Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Por primera vez, después de la tragedia ocurrida, era esperada la concurrencia de Lunder y Frida en la comida principal.

– Buenos días para todos -dijo Lunder entrando en la sala. Blanca fue hacia él para ayudarlo a sentarse mientras recibía el saludo de cada uno. Entre Frida y Blanca, pequeñas ambas, resaltaba la corpulenta figura del boer, cuyo rostro mostraba las señales del golpe recibido.

– Buenos días, señora… buenos días, señor -dijo el capitán inclinándose ante los dueños de casa-. Mucho me alegro, y como yo nos alegramos todos, de vernos en vuestra compañía.

– Gracias, capitán -respondió Lunder sentándose y haciendo un ademán de que se lo imitara-. A usted y su oportuna ayuda le debemos que aún pueda hacerlo…

– ¡No diga eso! -protestó riendo Díaz Moreno- o el comisario me va a tomar ojeriza.

– Vaya, señor capitán -dijo el comisario alegremente-, yo, usted, nuestra gente… la de ellos… ¿qué más da? Lo importante es que todo ha terminado…

– Todo no todavía… -murmuró Lunder y Blanca bajó los ojos-. Pero no hablemos más de eso… alrededor de la mesa debe reinar la alegría… En mi país se acostumbra hacer un brindis de augurio en las ocasiones especiales y yo los invito a brindar por que esta cordial asistencia vuelva a repetirse… si ello es posible -concluyó con un dejo de melancolía.

– ¡Lo será, señor, y la muerte nos volverá a reunir! -afirmó Díaz Moreno, aunque demasiado comprendía que aquel brindis encerraba un adiós definitivo.

Al promediar la comida Díaz Moreno, con su palabra fácil, había enterado a Lunder de las noticias y disposiciones oficiales que le concernían y encantado a todos con los relatos sobre el lejano y casi quimérico Buenos Aires, que algunos de ellos no habían visto jamás. Llanlil y Blanca mantenían a hurtadillas un vivo diálogo de breves frases y largas miradas y cada movimiento de ella era seguido por él con una tan concentrada y orgullosa adoración, que superaba cualquier elocuente discurso. Lunder y Frida los miraban sin exteriorizar sus reacciones, pero estaban pálidos y ensimismados.

– ¿Así que tendremos una policía estable en el Paso? -preguntaba Lunder al comisario.

– Exacto, señor -respondió el aludido-. Y por otra parte se iniciará en el lugar la formación de un pueblo. -Sírvase, don Pedro -murmuró María alcanzándole una fuente humeante.

– Gracias, muchacha… no tengo hambre -contestó Ruda-. Pero no veo que tú comas mucho.

– Yo tampoco tengo hambre, don Pedro -dijo María, dejando la fuente sobre la mesa.

– Pues sigamos así y pronto daremos con los huesos por tierra…

– ¿Acaso importaría algo? -exclamó María sordamente. Ruda la miró con una honda afectuosidad que la penetraba hasta los huesos.

– Siempre importa morirse -dijo roncamente-. Tenemos que vivir ¿comprendes?… Aunque se muera el corazón cada minuto…

– No puedo, don Pedro… no podré nunca olvidar… La sobremesa se prolongaba… El café y la infaltable ginebra alargaban la charla de los hombres y el ir y venir de las mujeres. En una pausa Lunder dijo al padre Bernardo, llevándoselo a un extremo de la sala.

– Padre, esta noche necesito hablar con usted… Tengo un serio problema y su consejo puede guiarme… Usted ya sabe de qué se trata.

– Ciertamente, don Guillermo -respondió el religioso-. Tenga fe, amigo mío… Llanlil no habrá de defraudarlo jamás.

– ¡Sí!… quizás sea como usted dice… pero, hay tantas complicaciones… tantos peligros.

– Todos debemos afrontar nuestros peligros y responsabilidades… Hasta el instante mismo en que algo que debía ocurrir ocurre, estamos solamente esperando, temiendo… pero al fin el alma vigorosa vence la tentación, el peligro, el dolor y obtiene la pequeña parte de felicidad que se merece- dijo el padre Bernardo con una serena entonación.

– ¡Ojalá sea así!… -terminó Lunder visiblemente agitado.

– Escuche usted, señor -decía Díaz Moreno, tratando de atraer la atención de Lunder.

– Sí… ¿qué ocurre?

– Pues aquí nuestro flamante comisario nos quiere abandonar e, indirectamente, me recuerda que yo también me estoy excediendo de su hospitalidad.

