– Iré sí, don Pedro, pero con él. Desde hoy nada ni nadie nos separará.
– Huanguelén -cortó Llanlil-, ellos vienen por mí…
– Y por mí, Llanlil… recién lo he sabido por mi padre. Sandoval quiere castigarte a ti y llevarme con él… pero me habrá de matar primero.
– ¡Ah, huinca perro! -bramó Llanlil.
Ruda abrió los ojos exclamando:
– ¡Vayan, muchachos, vayan! Esta ha sido la sorpresa más grande de mi larga vida… pero creo que Sandoval se va a romper los dientes contra esta piedra 1 . ¡ Vayan, que nosotros vigilaremos!
– ¿Ha oído eso capataz? -dijo don Ruda cuando la pareja se fue-. ¡Había resultado listo el mozo! ¡Pero un indio novio de la muchacha!…
– ¿Y eso qué tiene? -rezongó Juan desde su rincón. Entre la sombra que lo envolvía su voz sonaba apática, algo ronca pero con un raro matiz de alegría, casi de desprecio. Por primera vez revelaba Juan que algo vivo, ardiente y cálidamente sensible dormía en él, quizás subyugado, emparedado tras un rostro duro como la propia existencia. Juan tenía un corazón dormido, pero no muerto.
– Yo también tengo algo de indio y no me vino del viento… Los blancos tomaron mujeres sin fijarse mucho en el color y no les fue tan mal; pero porque un paisano hace lo mismo ¡cuánto asombro!… -a Juan la vida le ofrecía su desquite por interpósita persona.
Ruda comentó admirado:
– ¡Vaya, hombre! Esta noche estoy aprendiendo tantas cosas que parece como si naciera de nuevo. -En su corazón hidalgo de inveterado quijote establecía una comparación entre la sucia pasión de Sandoval y la presumible devoción de Llanlil por la hija de Lunder, y comprendía avergonzado que sólo la antigua prevención contra el indígena, hecho de menosprecio e indiferencia, les restaba a éstos cualidades de afecto y nobles sentimientos. No en vano durante cuatro siglos de conquista su raza había aplastado, sometido y destrozado a aquellos hombres que, al fin y al cabo, eran los dueños de la tierra y habían, en su hora, erigido imperios de deslumbrante riqueza e inigualado poderío.
Comprendía ahora, quizás por primera y única vez, acuclillado en la sombra, con la amenaza de la muerte rondándolo, y el dolor de unos golpes que le palpitaban en la sangre como una humillación y un escarnio, que nunca se acercó a los indios que él mismo defendiera, con la verdadera comprensión ante iguales. El los había defendido por capricho tal vez… como una compensación aventurera ante la sociedad que lo superaba y a la que tenía el derecho de no acatar… ¡Derecho! Justamente ése era el bien que nadie dispensó totalmente al indio, el derecho de igual ante la justicia; el derecho a la vida y al lugar bajo el sol. Salvaje o sometido, libre o esclavo, leal o rebelde, el indio no era una persona, sino eso… un indio… el miembro anónimo de tal o cual tribu, el número de tal o cual estadística de conversión o de muerte. El, en cambio, era don Pedro Ruda y tenía papeles y nadie le preguntaba de qué clan procedía; era el ciudadano, un hombre.
La noche alimentaba su razón vorazmente. ¿Nadie pensó eso antes?… ¿Sería tal vez Llanlil el último resplandor de su sangre, centelleando sobre las mesetas? ¿Y qué era Blanca sino un retoño valiente acostumbrado a mirar sin parpadeos los crepúsculos rojos del verano y el cegador brillo engañoso de la nieve?
– ¡Oh… todo eso es demasiado para mí! -concluyó Ruda resignado, anhelando tener algo en qué ocuparse para no pensar más. Pero inconscientemente tendía toda su atención a la habitación de Lunder como queriendo adivinar el final de aquella sorprendente revelación de Blanca.
Un perro aulló lúgubre en la noche y él presintió a Juan moviéndose alarmado en la obscuridad.
– Está todo tranquilo… -murmuró avivando un poco el fulgor de la lámpara.
– ¿Qué estarán haciendo? -reflexionó Juan en voz baja.
