– ¡ Caramba! Sería agradable acompañarlos, pero… non possumus, con perdón de los santos apóstoles. ¿No es verdad, Blanca?
– Si se refiere a que no podemos, de acuerdo, padre -respondió Blanca que entendía poco y nada de latines.
– Eso es; no podemos… Oye, Llanlil, acompáñame un momento ¿quieres?… En seguida se lo devuelvo, Juan.
– El conoce el camino. ¡Que nos alcance cuanto antes! ¡Hasta la noche!
– Buena suerte y tengan cuidado -y con esta última advertencia los hombres trotaron en dirección a las sierras del este que el sol iluminaba pobremente. Una revuelta jauría iba tras ellos, ladrando y mordiéndose. Los cascos de los caballos levantaban la nieve que se deshacía en un fino polvo blanco.
Llanlil, teniendo el caballo del tiento, siguió al sacerdote, volviéndose los tres por la alameda.
– ¿Estás contento, Llanlil? -indagó el misionero.
– Mucho.
– ¿Sabes que Blanca me ha contado todo?
El reche levantó la cabeza, diciendo con orgullo:
– Lo que Huanguelén hace, siempre está bien, padre… ya lo sabía.
– ¿Conoces la ley, muchacho?… La de Dios, quiero decir…
– La conozco y quiero cumplirla. Tú, hombre bueno, sabes que soy cristiano y si me dan a Huanguelén yo la he de querer siempre.
– Dios es testigo de que mi corazón aprueba vuestro cariño -dijo el misionero gravemente-. Pero igual que en tu raza, una mujer debe ser querida y respetada, pase lo que pase… ahora, muchacho debes esperar… Tú sabes, ¿cómo explicarte? Hay que hacer comprender a don Guillermo y a su señora tus buenas cualidades, tu nobleza y sobre todo darles la seguridad de que Blanca será feliz a tu lado.
– ¡Mi sangre responde por todo! -respondió Llanlil-. Acepté la ley de los blancos, porque la guerra ya dijo su palabra… quiero trabajar la tierra y darle hijos para poblarla. No reniego de mi raza, padre, pero desde que la he visto a ella quiero paz con los blancos, que son iguales a mí… La tierra, los bosques, las mesetas, están esperando mis brazos también para alegrarse con el hombre. Llanlil quiere a Huanguelén con la ley de los blancos…
– Llanlil -exclamó Blanca-. Sabes que yo te quiero y te seguiré, porque eres bueno y miro en tu corazón, y tu corazón tiene para mí la transparencia de las aguas serranas.
– Bueno, muchacho, ¡vete ya!
– Adiós, Llanlil -dijo Blanca.
El indio montó de un salto y gritó con voz sonora:
– Hasta la noche, estrella… He de traerte la piel del león aunque tenga que arrancarlo con mis propias manos de su escondida madriguera en la montaña…
– ”No se le puede negar a este mozo una autoseguridad que ya quisiera para sí más de un cristiano, con piel clara, morena o aceitunada; que si de color se trata, las tenemos variadas en nuestra tierra” -murmuró el religioso contemplando al indio que se alejaba.
– ¿Qué dice, padre? -preguntó Blanca, reparando en la actitud del padre Bernardo.
– Nada, muchacha, chocheras de viejo… nada más…
Cuando entraron en la casa los esperaba una grata sorpresa. Guillermo Lunder, sentado en el mejor sillón de la casa, mateaba alegremente con su amigo Ruda. Aunque visiblemente pálido y delgado como consecuencia del largo encierro, erguía su cuerpo con varonil prestancia y su rubia barba patriarcal y flotante parecía encenderse con los reflejos de la estufa chisporroteante, donde ardían gruesas raíces de algarrobillo.
– ¡Al fin, don Guillermo! -exclamó el padre Bernardo, palmeando suavemente las anchas espaldas del poblador.
– Papá… ¡qué alegría! -Blanca corrió a abrazar a su padre.
– Bueno, bueno, no me sofoquen, o mi mujer me manda de vuelta a la cama. ¿Sabe una cosa? -dijo interrogando al religioso.
El padre esbozó un gesto indeterminado.
