Empero, cualquiera fuese el tema abordado, poseía Díaz Moreno la preciosa cualidad de detenerse en el momento mismo en que la digresión podía convertirse en tediosa y así su palabra, siempre fluida, resultaba para el sencillo comisario un renovado placer. Inteligente y comprensivo, sabía él también esgrimir el argumento adecuado y las pláticas, entonces, se traducían para los dos en un acercamiento espiritual sumamente útil.
A veces una ocurrencia festiva del capitán, o el relato de una anécdota pintoresca relatada por el comisario, les desgranaba la risa. Aquel porteño singular lograba, al par que la estimación de su compañero, que las horas de marcha o de descanso trascurrieran participando entre alternadas bromas y veras, tanto de lo útil como de lo meramente agradable.
Por sus ojos y las palabras del otro pasaban ora las mesetas barridas por el viento o la cellisca que parecía rechazar al hombre; ora el aire límpido en la noche constelada trayendo el pianísimo de una calandria escondida en la puada cárcel del calafate como un dulce corazón defendido por rejas vegetales; ora el tajo formidable en el llano, como una herida que sangra y florece, mostrando en un cañadón un arroyo despacioso regando la vega mullida y los arbustos tiesamente arqueados resistiendo el acoso del viento; ora el horizonte eternamente mudo y ominoso encapotándose, y el viento blanco, aluvión etéreo, alado, inocente, diabólicamente inocente, borrando el camino, escamoteando el contorno de los perros, escondiendo las estrellas y diluyendo a los hombres en su espesura blanda, leve, perversamente inocente como un juego, pero que esconde una trampa mortal.
– Estamos llegando, capitán -dijo una tarde el comisario. Díaz Moreno lo miró asombrado.
– ¡Usted bromea! -respondió observando el terreno que era la misma plataforma que venían recorriendo desde el amanecer.
– Dentro de media hora la picada comenzará a hundirse en el faldeo… abajo está el Paso.
– Qué quiere que le diga… ¡cuesta creerlo! -reconoció el capitán no muy convencido.
– ¿Sabe lo que pasa? -explicó paciente el comisario-. El cañadón tiene un ancho de mil quinientos metros y las pampas son casi iguales de los dos lados… Usted ya ha visto otros parecidos.
– Es verdad.
En efecto; a poco andar el camino fue descendiendo gradualmente. Como fatigado de la recta trazada hasta entonces, se onduló entre quebradas suaves. La vegetación mostró un verdor más lozano y en los huecos se acumulaba la nieve limpia moteando el gris de la piedra. En otros momentos los caballos hundieron sus cascos en la arena silenciando la marcha. En un recodo de la picada, el cañadón mostró las casas del Paso y los jinetes vieron el río desenrollarse perezoso. Algunos sauces alegraron los ojos fatigados de vislumbrar horizontes.
Detrás de un montecito de calafates una pareja de indios se levantó asombrada al ver a las tropas. Cerca unos caballejos peludos mordisqueaban los pastos ralos junto a algunas chivas y ovejas. Díaz Moreno llevó su mano enguantada al borde del quepis, en un saludo maquinal, y los pobres indios se lo quedaron mirando sin pestañear, tan inescrutables como las piedras del camino. Un poco más adelante el comisario se dio vuelta y alcanzó a verlos subiendo con medrosa agilidad por el faldeo, arreando chivas, ovejas y caballos.
– Esta es la gente del lugar, ¡cimarrones! -murmuró despectivo.
– No, amigo… -replicó suavemente el capitán-, así los hicimos nosotros… dígame -preguntó de pronto- ¿a usted no se le ocurrió nunca adaptarse a las costumbres de los tehuelches o de cualquier otro indígena?… No a éstos, se entiende, sino a los de antes, a los libres…
– ¡Ni en broma! -rechazó el comisario, contrayendo los labios.
