Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– El tiempo justo para cambiar los caballos -respondió Juan haciendo ademán de apearse.

– Bueno, nosotros los acompañaremos -dijo el que había hablado y se dispuso a ayudarlos.

Pero enlazar caballos sueltos y medio chucaros en campo abierto no es tarea fácil, y estaban bastante molidos cuando consiguieron hacerse de nueva caballada. Mientras los peones que habían quedado en el puesto les colocaban los recados, el resto se dispuso a dar cuenta del asado de capón que se doraba frente al fuego. Una hora después los improvisados cazadores emprendían la marcha rumbo a la cortada que señalara el peón, procurando aprovechar el resto de luz que todavía hería los pastos. En parejas flanqueadas de perros hábiles en seguir rastros, se fueron abriendo en abanico por el valle, teniendo como centro la cortada de la sierra, que se mostraba a lo lejos como un obscuro tajo en el faldeo.

Su vista le trajo a Llanlil el recuerdo de la hendidura que escalara en persecución de sus asaltantes en las montañas y su ulterior encuentro con el puma hembra. No le extrañó esta circunstancia, pues desde mucho tiempo atrás los grandes felinos, implacablemente perseguidos, buscaban para refugiarse los lugares más difíciles para el acceso de su eterno enemigo: el hombre; aunque la audacia de los cazadores iba a buscarlo al fondo de las cuevas más ocultas e inaccesibles. Estaban ya olvidadas las épocas en que los leones patagónicos se deslizaban entre los pastizales de los valles o los arbustos de las pampas, acechando pacientemente el descuido de un guanaco o de un chulengo, para saltarle encima e hincarle los agudos colmillos en la garganta. Estas y otras reflexiones se hacía Llanlil, mientras trataba de establecer algún indicio del puma. El indio Naneuche, una mezcla bastante indefinida de tehuelche y araucano, era su campanero de caza. Al anochecer las tres parejas se encontraron al borde de la cortada, pero ninguna de ellas traía la menor noticia del felino.

– ¡Malditos perros…! -protestó Juan apartando algunos a rebencazos-. Puro bochinche y no huelen ni a un zorrino… ¡Fuera, porquerías!

– Estarán cruzados con chocos, pues, patrón -dijo Manuel, chileno como el capataz.

– Así ha de ser nomás -admitió malhumorado el aludido.

– Llanlil, encienda un buen fuego por las dudas. En esta época el león suele andar bravo y peor si es veterano.

– ¿Vamos a esperar mañana?

– ¿Por qué pregunta, compañero? ¡Claro que sí!

– ¡No me gusta, señor… Si el león está en la garganta, tratará de ganar el valle esta noche para seguirle el rastro a alguna oveja o guanaco y es peligroso… en cambio con fuegos en la mano seguro lo encontraremos mansito en su cueva.

El capataz meneó la cabeza denegando:

– Pondremos una guardia, pero eso de meterse en la cortada de noche ¡ni lo sueñe!…

– Está bien entonces -se conformó Llanlil, aunque la idea de no cumplir la palabra empeñada con Blanca lo enojaba bastante.

Buscaron un lugar protegido y con piedras sueltas improvisó Llanlil un brasero donde amontonó la leña que encontró a mano. Al rato la hoguera como un cono de luz, se levantó en las sombras acentuadas por las nubes que encapotaban el angosto valle. Un viento casi helado cruzaba silbando desapacible y se introducía en la negra garganta de la sierra como si un embudo lo comprimiese. Alrededor del fuego los hombres, sugestionados por la misión que llevaban, sacaron a relucir cuantas historias de leones, reales o no, guardaban en su memoria. También Llanlil, como deseando desechar un obscuro sentimiento de angustia que lo mantenía alerta y desconfiado, contó brevemente su experiencia de la montaña. Su relato fue escuchado en silencio, pero a pesar de reconocérsele sobresalientes cualidades de coraje, pocos lo creyeron verdadero, si bien se cuidaron de dejar traslucir cualquier indicio de incredulidad. Atraerse la ira del indio les parecía riesgo demasiado temible para desafiarlo sin motivo. Con lujo de detalles se había propagado la hazaña del paisano en la pelea con Pavlosky y la trágica muerte de Bernabé, hombre bravo y feroz como no se conocían muchos en la región. Al fin el sueño fue venciéndolos uno a uno y envueltos en sus grandes ponchos, con los cojinillos como lecho y los bastos por almohada, se entregaron al descanso. Las guardias fueron alternándose regularmente y la larga noche sureña trascurrió sin que el puma diera señales de su presencia. Sin embargo no podía andar muy lejos, pues toda la noche los perros gimieron con inquieto terror, ladrando en la obscuridad como si adivinasen entre las sombras a su temible enemigo.

