Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Ella no volvió siquiera la cabeza, pero mirando al sol que se desvanecía, murmuró:

– No volverás… y tu sangre enrojecerá la flor en la montaña… ¡No vayas… no vayas!

Pero él ya no podía oírla aunque hubiese gritado más fuerte que el viento en las cavernas, pues estaba lejos… allá arriba, escalando la montaña azul en cuyo pico más alto se anillaban las nubes, ciñéndolo como ciñe la collera del cóndor a su cuello pelado. Al fin vio a la misteriosa flor suspendida en la ladera de un profundo barranco. Era más hermosa que el capullo azul del palo-piche; más todavía que el rojo corazón florecido del copihué; incomparablemente más airosa que el llao-llao, cuando trepa por el tronco de los ñires, y tenía de ellas todas las gracias sumadas a la de los geranios y adesmas que adornan los faldeos de los valles en las montañas… La pequeña flor estaba allí, suspendida en la pared del barranco en cuyo fondo corría rugiendo el torrente entre las piedras, y el Maputoqui enamorado supo que sólo aquella flor le daría la otra… la mujer hecha de sol, de nieve, el ánfora de barro convertida en mujer por Toquinche 7para él… La de las trenzas de oro y los senos duros y cálidos y de las caderas que se curvaban con la firmeza de su arco en la pelea… Entonces comenzó a descender, despacio, agarrándose a las piedras hasta hacer saltar la sangre de sus manos… Ya estaba cerca y alargó el brazo para tomar la flor que temblaba como si naciera de una entraña viva… como si la montaña fuera un gran animal viviente. Sus dedos cortaron el tallo y entonces la garganta de roca rugió… la montaña toda rugió exasperada… y el Mapu-toqui cayó al fondo llevándose el grito y la flor del ñanculahué. Al borde del torrente, el guerrero, como un peñasco roto, gimió todavía antes de morir:

– Te llevo la flor… ¡espérame! -y un trasi -lanco 8 de sangre negra le tapó los ojos. La mujer, allá abajo, abrió las manos vacías y marchó hacia el sol, y el rubio sol se la llevó consigo.

– ¡Ah, viejo pícaro!… -lo retó Blanca alegremente, deshaciendo el hechizo-. Cada día inventas una fábula nueva… pero dime: ¿termina así tan hermosa leyenda? El viejo se distrajo un momento revolviendo dentro de la olla y como si hablase embriagado de aromas vegetales, dijo:

– Los machis aseguran que toda la historia se repetirá de nuevo; pero el toqui logrará la flor de ñanculahué y la muchacha será suya, a condición de que los hombres aprendan a conocer el secreto de la montaña y su lenguaje de trueno.

– Es hermosa tu historia… muy hermosa -repitió Blanca levantándose…- y me ha gustado mucho.

El viejo se acurrucó junto al fuego y sin hacer más caso de ella la dejó partir, reanudando su monótono canturreo.

5

– Papá -dijo una mañana Blanca, mirando a su padre que permanecía al lado de Frida, en silencio y con su gesto de perpleja indecisión- ¿qué tienes, padre?…

– Nada -respondió Lunder sin mirar a su hija y Frida apretó los puños convulsivamente. Blanca ahogó un suspiro y salió. Afuera, por la alameda, cuyo renaciente verdor se alegraba acariciado por el sol, Llanlil y Ruda, en compañía del capitán Díaz Moreno y el padre Bernardo se aproximaban. Los dos últimos parecían exponer al primero algo muy importante que Llanlil y Ruda escuchaban con atención. Llanlil, que había simpatizado con aquella alma grande y altiva que era la del capitán, aceptando su discreto consejo, vestía como un poblador blanco, con lo que sólo el fulgor ardiente de sus ojos casi negros de tan azules y largo cabello lo diferenciaban.

Blanca entró de nuevo en la casa llevando en sus ojos la imagen de Llanlil. En la sala encontró a María que, de espaldas, se ocupaba en preparar la mesa para el almuerzo. Los movimientos de la muchacha eran lentos y como ausentes. Una honda fatiga parecía entorpecerla. Instintivamente Blanca la rodeó con sus brazos y le dijo:

– María… sé que no debiera hablarte de ello; es cruel, pero es también necesario para las dos… ¿Por qué saliste tras Llanlil, sabiendo el peligro que corrías?…

María apoyó sus manos sobre la mesa y cuando habló había indiferencia o un supremo dolor en su voz.

