Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– Mira -insistía el hombre- cuando estos bestias estén descuidados, al amanecer, pegamos el golpe y los dejamos. ¡Que se arregle Sandoval con su paloma! Tenemos que entrar en la casa… ¿Te animas?

– ¿Y por qué no? -respondió el otro excitado en su orgullo y en su concupiscencia.

– Toma… no hay como un buen trago para el frío.

– Y una buena hembra para acabar con las penas ¡salud! -terminó su compañero bastante mareado por los continuos requerimientos a la bota.

– ¡Callate, che, o te van a oír ésos!

– Bueno, pues… ¡Que aprovechen entonces!

– ¡Callate borracho, o te desnuco! -lo amenazó su cómplice alarmado, mirando al grupo que empezaba a interesarse en la conversación.

– Está bien… no es para tanto -y el hombre se envolvió en su poncho gruñendo incoherencias. Su compinche lo observó alargando el labio despectivamente.

Subía lentamente la noche y Sandoval continuaba su ronda solitaria y acechante. Ni por un momento pensó en desistir de sus propósitos; pero el rechazado ataque y la obligada pausa lo enardecían en un grado tal que temblaba violentamente. Había perdido la facultad de reflexionar y miraba la negra silueta de la casa de Lunder con tanta vehemencia que al fin sus ojos fatigados comenzaron a percibir luces inexistentes y vagas siluetas que se perdían en el aire o se enroscaban en espirales delgadas como hilos. Lentamente trascurrían las horas, y los hombres, cansados de esperar y embotados de alcohol y sueño, yacían por los rincones.

Sandoval, casi helado y durmiéndose apoyado contra las chapas del galpón no advirtió las dos sombras que se deslizaron a su lado y que, dando un largo rodeo, se arrimaron a la casa.

Avanzaron sigilosos y de ser la obscuridad menor hubieran visto el cuerpo sin vida de Pavlosky al que la helada había cubierto con una película blanquecina. Una niebla gris y húmeda subía de entre los pastos.

Anduvieron errando furtivamente por la galería temiendo ser sorprendidos, hasta que la claridad de la madrugada chocó contra la niebla. Dudaban ya de conseguir entrar cuando de pronto los sobresaltó el rumor de pasos en la galería.

– ¡Alguien sale! -murmuró uno y empujando a su cómplice, corrió a ocultarse tras el brocal del pozo. Desde allí vieron al indio desaparecer y luego, restallante, les llegó el grito de María y su inesperada aparición.

– ¡Ahí está! -gritó el barbudo saltando como un gato mostruoso, y abalanzándose sobre María, que cruzaba corriendo, le puso la manaza sobre la boca y la arrastró entre la niebla. María, aterrorizada, mordió aquella mano que la ahogaba y alcanzó a desprenderse, pero las amplias polleras se le enredaron y cayó de bruces gimiendo.

– No te vas a escapar, pichona… -rugió el hombre y la envolvió en sus brazos. El contacto del cuerpo suave de la muchacha le infundió un vigor de fiera y se lanzó con ella campo afuera, hacia la alameda, seguido de cerca por su cómplice.

María, desvanecida por el brutal abrazo, dejó de luchar y los dos hombres, jadeantes, se detuvieron entre los árboles. El deseo era ahora en ellos como un ramalazo de locura… Uno tiró de las ropas de la muchacha desgarrándolas y sus manos recorrieron los pechos firmes y desnudos… Pero ya su compinche furioso lo apartaba con violencia, rugiendo:

– Salí maula… esta mujer es mía -y con un golpe aplicado con el cabo de su revólver lo tendió en el suelo.

El frío y el contacto del pasto húmedo, hicieron que María volviera a la conciencia de su estado, intentó otra vez la huida, hipando de terror, pero ya su raptor caía sobre ella implacable, revoleándola entre las hierbas. Con el último terror se sintió destrozada por las manos ávidas y su cuerpo vibró defendiéndose. Sufría el asco y el ultraje y todo su cuerpo fue lacerado y golpeado por el miedo.

– ¡Déjeme bruto… salvaje… déjeme! -rogó inútilmente.

– Vení muchacha. Ahora vas a ver quién es más hombre… ¡Ni se imagina don Mateo! ¡Vos sos mía!… ¡Mía y de cualquiera cuando te deje!

