– ¿Te parece muchacho?… -interrogó don Pedro, mirándolo serio.
– En realidad lo que oí, por casualidad, ¿sabe?, no era muy agradable. Según pude enterarme van a venir armados a llevarse al indio, por las buenas o las malas…
– ¿Ah, sí?… Me lo imaginaba y los estamos esperando.
– Tengan cuidado, ellos son ladinos y van a echar mano de los mismos indios para cargarles la responsabilidad. -¿Oyó eso? -preguntó Ruda al padre Bernardo que se acercaba. El anciano negó con la cabeza.
– Dónde estás tú se pueden oír las cosas más extraordinarias -bromeó-. ¿De qué se trata?
– ¡Ah padrecito!… No es ningún invento mío, se lo aseguro. Este valiente mozo me contaba los rumores que corren entre la gente del Paso… -¿Y bien?…
– Pues que pretenden arrancarnos a Llanlil, valiéndose de cualquier medio.
– Así es… -corroboró Santiago, que así se llamaba el hijo del cambalachero, agregando de pronto-: Y dígame don… ¿aquél es Llanlil?
Ruda miró por sobre el hombro del muchacho hacia donde Roque explicaba a Llanlil el resultado de sus negocios. Llanlil, cruzado de brazos, con la cabeza descubierta, el lacio cabello renegrido sujeto con una cinta, la küka estilizada, a modo de vincha, la chaqueta de cuero ciñendo el amplio tórax, pantalón de paño y botas a media pantorrilla, resplandecía, bajo el sol apacible de la mañana, con una singular expresión de serenidad y fuerza. Casi sonriente su rostro severo, desprovisto de barba y que, a los rayos del sol, tenía reflejos de cobre. Santiago comprobó admirado y con algo de resentimiento que aquel indio no tenía nada de salvaje y sí, en cambio, aventajaba a todos ellos en apostura y pulcritud.
– El es -confirmó don Pedro Ruda, satisfecho de su muchacho.
– ¡Diablos! -silbó casi Santiago-. ¡Qué tipo! Francamente nunca vi cosa igual… -y miró con juvenil desolación su propia facha de bandido, desgreñado y todavía moteado de barro.
También el padre Bernardo contempló complacido al reche criado en las misiones. Personalmente sentía una especial predilección por aquel hijo de la tierra, aumentada desde su conocimiento del amor entre Blanca y él. Comprendía lo difícil de la situación de los dos, y su buen corazón anhelaba su feliz término para el singular romance.
Llanlil, ignorante del examen a que era sometido, escuchaba pacientemente el largo discurso del viejo baqueano.
– Bueno, hijos, los dejo… don Pedro, esta noche es conveniente hablar con nuestro enfermo sobre lo que dice este joven… Tengo cierta idea al respecto.
– Está bien -contestó Ruda, y siguió preparando otro mate.
El padre Bernardo pasó entre los grupos que comentaban sus compras y saludó con un gesto a Llanlil de lejos y a Blanca que junto a su madre y María, revisaban percales y paños diversos.
– ¡Adiós, padrecito! -le dijeron al pasar las mujeres y el buen anciano sonrió agradecido.
Se fue caminando despacio por la alameda. Pensaba y sus pensamientos iban tanto hacia los problemas de Lunder, como a los de Blanca y Llanlil, y en menor grado hacia los propios en los que el ejercicio de su ministerio ocupaba parte principal. En verdad la estada en la población satisfacía su antiguo anhelo de misionero y estudioso. Al fin podía vivir íntimamente la existencia del campesino de las mesetas, valorar sus esfuerzos y ganar algunos corazones, tarea grata al suyo y necesidad de su misión, pues comprendía con pesar que la dura vida de aquella gente comportaba el mayor enemigo moral que pudiera preverse. Soledad, viento, trabajo agotador, carencia de afectos y lazos de cultura, alejaban más a los pobladores que leguas de desierto.