– ¡No diga tal cosa, señor capitán! -protestó Frida que se había detenido a escucharlo.

El comisario reclamó silencio levantando la mano.

– Pues sí, señores, debí irme antes, pero quería verlos a todos así; llenos de entusiasmo y tranquilidad. Sin embargo mi puesto está en el Paso y allá debo ir… Mañana regreso.

– Entonces no tengo otro camino que hacerlo yo también -dijo el capitán, y agregó compungido- ¡y créanme que lo lamento de verdad!

– ¡Ah no! -protestó Lunder enérgicamente-. Usted habrá de prometernos que no se irá en lo que resta de la semana.

– Sí, capitán ¡quédese! -pidió también Frida, uniéndose al pedido de su esposo.

– Yo también se lo pido -dijo entonces el comisario sonriendo.

– ¡Y yo!…

– ¡Y yo!…

– ¡Caramba! ¿Qué pasa aquí?

– Pues que no lo dejaremos ir tan fácilmente…

– Pues, en fin… no sé. ¡Bueno! Ustedes ganan. ¡Me quedo! -manifestó Díaz Moreno.

– ¡Bravo! -exclamó Lunder-. ¡Así se habla!… y ahora -agregó- creo que Blanca tiene algo que decirles…

– Se trata de una improvisada exhibición de monta… como sabemos que a usted le gustan los caballos. Cuando quieran podemos ir a los corrales; los muchachos están esperando… Así papá podrá salir con nosotros. ¿Vamos?

– ¡Ha sido una excelente idea, señorita! -exclamó el capitán Díaz Moreno, sinceramente entusiasmado.

– ¡Vamos entonces! -invitó Lunder-. ¿Vienes, Frida?

– Sí, Whilem… en seguida estaré con ustedes.

Se encaminaron hacia los corrales. En la alameda aguardaban los caballos ensillados. Todos, incluso Lunder, montaron el suyo y se encaminaron en dirección del amplio corral el que se había librado de animales y preparado convenientemente. Blanca, flanqueada por el capitán a su derecha y Llanlil a la izquierda, explicaba los detalles de la fiesta.

– Juan y Llanlil son los organizadores… -Entonces espero que Llanlil nos deleite con su reconocida habilidad -dijo el capitán mientras Llanlil asentía sonriendo y él pensaba en la perplejidad de sus distinguidos amigos y relaciones, si pudieran contemplarlo en aquel amable mano con un indio y la hija criolla de un inmigrante. Pero mucho mayor sería el escandalizado asombro si hubiera escuchado lo que decía el gallardo capitán.

– Escuche, Llanlil…

– Sí, señor capitán -dijo él, inclinándose sobre su caballo.

– Doy por cierto que usted va a casarse con la señorita. ¿No es así?

Llanlil respondió con la exacta elocuencia de la concisión.

– Es verdad… Huanguelén será mi mujer -Blanca no pudo menos que sonrojarse ante la estupenda seguridad de Llanlil y, nerviosa, tironeó involuntariamente de las riendas, haciendo caracolear a su caballo.

– ¡Magnífico! -dijo Díaz Moreno-. Entonces mejuj-frouiv… . ¿No es así como dicen, señorita, en la lengua de Rubens?

– ¡Dios me libre! -rió Blanca, divertida por la penosa pronunciación del capitán.

– …reclamo desde ahora el honor de ser el padrino de vuestra boda. Además, como ustedes tienen intenciones de poblar el valle del Lago Fontana, o Escondido, según Llanlil, tengo el mayor placer en ofrecerles el lote que elijan… Yo obtendré del Gobierno la pertinente autorización y entrega.

– ¿Usted haría eso? -preguntó Blanca, mientras Llanlil casi dejaba de respirar de excitada expectación, aguardando las palabras de Blanca.

– Con todo gusto, pues ustedes se lo merecen y además esa tierra estaría en buenas manos… para mí sería un regalo bien modesto, pues en resumidas cuentas es la patria quien la otorga a sus hijos para que la enriquezcan con su trabajo… en fin ¿qué me contestan ustedes? -dijo el capitán mirando a Blanca que, a su lado, presentaba un perfil de medalla levemente rosado. Inconscientemente se detuvo admirando la delicada belleza de la joven. Delicadeza y resolución en perfecta armonía, “Esta muchacha tiene el encanto de un poema agreste”, pensó ligeramente turbado. Ella movió los labios y dijo solamente:

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