– No lo adivino… pero no me gusta nada esta tranquilidad ¡crispa los nervios!
Blanca había llevado a Llanlil hasta el cuarto de sus padres. Allí, a la débil claridad atenuada al máximo de la lámpara de kerosene, el padre Bernardo y María procuraban aliviar el dolor de las heridas de Lunder. El desdichado poblador gemía roncamente y en el lado derecho de su cara presentaba un gran hematoma, provocado por el golpe de la carabina. Estaba recostado en la cama, al lado de su esposa que yacía en el afiebrado sopor de la crisis sufrida.
– ¿Eres tú, Blanca? -preguntó el religioso tratando de distinguirla en la penumbra- ¿Quién viene contigo?
– Llanlil, padre.
– ¿Ha vuelto Llanlil? -preguntó Lunder, articulando con dificultad, pues escasamente podía mover la quijada.
– Aquí estoy señor… -respondió el reche inclinándose sobre el patrón-. ¿Mucho lastimado?
– Sí, muchacho -dijo el padre Bernardo palmeándolo.
María, que presenciara la llegada de Blanca y el hombre, salió silenciosamente del cuarto.
– Escucha Llanlil -murmuró Lunder-. Te atreves a burlar a esa gente y llegar hasta la Colonia a pedir… ¡oh!… ¿a pedir auxilio?
– Quiero hacerlo, señor -afirmó sencillamente éste.
– Papá -intervino entonces Blanca, tomando a Llanlil de la mano -padre… ¿puedes escucharme o sufres demasiado?
– Habla, hijita… habla.
– Óyeme, papito -dijo entonces Blanca, arrodillándose al lado de su padre-. Hubiera querido decirte esto a la luz del día para que leyeras en mi cara la verdad, toda la verdad de lo que siento; pero la desgracia ha caído sobre nosotros de tal modo que no puedo esperar más… padre querido, Llanlil y yo nos queremos y suplicamos tu bendición.
¿Llanlil… Llanlil? -tartamudeó Lunder sin comprender cabalmente.
Es cierto, anciano huinca generoso… quiero a tu hija y ella me quiere a mí… al nieto de los caciques muertos… al hombre que aprendió a mirar las estrellas viéndola a ella… -dijo Llanlil con la elocuencia que le infundía su pasión.
– Todo es tan confuso… tan sorprendente… Blanca, ¿estás segura dé lo que dices?… ¿Comprendes el paso que vas a dar?
– No se fatigue, don Guillermo… -intervino el padre Bernardo-. Yo lo sabía desde hace algunos días y respondo por ellos… Descanse ahora y deje que Dios realice su obra hasta el fin… Llanlil saldrá a buscar ese auxilio y a su regreso, con el corazón limpio y la confianza puesta en el Señor, considerará lo mejor que convenga.
– Creo que… nada tenemos ya que considerar -dijo Lunder con fatiga-. Si Blanca ha de unirse a Llanlil yo habré contribuido… siempre distinguí a ese muchacho… mucho bregué en esta tierra… tu patria, Blanca, tu tierra… y tú debes saber cómo pagarle a ella… pero, ¡no olvides que del otro lado está Sandoval! -concluyó con un quejido.
– Vete ahora, Llanlil, vete con Ruda y trata de descansar -aconsejó paternalmente el religioso.
En el pasillo, Llanlil tropezó con María que regresaba trayendo una bebida caliente para Lunder.
– ¿Quieres comer? -preguntó ella. Pero él no contestó y se fue lentamente.
– ¡Indio!… -estalló la muchacha con rencor, pero después su voz se dulcificó en un sollozo. Con la espalda pegada a la pared contempló la figura que se borraba en el fondo del corredor.
– ¿Cómo sigue el patrón? -inquirió Ruda al ver entrar a Llanlil en la habitación.
– Sufre -fue la breve respuesta-. Don Pedro, enséñeme el camino a la Colonia -pidió luego.
– ¿Piensas ir allá? ¿Te lo pidió don Guillermo?
Pero otra vez Llanlil ignoró la pregunta. Sólo dijo:
– Saldré apenas aclare un poco… habrá niebla y será fácil intentarlo.
– Sí, posiblemente salir te será fácil, pero… ¿y después? -quiso saber Ruda.
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