– ¡Mamá… mamita!… -fue toda la voz que salió de la garganta de María… Después la niebla entró en su corazón… la niebla los envolvió a los dos con su monstruosa piedad ciega y la bestia creció bajo el cielo indiferente.

El hombre se levantó y anduvo; topó contra la niebla y anduvo; anduvo con el aullido de la bestia empujándose contra sus dientes; anduvo con el áspero rocío mojándole los labios resecos por la fiebre de los besos negados sobre la boca fresca y la piel… ¡La piel! ¡qué suave era la piel de la muchacha que gemía!… Anduvo hasta chocar con el otro.

Sandoval estaba delante suyo, visible entre la niebla que se aclaraba poco a poco.

– Bueno don… -tartajeó el hombre con una risa estúpida, limpiándose la boca con el dorso de la mano. -Ya cumplí la orden, patrón…

– ¿De dónde salís vos? -le gritó Sandoval-. ¿A quién corrían?

– No haga tanta bulla, patrón… ¿No quería a la muchacha?… ¡Bueno! Ahí la tiene… tiradita en el pasto… como esperándolo. Es suya, patrón. ¡Que le aproveche!

– ¡Desgraciado! -bramó Sandoval, como si masticara el insulto para escupirlo en la cara del violador. -Desgraciado!… No vas a vivir mucho para contarlo.

El hombre estaba medio inconsciente de alcohol y de lascivia, pero la voz de Sandoval lo sacudió como un latigazo.

– Pero no, patrón… ahí la tiene, eso es todo… Salió corriendo detrás de otro que escapaba… se lo aseguro… yo…

– Vos te aprovechaste de ella ¡perro!

– ¡No!… Se lo juro… ¡no patrón!… ¡No… Nooo!…

El impacto de la bala lo tiró primero hacia atrás como si lo hubiera coceado un caballo, después se le doblaron las rodillas, trastabilló, y finalmente cayó boca abajo.

Sandoval lo dejó tendido sin volverse a mirarlo. Siguió adelante.

Cuando se inclinaba sobre el cuerpo semidesnudo que se helaba entre el pasto. María balbuceó:

– Llanlil… no te vayas… me muero.

Sandoval la reconoció con asombro y se incorporó desconcertado. Por entre la alameda, detrás de los corrales, sintió el galope de un caballo que se alejaba. Como un rayo la seguridad de que Llanlil era el jinete lo hizo correr a los galpones.

– Un caballo ¡pronto!… ¡se escapa el indio!

Pero aquello se había convertido en un caos. Su gente luchaba con la de Lunder en medio de la confusión terrible y Sandoval, saltando al primer caballo que halló a mano, se metió entre los corrales persiguiendo al paisano.

3

…Y Pedro Ruda, con la desesperación en el alma volvió a la casa. Entre sus brazos llevaba la dulce carga de un cuerpo inerte, helado y liviano. Con el gesto duro y los ojos que no sabían llorar, caminó indiferente entre los que yacían caídos y los que luchaban todavía. Los negros cabellos de María se enroscaban en su cuello lastimado y, mirándolos, Ruda presintió que un dolor más negro lo acompañaría para siempre.

– ¡Muchacha tonta! -murmuraba amargamente, mientras la dejaba sobre la sencilla cama de su cuarto.

– Venga, hijo mío -le pidió el padre Bernardo-. Venga conmigo que Blanca cuidará de ella.

– ¡Oh padre!… ¿Por qué… por qué? -y Pedro Ruda, por primera vez en su vida hincó la rodilla ante un misionero de Dios. La orgullosa cabeza se humilló y lloró como una criatura.

El padre Bernardo que conocía el dolor de los hombres, su orgullo y su fragilidad, no rezó por él, sino que acarició la vieja cabeza de león abatido.

CAPÍTULO XVIII

1

El hábil conocimiento del campo y el instinto para guiarse en la obscuridad que poseía Llanlil chocaron con lo imprevisto cuando más necesarios le eran. La niebla lo envolvió tan estrechamente al salir de la casa, que inexplicablemente equivocó el camino de los corrales y tuvo que detenerse desorientado. Luego el grito de María a sus espaldas acabó de confundirlo y se detuvo titubeante. Quiso retroceder pero el recuerdo de la promesa hecha a Lunder lo afirmó en su decisión. Cargó de nuevo sobre sus hombros las mantas y la alforja y silenciosamente dio un largo rodeo, para esquivar cualquier encuentro con los hombres del Paso.

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