– El desierto no es tal… -pensaba el anciano-. El verdadero desierto reside en los corazones que se aíslan en lugar de integrarse… La Patagonia dejó de ser tierra vacía, puño cerrado y viento, guanacos galopando mesetas, lagos escondidos o bosques solitarios; pero en cambio la habitan seres muy diversos. El peligro es la falta de unidad de proyectos e ideales, la lucha por ganar dinero ensangrentando el suelo antes de regarlo con el sudor y el esfuerzo. El dramático acontecer es esta mezcla de razas que no quiere fundirse ni comprender la voz de la tierra… criollos, indios, americanos, extranjeros, fronterizos y contiguos, todos bajo una sola bandera, pero alzando muros inútiles para conservar sus privilegios individuales, su orgullo y su desprecio hacia el vecino.
– ¡Qué torpeza! -se dolía el padre, cavilando-. El extranjero cree que esto es suelo de conquista y pretende avasallar al criollo, explotándolo y subestimándolo. El poderoso achica leguas al débil y lo ahoga, aislándose a sí mismo, perdiendo el concurso de un semejante y el fruto de una leal colaboración. El indio, dolido y rencoroso, se aferra a un imposible recuerdo y se deja morir sin luchar con el trabajo. A pesar de todo, la vida continúa y el amor alumbra sobre el egoísmo y enciende su faro cálido de ternura…
– Llanlil y Blanca son sus símbolos; mi corazón lo presiente. Ellos solos libran su lucha. En el silencio y la soledad se aferran al amor para engendrar el futuro de la tierra. Hay en él el resplandor del bronce y en ella una claridad de espiga que se arquea escuchando la voz del tiempo que ya llega… el eco del bronce que agiganta el progreso por venir. Ellos y sus hijos, y los hijos de sus hijos, levantarán ciudades sobre la piedra, navegarán sus lagos, poblarán sus valles, ¡benditos valles argentinos que albergarán simientes generosas en el futuro que está naciendo ahora! ¡Y no lo advierten sin embargo! ¡No comprenden que la conquista por el amor ha de ser más fuerte que la conquista salvaje que todavía pretenden mantener!
Y el misionero, noble espíritu oteando el futuro, veía ante sus ojos abiertos realizarse su sueño, y le dolía la angustia del presente, el precio de sangre que otros pagarían, sin saberlo, por su sueño.
Un viento suave agitó los álamos del sendero y el sol brilló por la nieve, encendiendo cristales diminutos que herían los ojos, pero el padre Bernardo siguió, abstraído en sus pensamientos, su paseo, hasta llegar a la orilla del río. Siempre con igual expresión preocupada inició el regreso, aunque otras ideas más inmediatas ocupaban su mente.
Esa tarde habló largamente con el vendedor y su hijo Santiago. Los tres, a la vera del carro, vieron poco a poco apagarse el día y crecer el viento y el frío cortante. Don Ruda y Juan, ocupados en sus trabajos, los observaron con curiosidad mientras aguardaban sus indicaciones para reunirse con Lunder.
– Nuestro cura tiene algún proyecto entre manos-dijo el español a Frida, cuanto ésta se les reunió en la cocina, cerca de la estufa.
– ¡El buen padre! -exclamó ella-. En realidad le hemos causado más molestias que otra cosa desde su llegada…
– ¡Bah… bah! -se burló don Pedro-. Le gusta meterse en conspiraciones… es su oficio.
– ¡Cállese, hereje! -protestó María, que lo estaba escuchando.
– ¡Zas!… Apareció mi sargento de guardia… ¿Ve, señora, quién empieza?… -terminó Ruda con una carcajada.
– Por lo que se pelean parecen novios. ¿No se estarán escondiendo algo ustedes también? -inquirió Frida, mirándolos entre severa e incrédula.
María enrojeció vivamente y dándose vuelta para esconder su rostro fue a ocuparse de los preparativos para la comida.
– ¿Novios, dijo usted? -preguntó Ruda, repentinamente serio-. Me parece que estoy medio viejo para amores… pero le aseguro que si ella se animase haría mi última prueba…
Frida, mirándolo con sus claros ojos celestes, que solían llegar hondo, murmuró:
– Por qué no, don Pedro… ¿por qué no?
Pero María, que salía a llamar a los visitantes y a Blanca, se mordió los labios viendo a ésta en compañía de Llanlil y Roque. El reche parecía señalar algo en dirección al río y su rostro bronceado se destacaba casi hermoso en los desvanecidos reflejos de la luz. Blanca tocó apenas su brazo en la despedida y él la siguió con la mirada firme sin advertir le presencia de María.
Читать дальше