Pero Llanlil tampoco fue más lejos en su obra. La espiral que giraba en su cabeza pareció estallar de improviso aturdiéndolo. Se tambaleó un poco y el desvanecimiento lo precipitó en las tinieblas…
Un carancho, desprendido de las altas sierras como una hoja obscura, permaneció suspendido en el aire, sobre los vientos que azotaban las mesetas. Algunos puntos extraños lo hicieron descender planeando en amplios círculos alrededor de un centro inmóvil en la tierra. El carancho solitario descendió al fin sobre las ramas de un calafate que empezaba a verdear y desde allí contempló curiosamente las figuras de Sandoval, Llanlil, y un caballo muerto, cuya sangre se coagulaba rápidamente a causa del aire seco de la planicie… De pronto el ave volvió a batir las alas, alarmada ante el estridente grito que alanceaba el aire. Voló más lejos, sorprendida, vigilando con sus ojillos penetrantes los movimientos de los que se acercaban, mientras el grito del correntino, hiriendo el espacio como un cuchillo filoso, fue a rebotar en los cerros cercanos.
Ruda miró a Sandoval caído y el odio se remansó refugiándose en la zona amarga de su corazón generoso. Cuando los soldados lo levantaron le corría un hilo de sangre que bajándole desde la frente humedecía la incipiente barba; hasta perderse en la garganta. Respiraba fatigosamente. El soldado le metió la cantimplora de cuero entre los dientes obligándolo a tragar. Sandoval tosió y se agitó quejándose.
Entretanto Ruda procuraba en vano reanimar al maltrecho Llanlil, pues éste yacía sumido en un desmayo absoluto.
– ¡Muchacho valiente! -rezongó el español enternecido, limpiándole la sangre que cubría la cara demacrada por la fatiga y el dolor.
– Volvamos -dijo el cabo-. Nosotros también necesitamos descansar.
Regresaron con las cabalgaduras manteniendo un lento aire de paso, mientras el sol disipaba la niebla del valle y el viento les cruzaba la cara con un chirlo pertinaz.
Llanlil y Sandoval daban señales de reaccionar de su letargo y cuando llegaron frente a la casa, ambos descendieron por sus propios medios.
– ¿Así que los encontraron? -comentó el capitán que aguardaba impaciente en compañía del comisario.
– ¡Mire cómo vienen esos hombres! -exclamó el comisario admirado.
– Sí -confirmó el cabo- alcanzamos a ver cuando éste- y señaló a Llanlil que se tambaleaba sostenido por Ruda- estaba a punto de ultimar al otro, pero le faltaron las fuerzas y cayó a su lado…
Sandoval, aturdido, contemplaba al grupo sin comprender con exactitud lo que sucedía.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó por fin.
– A usted le toca contestar unas cuantas preguntas -replicó el comisario disgustado-. ¡Queda arrestado por asalto a esta casa y responsable de los sangrientos hechos ocurridos!
Pero Sandoval no terminó de escuchar las palabras del comisario. Su cerebro, súbitamente alerta, identificó los uniformes y la actitud severa de aquellos hombres fue para él más evidente que las palabras… La certeza del fracaso y la pasión frustrada le subieron en un grito de suprema rebeldía y arrogancia. Rabiosamente se desprendió del soldado que lo custodiaba.
– A mí no me ataja ningún milico… -gritó, y con un movimiento rápido arrebató el fusil de las manos del soldado.
– ¡Atrás todos! -volvió a gritar-. ¡Ninguno me va a poner la mano encima mientras viva… ninguno se va a dar ese gusto con Mateo Sandoval…! -mientras hablaba el comisario se había perfilado lentamente, llevando su mano crispada al costado donde colgaba su revólver. Sandoval retrocedía tratando de acercarse nuevamente al caballo más próximo, pero era difícil mantener tantas personas bajo el control de sus ojos… Imperceptible y sutil, la muerte lo cercaba, mientras, con el coraje nacido de su desesperación, retrocedía hacia una incierta libertad. Cuando tuvo el caballo de la brida, Díaz Moreno le habló:
– Es inútil, Sandoval… nada podrá salvarlo. ¿Adonde cree que va a llegar? -pero el otro no escuchaba nada.
