Sandoval había dispuesto un plan que contradecía su línea de conducta tortuosa y ladina. Estaba harto de esperar y enloquecido de deseo por lograr aquella mujer que era su obsesión nocturna y su total anhelo. Decidió conseguirla a cualquier trance, a ella y al indio, para hacer con éste un escarmiento tal que jamás olvidarán los salvajes inservibles que rondaban las alambradas de sus campos.
Siete u ocho hombres partieron con él una mañana. Pavlosky iba entre ellos y aprovecharon la penumbra de la madrugada para evitar cualquier infidencia. En apretado grupo trotaron en silencio toda la mañana y al atardecer aguardaron de nuevo las sombras, revisando las armas. Cuando descendieron al valle de Lunder, las primeras indecisas estrellas brillaban entre jirones de nubes y el silencio se prendía en las puntas espinosas de radales y calafates, desgarrándose al paso sordo de los jinetes. El río que corría liberado de hielo batía las piedras con un sonido cristalino y alegre. La luna apareció un momento entre las nubes, opaca y lejana, y el valle se iluminó un instante con su luz desvaída para espesarse muy pronto en la semipenumbra.
Un perro inquieto ladró desde algún rincón de la casa y a ése lo siguió otro y otro… de improviso todo fue corridas y gritos, cuando los hombres de a caballo lanzaron sobre la casa una descarga de sus revólveres. Sandoval y dos más se echaron sobre la puerta, cerrada justo a tiempo, mientras el resto de los jinetes arremetía contra el galpón, donde brillaban luces. Algunos tiros aislados salieron del lugar, pero ya la gente del Paso irrumpía en medio de gritos destemplados, cercando a los desprevenidos peones.
– ¡Abra, Lunder! -gritó Sandoval, despechado por el inicial fracaso, golpeando la puerta cerrada con el cabo de su revólver-. ¡Abra o le prendo fuego a la casa!
– ¡Al fin diste la cara, bandido! -se oyó la voz de Ruda desde el interior.
– Deje, patrón… le metemos unos tiros de carabina por la puerta… -dijo uno de los asaltantes.
– ¡No, todavía no! -lo atajó el administrador desconcertado. No quería correr el riesgo de herir a la muchacha ahora que estaba a pocos pasos de ella.
– ¡Abra le digo! -repitió, y como no obtuviera respuesta, apuntó con su revólver a la cerradura haciendo fuego. Cerradura y pedazos de madera saltaron hechos trizas, pero cuando los tres hombres se abalanzaron, la puerta no cedió.
– ¡C…ajo! ¡Le han cruzado una barra!
– ¡Peguémosle fuego y saldrán mansitos!
– Por última vez, Lunder… ¡abra o será peor para todos ustedes! -gritó enfurecido Sandoval, blasfemando como un endemoniado.
Aprovechando las sombras crecientes, algunos indígenas que trabajaban en la casa corrían velozmente ganando el valle. Los paisanos tenían candentes referencias de la ferocidad de los blancos cuando chocaban entre ellos y procuraban poner la mayor distancia posible, confiando en no recibir alguna bala perdida.
Por fin la puerta de la casa fue abierta y el rectángulo de luz cayó sobre los tres hombres que aguardaban con las carabinas al brazo. Sandoval parpadeó un momento enceguecido y penetró en la habitación sin bajar el arma. En el centro de la sala-cocina, rodeando a Lunder que forcejeaba por levantarse de su asiento, estaban el padre Bernardo, Ruda y María. Ruda intentó adelantarse al encuentro de Sandoval, pero el padre Bernardo lo contuvo. La locura brillaba en los ojos de Sandoval, confiriendo a su rostro desencajado y amarillento de rabia un aspecto tétrico. Con el antebrazo que se curvaba sobre la carabina apartó brutalmente al religioso haciéndolo trastabillar.
– ¡Bestia! -bramó Ruda, pálido de indignación. María contemplaba al administrador con los ojos agrandados por el espanto.
– ¿Qué quiere, desgraciado? -preguntó Lunder tan vivamente conmovido que la ultima palabra la tartajeó en una mezcla de español y flamenco.
