ¿eh, Llanlil? -dijo Díaz Moreno maliciosamente, sin hacer caso de la mirada reprobadora de Lunder.

– El anciano Roque dice que los casamientos antiguos eran más embrollados todavía… -respondió el reche.

– Bueno, hijo -dijo Lunder-. ¿Vamos a casa?

Volvieron despacio; la rubia barba del boer se doraba intensamente acariciada por el sol que descendía, resaltando al lado de la negra cabellera de Llanlil. Ambos tenían una expresión concentrada no exenta de melancolía.

Blanca al entrar en la casa fue a la habitación de su madre, ocupada afanosa y eficientemente en preparar montones de telas diseminadas en el suelo y sobre la cama.

Buenas tardes, moeder 1 1 -saludó su hija besándola en la mejilla.

– Buenas tardes… Espero que me ayudarás a revisar esto -añadió Frida, eludiendo la mirada interrogante de Blanca y la nostalgia punzante del vocablo.

– Voy a cambiarme y estaré contigo -dijo ella con súbito desaliento.

Blanca sufría por la actitud de su madre… “¿Por qué no quiere comprenderme?” se preguntaba angustiada Desde que, repuesta de su crisis, habíase Frida enterado del sentimiento que la impulsaba hacia Llanlil, parecía sumida en estupor y reserva inabordables. Resultó imposible para Blanca arrancarle una sola palabra de reproche o aliento. Su madre se mantenía distante, fríamente atenta, pero bajo su aspecto impasible se agitaba un remolino amargo y apasionado, que afloraba, imprevisto y desconcertante, en una frase mordaz o en una mirada cargada de interrogaciones.

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