– Sin embargo el blanco obligó a los indios a hacerlo y después, aceptaran o no, los relegó al rango de esclavos; y como a pesar de eso le estorbaban, o le fastidiaban como un reproche viviente, los combatió sin cuartel con fuego y con aguardiente. Pero al fin el indio aprendió… lo peor naturalmente… y entonces dijimos de ellos cosas como aquellas de… “la índole desleal y falsa de los indios”… pero a ninguno se le ocurrió nunca comprarle a los indígenas sus tierras. Las tierras que habitaban mucho antes de que los blancos tuvieran noticias de que existían siquiera. Como hombres debiéramos avergonzarnos de nosotros, de nuestro orgullo, no de ellos, por todo lo que les hicimos… Por todo lo que el hombre hace al hombre y más que nada por los detestables y ociosos argumentos con que legitimamos nuestros abusos.
– Son cosas muy antiguas, capitán -replicó el comisario.
– También la justicia es antigua y defraudada… pero estoy filosofando… y el lugar no se presta.
– Vea, allí viene alguien a nuestro encuentro -señaló el comisario, que empezaba a creer que Díaz Moreno tenía fiebre.
El que se acercaba era el capataz de Sandoval.
– Buenas tardes, amigo -le gritó el capitán cuando lo tuvo cerca. El viejo criollo se quitó el gorro diciendo:
– Buenas tardes, señor… buenas tardes a todos… ¡Esta sí que es sorpresa! Bienvenidos. Lástima que no está el patrón.
Díaz Moreno miró al comisario alarmado.
– ¿Tal vez andará por el campo? -preguntó temiendo la respuesta.
– Así es, señor… -dijo el viejo titubeando.
– Capitán Díaz Moreno -subrayó el capitán y señalando a su compañero, añadió- el señor es el comisario del Paso…
– ¿Van a poner un puesto aquí? -preguntó el viejo capataz-. ¡No se imaginan cuánta falta le está haciendo a la región!
– Efectivamente -respondió el comisario-. ¿Y para dónde salió Sandoval?
El viejo tuvo un gesto de perplejidad y contestó vagamente: -Para el lado del Ensanche, creo…
“¡Este viejo habla poco pero oculta mucho!”, pensó contrariado el capitán.
Entre las casas y las dependencias de la compañía se habían ido formando pequeños grupos de hombres y mujeres, que observaban reticentes y curiosos a la tropa que se acercaba al tranco. El valle o cañadón del Paso se iba sumergiendo en las sombras.
– Sargento -ordenó Díaz Moreno-, disponga el alojamiento de soldados y gendarmes. Forme la guardia… más un pelotón de cuatro voluntarios para seguirme con caballos frescos. La consigna para los que quedan: rancho y a dormir… nadie sale del campamento por ningún motivo, ¿entendido?
– Entendido, mi capitán -dijo el sargento y corrió gritando las órdenes.
– Mañana le daré su gente, comisario, pero hoy creo indispensable mantener unido el contingente -dijo el capitán a su compañero.
– Completamente de acuerdo… -respondió éste-. ¿Vamos a seguir, capitán?
– Creo que es lo más necesario. El viejo ese, el capataz, a lo que parece, no me inspira mucha confianza… ¡Vaya! Justamente ahí viene.
– Capitán -dijo el criollo-, le he indicado al sargento el alojamiento para su gente, ¿quieren ver ustedes el suyo?… Ustedes me dirán si tienen algún reparo. Además, capitán, quisiera hablar con usted y con el señor también.
– Usted dirá -respondió Díaz Moreno observando el rostro despreocupado del viejo-. Le confieso que llegué a sospechar vivamente de usted, compañero -confesó Díaz Moreno cuando el capataz terminó su relato.
– No me extraña, señor, y créame que sólo la dura necesidad me retiene en este nido de caranchos… ya en vi. da de Bernabé pasé momentos muy amargos…
– Ya iremos limpiándolo, capataz -dijo el comisario.
– Si usted nos guía, salimos en seguida a la población de Lunder -intervino Díaz Monerno. -Capataz…
– ¿Señor? -preguntó el aludido viendo que el capitán lo miraba sin continuar.
– Hace rato que estoy pensando dónde lo he visto a usted antes… -murmuró.
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