Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– ¡Caramba!… Me hace un honor que no merezco… Buenos días…

El soldado que montaba guardia melancólicamente apoyado en su fusil, se apartó con desgano para dejar pasar a don Manuel que se retiraba.

“¿Qué andará por venderle al capitán? -calculó el soldado-. ¿Pensará hacerlo cliente de su fonda o venderle flechitas?”

Al rato la puerta se abrió de nuevo y esta vez para dar paso al mismo capitán. El soldado se cuadró sosteniendo el fusil con los dedos ateridos.

– Voy a ver al comisionado -advirtió respondiendo al saludo-. ¡Métase adentro, muchacho!… hace un frío de todos los diablos…

– Gracias, mi capitán -dijo el guardia con una leve sonrisa agradecida, pero ya Díaz Moreno se alejaba calle abajo manchando sus lustrosas botas en el fango y luchando con el viento que le cortaba la respiración. Seis cuadras más allá la calle terminaba en el extremo del muelle de hierro que se metía valientemente en el mar. Las casitas de chapas y maderas parecía que en cualquier momento terminarían por desprenderse y planear en el agua, pero sus habitantes iban de un lado a otro chapoteando indiferentes.

Las ropas pesadas, los duros impermeables marineros, las sobrebotas de cordón y los gorros de piel conferían a todos ellos un aspecto agigantado y lerdo, como si el lecho fangoso los retuviera al andar. Mocetones robustos de gestos duros; tehuelches taciturnos y emponchados; chilenos retacones de pómulos salientes y pelo renegrido; dálmatas rubios, de mejillas rosadas y barbas sedosas; algunos argentinos, fácilmente notables por sus gestos vivaces y permanente aire de disgusto, subían y bajaban la empinada vía de barro, saludándose, bromeando o concertando encuentro en alguno de los muchos hoteles que, con la llegada de técnicos y personal de los pozos de petróleo, habían proliferado en el lugar.

3

El capitán llegó casi al extremo de la calle y se metió en una casa algo más sólida que las restantes. A su costado dejó el Chenque 1 que, como un solitario morro de greda y estratos fósiles, coronaba la melancolía de la tierra bajo el azul metalizado pero jamás inmóvil del Atlántico.

Al pie del cerro, sobre la costa, como diciendo un conmovido adiós a las tierras lejanas en cuyas riberas nacían las olas que morían en sus playas, los blancos habían prolongado la tradición del chenque indígena, plantando las primeras cruces a sus muertos, indefinidamente conservados por las sales marinas.

– ¡Qué sorpresa, mi querido capitán! -exclamó el caballero moreno y entrecano que saliera a recibir a Díaz Moreno-. En qué estado vienes, conquistador del barro… ¡Pasa, hombre!

– ¡Puff! -rezongó el capitán-. ¡Y son apenas quinientos metros! ¿Cómo te va, distinguido morocho? ¿Y la señora?

El aludido esbozó un ademán de ignorancia.

– Mira, no lo sé… Andará por la cocina… Pero, ¿supongo que no habrás venido sólo a preguntar por ella?

– No. No temas… Te traigo un lindo asunto. Pasemos a tu escritorio -y tomándolo de un brazo se lo llevó a una habitación donde la estufa inevitable levantaba su caño de hierro agujereando el techo.

– Bueno, tú dirás… -dijo el dueño de casa observando el ceño preocupado de su amigo.

– Pues, estimado Alvarez, ha llegado el momento de que me ayudes desde tu omnímodo cargo de Comisionado del Territorio en el pueblo.

– ¡Bah… bah! Paparruchas, che… Pero no me impacientes y vamos al asunto que te trae.

– Bueno, aquí tienes algo que no es paparrucha -dijo el capitán y agregó-: Dime, ¿tú tienes jurisdicción hasta la cordillera?

– Sí que has venido enigmático, mi capitán… a la verdad no estoy muy seguro… ni siquiera de dónde está la frontera.

– ¡Ignorante!

– No, hijo, sincero… -replicó el Comisionado riendo-. Pero siéntate y habla de una vez o te tiro algo a la cabeza… ¡Tona! -llamó con voz enérgica.