– Ya se lo dije, niña… creí que él se iba a entregar a Sandoval.

– ¡No me digas niña, María! Soy tu amiga ¿me entiendes? ¿Por qué no quieres serlo ahora?

– Siempre seré su amiga -balbuceó la muchacha. -Pero no quieres decirme la verdad y yo no quiero pensar en que…

María la miró angustiada y con los ojos agrandados. -¿En qué?… ¿En qué no quiere pensar? ¿Va usted a sospechar de un sueño? Algo pasó y ha muerto… muchacha. Aquí dentro mío algo ha muerto… ¿qué importa lo que fue antes, lo que quiso ser, tal vez, y no podía ser? ¡Sea feliz, Blanca, y no piense más!… María está muerta. ¡Tenía que suceder así para que mi corazón no sufriera más!

Blanca estrechó a María que lloraba quedamente. -¡Querida… querida hermanita valiente! ¡Siempre tendré tu ejemplo y tu tremendo sacrificio ante mi recuerdo! ¡Perdóname, María; desde hoy no habrá cabida para las sospechas en mi corazón!

En la alameda los hombres se habían detenido frente a los corrales.

– ¡Magníficos caballos! -exclamó Díaz Moreno-. Estas mañanas pasadas no he dejado de venir a contemplarlos.

– Sí, son excelentes -dijo el padre Bernardo- y prueban, mejor que cualquier argumento, la razón que tiene don Guillermo en rechazar la idea de convertirse en ovejero.

– Pues nada va a oponerse a sus deseos… ya le dije que el Ensanche ha sido declarado colonia pastoril…

– Todo el valle del Senguerr lo es… con el trabajo del hombre, ¡naturalmente! -afirmó el religioso con convicción.

– Ahora falta que nuestro bravo Llanlil obtenga de Lunder la mano de su hermosa novia y mi proyecto hará su felicidad… supongo.

– ¡Oh! Yo iría ahora mismo al lago -respondió Llanlil-. ¡Huanguelén me seguirá, lo sé!… pero el anciano toro quiere también a su hija y no puedo quitársela…

– ¡Quién sabe! -murmuró el padre Bernardo mirando hacia la casa-. Lunder no retendrá nunca a Blanca contra su voluntad, pero ¡claro!, ¡alejarse así!…

– Yo no sería feliz aquí -declaró Llanlil-. Los blancos no olvidan y yo quiero la libertad de los bosques y las montañas donde anidan los cóndores.

Regresaron todos lentamente hacia la casa saboreando la paz del campo, limpio del odio y el temor de los días pasados. El viento, en una larga tregua, parecía retenido en la punta de los álamos que se enderezaban vibrantes para recibir el sol, cada vez más cálido y brillante a medida que la primavera bajaba del septentrión. Los hombres se dirigían a sus ranchos o al galpón, donde el asado, atendido por el viejo Roque, reclamaba el agudo filo de los cuchillos. Cuando los cuatro hombres, pues por imposición de Lunder Llanlil ocupaba un lugar en la mesa familiar, penetraron en la casa, Blanca y María mostraban en la brillantez huidiza de sus ojos, las huellas que la definitiva declaración había dejado en ellos. María ocultó el rostro avergonzada y algo en el corazón de Ruda clamó por suavizar aquella angustia que estaría siempre escondida detrás de los ojos de la muchacha. Entró Juan acercándose a la mesa, con su parsimonia un poco ajena, y Díaz Moreno lo miró procurando penetrar en el pensamiento del capataz. Bien pronto había aprendido el capitán que nadie en aquellas tierras bravías era totalmente ajeno. Cada ser, y aun a veces hasta las plantas y las piedras calladas, tenían un alma secreta, un lenguaje de pasión que a semejanza de los menucos ofrecía una superficie verde, inocente, trasparente, con delicados tallos ondulando en la corriente subterránea o la árida adustez de las cortaderas amarillentas, pero también el fondo cenagoso y revuelto, la entraña viva y salvaje pronta a estallar en ávidos apetitos.

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