Temprano se aprontaron para continuar la cacería. Llanlil observó con desagrado cómo Naneuche empinaba la bota de aguardiente, hasta que otro peón hubo de arrebatársela casi a la fuerza. Aquel hábito adquirido de los blancos se había convertido en los indios desprevenidos en un flagelo mortal que los entregaba indefensos a todos los vicios y las humillaciones. Naneuche no era de ningún modo un espécimen degenerado de la raza, pero los estigmas fatales flotaban ya en sus ojos permanentemente enturbiados, vacilantes y huidizos y en la atonía persistente de su voluntad. Iba a donde lo llevaran, pero una resolución propia no germinaba nunca en su cerebro en sombras. Como él, otros sufrían la misma maldición, más dura todavía que la irrefutable derrota ante los blancos.

4

Con la primera claridad se levantó un viento bastante frío e intenso y los dedos de los hombres se endurecían sobre los cueros de los aperos, mientras ensillaban los recelosos caballos, que bufaban asustados al sentir el peso de las monturas sobre el lomo.

– Vio, compañero, como el león no salió en toda la noche -dijo Juan con cierto aire de burla.

– Puede ser -reconoció Llanlil, pero tenía sus dudas.

Un jinete que llegó al galope los interrumpió en sus preparativos. Resultó ser otro peón que venía del puesto.

– ¡El león volvió a hacer de las suyas! -llegó gritando excitado sin bajarse del caballo.

Juan palideció de rabia. Se mordió los labios y miró de reojo al indio. -”Ese diablo cobrizo tuvo razón al final!” -pensó amargado-. “¡Ni que fuera brujo!”

– ¡Vamos a entrar en la cortada! -ordenó furioso, sin atender a lo que decía el peón.

– …Durante la noche lo sentimos cerca del puesto -explicaba entretanto el recién llegado a sus oyentes-. Pero a lo obscuro… ¡quién se le animaba! ¡Los perros arañaron la puerta hasta romperse las uñas!

– ”Este zonzo… ¡está poniendo nerviosa a la gente!” -recapacitó Juan serenándose-. ¡Eh, amigo!… ¡Vuélvase ya y no alborote tanto! -le gritó al gárrulo peón.

– Está bien, patrón -contestó el otro, sorprendido.

– Ustedes se quedan frente a la salida del atajo -indicó Juan a los dos hombres. -Nosotros subiremos a lo alto del faldeo para entrar por arriba, así le cortamos cualquier otra salida que tenga en la sierra… ¿Listos todos?

– Sí, capataz -respondieron por turno.

– ¡Entonces allá arriba nos encontraremos! ¡Vamos!

Cada cual eligió el camino que le pareció más directo y los cuatro jinetes, convertidos en escaladores, ascendieron por la sierra que, si no era muy empinada, carecía en cambio de sendero alguno. A ratos los hombres asían a los caballos por la brida y los ayudaban a escalar las pendientes más pronunciadas. No siempre resultaba fácil subir, y vuelta a vuelta jinete y caballo resbalaban arrastrando un alud de piedras y arena, que el viento levantaba cegándolos. A medida que subían el esfuerzo y el sol que se sentía en el aire, aunque lo ocultasen largas nubes grises, perlaba la frente de los hombres con inusitadas gotas de sudor. A las dos horas el pelotón se reunía en la boca extrema del atajo.

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