– Esta mañana me levanté pensando en nuestro mensajero. ¿No hay noticias? ¿Habrá dejado los papeles en manos de ese capitán que usted mencionó?
El padre Bernardo se paseó sin contestar en seguida.
– ¿No te dije, Whilem? Apenas te levantas y empiezas con nuevos problemas -era su mujer la que lo regañaba.
– Ejem… así lo espero, amigo Lunder. Claro que estas cosas son lerdas… usted sabe… consultas, aclaraciones, telegramas que van y vienen… Estoy preocupado, lo confieso, aunque no desesperanzado, en manera alguna.
La reflexión del misionero resultaba bastante vaga, revelando mejor que cualquier razonamiento su estado de incertidumbre. Tácitamente los dos habían evitado hasta el momento referirse a la misión del comerciante en Comodoro Rivadavia, pero la pregunta de Lunder no hacía más que aumentar la secreta congoja del religioso por los posibles peligros que acechaban a la gente de la casa. Lunder bajó la voz y murmuró para él y Ruda: -Además, el invierno ha comenzado a ceder y hace rato que vencieron los meses que fijó esa mala entraña de Sandoval.
Ruda replicó entonces:
– Quiere decir que lo de la carta sería pura comedia para asustarnos.
– Hum… Esta tranquilidad me da mala espina… cuando esta mañana usted me habló del puma, pensé en la gente del Paso.
Ruda se levantó excitado.
– ¿Sabe que no se me ocurrió? -dijo con alarma en la voz.
– ¡Oh! No piense así, don Guillermo -dijo a su vez el religioso-. Pura casualidad; ya tendrá ocasión de comprobarlo.
– ¡Ojalá! Pero también pienso ahora si no será un intento de dividirnos. ¿Llanlil fue con ellos?
– Sí.
– En cierto modo es lo mejor.
En un rincón María secreteaba con Blanca.
– ¿No anduvo a caballo, niña?
– No… Sabes que desde la enfermedad de papá, casi no voy a los corrales. ¿Por qué me lo preguntas?
– Por nada… -hizo una pausa-. ¿Vio a Llanlil? -preguntó titubeante.
– Lo vi. Pero partió en seguida a las sierras…
– ¡Ah! -se limitó a agregar María ensombrecida repentinamente.
Por la sierra cabalgaba a la sazón Llanlil con el grupo formado por Juan y los cuatro peones. Iban ascendiendo por una cuchilla escarpada, en cuyo fondo un hilo de agua serpenteaba escurriéndose entre las piedras. Al ensancharse la cuchilla vieron el puesto cerrando el paso de un vallecito bien provistos de pastos. Era un lindo lugar dividido por el mismo arroyo que bordearon antes. En las orillas los radales, retamos, chacayes y abundantes calafates, robustos y altos, evidenciaban su protección contra los vientos. En un menuco próximo, el berro verdeaba entre las airosas cortaderas y los juncos flexibles. Uno que otro sauce ponía su nota de color. En aquel refugio entre las sierras ásperas del contorno, la primavera parecía haberse adelantado.
Se acercaron al rancho del puesto cercados por los chillidos de los teros y alarmando a las avutardas que levantaron su vuelo pesado y grotesco.
– Sigan la huella o se meterán de cabeza en los agujeros de los coruros 3-les advirtió uno de los peones del lugar.
– Entre el pasto y el neneo no se ven, pero está lleno -completó el otro.
Los ladridos de los perros del grupo y los que venían del rancho, avisaron la llegada de los viajeros y de lejos los saludó la presencia de un peón, precavidamente armado de carabina al brazo.
Encerrados en el estrecho valle, pudieron ver ahora la caballada suelta y las ovejas que pastaban en la pradera en la que muy poca nieve y casi derretida ya, señalaban la culminación del invierno que todavía asolaba al valle del Ensanche y los relieves de las mesetas.
– ¿Y por dónde aparecieron las ovejas muertas? -preguntó Juan.
– Por allí; en la cortada de la sierra hacia el norte -señaló el peón, y como Juan no hiciera más preguntas ni comentarios, dijo -¿Van a bajar en el puesto, capataz?
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