Por primera vez, después de la tragedia ocurrida, era esperada la concurrencia de Lunder y Frida en la comida principal.
– Buenos días para todos -dijo Lunder entrando en la sala. Blanca fue hacia él para ayudarlo a sentarse mientras recibía el saludo de cada uno. Entre Frida y Blanca, pequeñas ambas, resaltaba la corpulenta figura del boer, cuyo rostro mostraba las señales del golpe recibido.
– Buenos días, señora… buenos días, señor -dijo el capitán inclinándose ante los dueños de casa-. Mucho me alegro, y como yo nos alegramos todos, de vernos en vuestra compañía.
– Gracias, capitán -respondió Lunder sentándose y haciendo un ademán de que se lo imitara-. A usted y su oportuna ayuda le debemos que aún pueda hacerlo…
– ¡No diga eso! -protestó riendo Díaz Moreno- o el comisario me va a tomar ojeriza.
– Vaya, señor capitán -dijo el comisario alegremente-, yo, usted, nuestra gente… la de ellos… ¿qué más da? Lo importante es que todo ha terminado…
– Todo no todavía… -murmuró Lunder y Blanca bajó los ojos-. Pero no hablemos más de eso… alrededor de la mesa debe reinar la alegría… En mi país se acostumbra hacer un brindis de augurio en las ocasiones especiales y yo los invito a brindar por que esta cordial asistencia vuelva a repetirse… si ello es posible -concluyó con un dejo de melancolía.
– ¡Lo será, señor, y la muerte nos volverá a reunir! -afirmó Díaz Moreno, aunque demasiado comprendía que aquel brindis encerraba un adiós definitivo.
Al promediar la comida Díaz Moreno, con su palabra fácil, había enterado a Lunder de las noticias y disposiciones oficiales que le concernían y encantado a todos con los relatos sobre el lejano y casi quimérico Buenos Aires, que algunos de ellos no habían visto jamás. Llanlil y Blanca mantenían a hurtadillas un vivo diálogo de breves frases y largas miradas y cada movimiento de ella era seguido por él con una tan concentrada y orgullosa adoración, que superaba cualquier elocuente discurso. Lunder y Frida los miraban sin exteriorizar sus reacciones, pero estaban pálidos y ensimismados.
– ¿Así que tendremos una policía estable en el Paso? -preguntaba Lunder al comisario.
– Exacto, señor -respondió el aludido-. Y por otra parte se iniciará en el lugar la formación de un pueblo. -Sírvase, don Pedro -murmuró María alcanzándole una fuente humeante.
– Gracias, muchacha… no tengo hambre -contestó Ruda-. Pero no veo que tú comas mucho.
– Yo tampoco tengo hambre, don Pedro -dijo María, dejando la fuente sobre la mesa.
– Pues sigamos así y pronto daremos con los huesos por tierra…
– ¿Acaso importaría algo? -exclamó María sordamente. Ruda la miró con una honda afectuosidad que la penetraba hasta los huesos.
– Siempre importa morirse -dijo roncamente-. Tenemos que vivir ¿comprendes?… Aunque se muera el corazón cada minuto…
– No puedo, don Pedro… no podré nunca olvidar… La sobremesa se prolongaba… El café y la infaltable ginebra alargaban la charla de los hombres y el ir y venir de las mujeres. En una pausa Lunder dijo al padre Bernardo, llevándoselo a un extremo de la sala.
– Padre, esta noche necesito hablar con usted… Tengo un serio problema y su consejo puede guiarme… Usted ya sabe de qué se trata.
– Ciertamente, don Guillermo -respondió el religioso-. Tenga fe, amigo mío… Llanlil no habrá de defraudarlo jamás.
– ¡Sí!… quizás sea como usted dice… pero, hay tantas complicaciones… tantos peligros.
– Todos debemos afrontar nuestros peligros y responsabilidades… Hasta el instante mismo en que algo que debía ocurrir ocurre, estamos solamente esperando, temiendo… pero al fin el alma vigorosa vence la tentación, el peligro, el dolor y obtiene la pequeña parte de felicidad que se merece- dijo el padre Bernardo con una serena entonación.
– ¡Ojalá sea así!… -terminó Lunder visiblemente agitado.
– Escuche usted, señor -decía Díaz Moreno, tratando de atraer la atención de Lunder.
– Sí… ¿qué ocurre?
– Pues aquí nuestro flamante comisario nos quiere abandonar e, indirectamente, me recuerda que yo también me estoy excediendo de su hospitalidad.