– ¡Gringo compadrito! -gruñó Sandoval, acercando su cara hasta pegarla casi a la de don Guillermo-. Ahórrese preguntas… desde ahora te voy a hacer marcar el paso… ¡Vigilen al gallego! -ordenó a sus hombres.
– Descuide, patrón… En cuanto se mueva, che, le aplasto la jeta, ¿estamos?…
– Pero, hijo, por Dios, ¡serénate! -balbuceó el pobre misionero, fortalecido con una vertiginosa plegaria.
– ¡Métase en un rincón y récele al diablo si quiere!… -gritó el secuaz de Sandoval.
El administrador apuntó con su arma al vientre de Lunder, preguntándole:
– ¡Pronto! ¿Dónde está su hija? ¡Llámela!…
Lunder quería obligar a su cerebro a pensar, pero le parecía estar sumido en un vértigo. ¡Después de tantas y tantas noches de secreta aprensión, de íntima congoja, el inaudito ataque se había producido!… Inútiles resultaron las precauciones tomadas ante la espantosa rapidez de los sucesos. Diez minutos antes todavía Frida y Blanca lo rodeaban solícitas, en tanto Ruda, siempre zumbón, rondaba a María, efusiva y enigmática, bajo aquella sombra de tímida reserva, estallando a veces con relámpagos de criolla picardía en la réplica candente como una marca de fuego… Todavía diez minutos antes el padre Bernardo charlaba con su voz suave, de los progresos que sus hermanos realizaban llevando la fe a los pobladores aislados por leguas de soledad y vientos… Aun él mismo hablaba con confianza del regreso de Juan y Llanlil, con la piel de león prometida a su hija… Sí, diez minutos antes el ambiente reposaba de serenidad campesina y amena, mientras la casa parecía el centro del silencio nocturno cayendo despacioso por el valle… Cuántas cosas amables ocurrían un momento atrás, ahora lejano como agua de torrente desaparecida. Parecía de pronto como si los disparos hubieran quebrado un cristal excesivamente delicado y tenue, tras el cual la tremenda realidad mostrase su hocico babeante. Allí estaba la bestia… el deseo, prendiendo luces rojas de odio en los ojos de aquellos hombres, despavoridos ante su propia fealdad; allí estaba Sandoval, descompuesto, obsesionado y vacilante como un borracho, cuyo cerebro no albergaba más que un pensamiento ¡sangre y venganza! y en su corazón sólo un nombre transformado en bandera de pasión: ¡Blanca!… Blanca, mancillada ya por su negro pensamiento. Blanca, muchacha de las pampas, deseable y altiva…
Lunder tenía experiencia de ajenos y similares extravíos de los sentidos largamente aprisionados en una red de obscuras lucubraciones… Ocurría en ocasiones que un hombre cualquiera, un peón blanco o indio, o un poblador reflexivo y dueño de sus actos, de improviso, tras una copa o una palabra provocante, lacerada sus carnes por tiempos de angustia, gritaba su pasión y, embravecido como un toro en celo, iba atropellando y matando al impulso de sus reflejos sangrientos, hasta llegar como una fiera al fin de su deseo o a la muerte.
– ¡Llámela, no me obligue a matarlo como a un perro! -estaba rugiéndole Sandoval, en tanto le oprimía la boca de la carabina contra el vientre. Lunder parecía atontado y sus labios temblaban levemente.
– ¡Déjelo, Sandoval! ¡En nombre de Dios, déjelo!… -suplicó el padre Bernardo juntando las manos en patética súplica y avanzando un paso.
– ¡Apártese curita, o me pierdo! -gritó Sandoval iracundo. Ante su gesto el padre Bernardo se detuvo indeciso y desolado.
– Sandoval, escúcheme… hace un momento Blanca estaba aquí -dijo Lunder rogando que su hija hubiese atinado a algo, pues efectivamente, al producirse los primeros disparos, había arrastrado a su madre, presa de una intensa crisis nerviosa, a sus habitaciones, pero… ¿acaso sabía ella que era el objeto principal de aquel atraco?
– ¿Dónde está ahora? ¡Hable, Lunder, o le parto el cráneo! -amenazaba el otro.
– No sé… se lo aseguro… ¡Cálmese y escuche!
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