– ¿Señor? -preguntó una mestiza entrada en años, desde una puerta interior.

– Sírvenos un whisky y avisa a la señora que dentro de una hora… ¿te parece bien?… iré con el capitán Díaz Moreno que quiere saludarla.

– Sí, señor -respondió la mujer y desapareció en seguida. Los dos hombres esperaron aún que la vieja Tona les colocase delante unos vasos de whisky, ínterin el capitán extendía sobre el escritorio los documentos que traía.

– Hoy, hace un rato para mayor precisión… ha venido a verme un individuo, uno de esos traficantes que comercian con los pobladores y los indios de las mesetas. Venía de la Colonia, después de estar en el Paso Río Mayo y el Ensanche… ¿me sigues?

– Como si fueras el Baedeker -comentó Alvarez sonriendo-. Pero sí, te sigo atentamente. Continúa, por favor.

– Pues me ha entregado los papeles que aquí ves y que relatan, de mano de un religioso misionero, el conflicto surgido entre el administrador de la Compañía Colonizadora y un poblador boer llamado Lunder, que reside en el Ensanche… hay una muerte, algunas palizas, la amenaza latente de algo más grave… un indio legendario… et encore la femme…

– Dime -interrumpió Alvarez-, si no me equivoco el administrador de la Compañía es un tal Sandoval, ¿no es cierto?

– Así es en efecto -confirmó el capitán.

– Tengo varias quejas sobre ese caballero… que no parece serlo tanto. Pero, de todo esto… ¿Qué esperan que hagas tú?

– Sencillamente… Que me llegue hasta allí con un piquete para prevenir cualquier desgracia… y te advierto que mi informante me merece toda confianza. Es un probo varón, un religioso que conocí en Buenos Aires. ¿Crees tú que podré hacerlo?

– ¡Caray! ¡Menudo lío! -murmuró el Comisionado-. También podríamos mandar una partida volante de gendarmes…

– No creo que baste… Sandoval está rodeado de matones a sueldo. Además…

– Además… confiesa que estás loco por ir tú -dijo Alvarez apuntándole con el dedo.

– No lo niego. Me gustaría recorrer esos parajes. Sabes bien que no he venido aquí a vegetar ni a contemplar el mar sentado en una roca.

– Bueno… te queda el Chenque, o cualquier otro monte.

El capitán se encogió de hombros.

– Son muy monótonos -dijo bebiendo lentamente.

– Pues, ¡podrías hacer un agujerito aquí y otro allá!… ¡a lo mejor descubres petróleo tú también!

– Difícil, querido. Esos agujeritos como los llamas tienen nombres propios y exclusivos: Beghin, Fucks, Simón, Krause, Hermitte, Destloff… ¿Dónde diablos ubico el mío?

Alvarez se levantó, y apoyando la mano sobre los papeles que había dejado el capitán, expresó:

– Mira, viejo… volviendo a lo nuestro. La cosa no es tan fácil. Tú no dependes de mí, sino de tu comando en Rawson. Yo recibo órdenes del Gobernador y el doctor Lezama a su vez no tiene jurisdicción en el terreno militar.

Por otra parte sólo razones de suma gravedad podrían justificar una intromisión militar en una cuestión policial…en fin, un enredo mayúsculo.

– ¿Y entonces? -preguntó algo fríamente Díaz Moreno.

– No sé-. Habrá que discurrir algo distinto. Tú tienes influencias en la Capital y si te empeñas… podríamos alegar inquietud en las reducciones, conflictos por las raciones del gobierno… Tú me entiendes. Algo muy nebuloso y por lo mismo, lleno de peligros en potencia.

– Pero, ¿entretanto? -se allanó el capitán, sólo a medias convencido.

– Entretanto déjame los papeles; los estudiaré y ya veremos… Aguarda; te haré extender un recibo -y salió llevándose los documentos que redactara el padre Bernardo. A poco regresó diciendo:

– En seguida te lo entregarán… ¿Quieres pasar ahora? Mi señora debe estar esperando… Ya sabes que tienes la virtud de alterar los corazones más virtuosos.

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