– ¡No diga tal cosa, señor capitán! -protestó Frida que se había detenido a escucharlo.
El comisario reclamó silencio levantando la mano.
– Pues sí, señores, debí irme antes, pero quería verlos a todos así; llenos de entusiasmo y tranquilidad. Sin embargo mi puesto está en el Paso y allá debo ir… Mañana regreso.
– Entonces no tengo otro camino que hacerlo yo también -dijo el capitán, y agregó compungido- ¡y créanme que lo lamento de verdad!
– ¡Ah no! -protestó Lunder enérgicamente-. Usted habrá de prometernos que no se irá en lo que resta de la semana.
– Sí, capitán ¡quédese! -pidió también Frida, uniéndose al pedido de su esposo.
– Yo también se lo pido -dijo entonces el comisario sonriendo.
– ¡Y yo!…
– ¡Y yo!…
– ¡Caramba! ¿Qué pasa aquí?
– Pues que no lo dejaremos ir tan fácilmente…
– Pues, en fin… no sé. ¡Bueno! Ustedes ganan. ¡Me quedo! -manifestó Díaz Moreno.
– ¡Bravo! -exclamó Lunder-. ¡Así se habla!… y ahora -agregó- creo que Blanca tiene algo que decirles…
– Se trata de una improvisada exhibición de monta… como sabemos que a usted le gustan los caballos. Cuando quieran podemos ir a los corrales; los muchachos están esperando… Así papá podrá salir con nosotros. ¿Vamos?
– ¡Ha sido una excelente idea, señorita! -exclamó el capitán Díaz Moreno, sinceramente entusiasmado.
– ¡Vamos entonces! -invitó Lunder-. ¿Vienes, Frida?
– Sí, Whilem… en seguida estaré con ustedes.
Se encaminaron hacia los corrales. En la alameda aguardaban los caballos ensillados. Todos, incluso Lunder, montaron el suyo y se encaminaron en dirección del amplio corral el que se había librado de animales y preparado convenientemente. Blanca, flanqueada por el capitán a su derecha y Llanlil a la izquierda, explicaba los detalles de la fiesta.
– Juan y Llanlil son los organizadores… -Entonces espero que Llanlil nos deleite con su reconocida habilidad -dijo el capitán mientras Llanlil asentía sonriendo y él pensaba en la perplejidad de sus distinguidos amigos y relaciones, si pudieran contemplarlo en aquel amable mano con un indio y la hija criolla de un inmigrante. Pero mucho mayor sería el escandalizado asombro si hubiera escuchado lo que decía el gallardo capitán.
– Escuche, Llanlil…
– Sí, señor capitán -dijo él, inclinándose sobre su caballo.
– Doy por cierto que usted va a casarse con la señorita. ¿No es así?
Llanlil respondió con la exacta elocuencia de la concisión.
– Es verdad… Huanguelén será mi mujer -Blanca no pudo menos que sonrojarse ante la estupenda seguridad de Llanlil y, nerviosa, tironeó involuntariamente de las riendas, haciendo caracolear a su caballo.
– ¡Magnífico! -dijo Díaz Moreno-. Entonces mejuj-frouiv… . ¿No es así como dicen, señorita, en la lengua de Rubens?
– ¡Dios me libre! -rió Blanca, divertida por la penosa pronunciación del capitán.
– …reclamo desde ahora el honor de ser el padrino de vuestra boda. Además, como ustedes tienen intenciones de poblar el valle del Lago Fontana, o Escondido, según Llanlil, tengo el mayor placer en ofrecerles el lote que elijan… Yo obtendré del Gobierno la pertinente autorización y entrega.
– ¿Usted haría eso? -preguntó Blanca, mientras Llanlil casi dejaba de respirar de excitada expectación, aguardando las palabras de Blanca.
– Con todo gusto, pues ustedes se lo merecen y además esa tierra estaría en buenas manos… para mí sería un regalo bien modesto, pues en resumidas cuentas es la patria quien la otorga a sus hijos para que la enriquezcan con su trabajo… en fin ¿qué me contestan ustedes? -dijo el capitán mirando a Blanca que, a su lado, presentaba un perfil de medalla levemente rosado. Inconscientemente se detuvo admirando la delicada belleza de la joven. Delicadeza y resolución en perfecta armonía, “Esta muchacha tiene el encanto de un poema agreste”, pensó ligeramente turbado. Ella movió los labios y dijo solamente:
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