– ¡ Acércate, indio de porquería!… -gritó de nuevo- Vas a servirme de escudo…
– ¡ No… no! -con un clamor de pánico, Blanca salió de la casa corriendo al encuentro de Sandoval, pero al tiempo que éste se demudaba de sorpresa, el capitán atajó a la muchacha.
– ¡Déjeme!… ¡Lo matará! -sollozó ella, forcejeando por desasirse-. ¡Llanlil… Llanlil querido!
– ¿Usted? – vociferó Sandoval enloquecido de rabia-. ¡Usted quiere a ése!
– ¡Sí! Lo quiero… ¡asesino! -gritó Blanca exaltada de amor y de angustia.
– ¡Pues te voy a dejar su cadáver, infeliz! -y Sandoval alzando su arma apuntó a Llanlil, que seguía apoyado en Ruda, semiinconsciente y aturdido. En ese momento el comisario extrajo su revólver y fríamente apuntó… La bala se clavó en el corazón de Sandoval. Estaba muerto ya cuando rodó soltando el fusil.
¡Oh, Dios mío! -sollozó Blanca, ocultando el rostro entre las manos.
El rústico comentario del soldado desarmado por Sandoval contenía un varonil homenaje: “Este sí que no era calandraca” -murmuró mientras se inclinaba sobre el muerto, recuperando su arma.
– Desde hoy en adelante -dijo el comisario con el ceño contraído- la voz de la ley será oída y acatada caiga quien caiga.
En medio del estupor general se adelantó, tocando con el pie el cadáver de Sandoval. Luego se volvió.
– Capitán -pidió con voz firme-, con su autorización voy a requerir del cabo de su pelotón me ayude en la redacción del sumario… mientras tanto usted, padre -continuó señalando al padre Bernardo-, haga llegar al dueño de la casa mi orden de que nadie la abandone… Respecto a esta gente caída por su propio extravío, la dejaré a su disposición de inmediato.
– No sé si debo felicitar o criticar su puntería -decía algo más tarde el capitán al comisario, acompañándolo en su recorrida por las dependencias de la estancia. El policía iba observando cada lugar y reconstruyendo los sucesos en base a los relatos de uno y otro de sus protagonistas.
– He andado mucho por la Patagonia, capitán -repuso el aludido-. Y le puedo asegurar que si en la ocasión mostraba la menor debilidad ya podía ir liando mi maleta y regresar con usted… en quince días sería un juguete en manos de cuanto compadre anda suelto por aquí.
– Puede que tenga razón… ¡en fin! La cosa ya está hecha.
– Sólo el orden puede garantizar estas regiones y ofrecerlas al progreso… Yo considero que se acabó el imperio de la fuerza pero ya ve… siempre hay un brote aislado de prepotencia – terminó el comisario.
– Aquí hay algo más que una situación de intereses contrarios, comisario -prosiguió el capitán pensativo- piense en esa muchacha rubia como una espiga y airosa como una pequeña dama, lanzándose enloquecida en defensa de su amante… ese indio parece ser el héroe agreste del lugar, según el testimonio de todos… y el relato que me enviara el padre Bernardo.
– No cabe duda que los dos hombres ambicionaban el mismo premio, aunque resulta singular la preferencia de ella por Llanlil… -recapacitó el comisario mientras enlazaba líneas sobre un esquema del lugar.
– ¡ Misterios del corazón… amigo! El amor tiene extraños designios… Si le confieso que yo, feliz acaparador de tíos famosos, hube de rechazar una candidata por cada tío, empeñados en casarme a toda costa, para terminar enamorándome inesperadamente ¡de la hija de un armador italiano!… Todavía tiemblan las linajudas barbas de mis tíos y los severos retratos de mis antepasados parecen amenazarme desde su problemática inmortalidad.
El comisario no pudo contener una carcajada.
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