Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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En la espaciosa cocina lo aguardaban Frida y Blanca.

– Buenos días, padre -lo saludaron las mujeres. El misionero contestó al saludo afablemente y se sentó en la mesa, donde humeaba la leche en sólidas tazas… En unos platos de antigua porcelana flamenca, se hallaban distribuidos pequeños panecillos caseros y manteca salada, al gusto de la dueña de casa. Un pote de exquisito dulce de manzanas del norte, invitaba a saborear el alegre desayuno.

El padre Bernardo miró rápidamente a Blanca, sentada enfrente, y se sorprendió de la novísima expresión de su cara. Parecía ausente y sin embargo cálidamente embellecida. Vivos colores subían a sus mejillas y las leves ojeras que sombreaban sus ojos casi celestes, eran acentuadas por los resplandores dorados de la cabellera abundante cayendo en cascada sobre los hombros.

“¡Sólo emociones muy de la tierra le pueden dar esa expresión de total hermosura!” -pensó el misionero con inquieta certidumbre… Pero, ¿quién será él?

A pesar de su discreto examen, Blanca sorprendió su mirada e inclinó la cabeza enrojeciendo como si su secreto hubiese sido descubierto. Felizmente Frida vino a rescatarla de su confusión.

– ¿Pensó alguna vez, padre Bernardo, en pasar el invierno en mi casa? -preguntó Frida, tendiéndole una segunda taza humeante.

– Los designios de Dios son inescrutables -contestó el misionero-. Pero realmente y acercándonos un poco a la tierra, siempre anhelé vivir una experiencia semejante. Creo que, secretamente, mi corazón deseaba algo similar.

– Eso me alegra -exclamó Frida-. Nunca me hubiera perdonado haber trastornado sus planes -agregó después pensativa.

– Tenerlo entre nosotros es una alegría inolvidable -añadió Blanca, mirándolo en sus claros ojos.

– ¿Realmente? -preguntó él, ligeramente irónico.

– No comprendo -dijo Blanca intrigada.

El padre Bernardo respondió con suave entonación:

– Siempre creí que a la juventud no le atraen las sotanas y menos por aquí… claro; es la opinión de un viejo que desconoce el mundo.

– Usted bromea, padre -contestó Blanca sonrojada-. No sólo conoce muy bien al mundo, sino que sabe leer en el alma de la gente mejor que cada uno lee en sí mismo. ¿Me equivoco acaso?

– En todo caso es mi deber, o mi oficio -afirmó el padre-. Las almas necesitan a veces quien interprete sus propias experiencias para encontrar solución a sus problemas a condición de que verdaderamente deseen tal solución… Las estrellas a veces no bastan -agregó significativamente.

Blanca sostuvo su mirada valientemente y con gravedad repuso:

– En ocasiones entre el dolor, la angustia y el temor de los demás, se necesita más coraje para callar lo que el corazón quisiera gritar alborozado, que desbordar el sentimiento que lo ahoga.

Frida miró a su hija sorprendida. El padre Bernardo quedó francamente admirado de la vehemencia de la protesta. Repentinamente comprendió lo prematuro de ahondar en los sentimientos de la muchacha y procuró desviar la atención de las dos mujeres, llevando la conversación por otros caminos.

– Dígame, señora -interrogó a Frida-. ¿Cómo se encuentra hoy don Guillermo?

– Rabiando -contestó por ella María, que entraba en ese momento con la bandeja del desayuno de Lunder casi intacto-. Casi no come, pero en cambio desde temprano anda secreteando con el capataz y don Pedro…

– Realmente me preocupa Whilem -dijo Frida levantándose-. Con todo lo ocurrido últimamente sus nervios parecen prontos a estallar. Voy a verlo… con permiso, padre.

– Vaya usted, señora… luego iré yo también -dijo el misionero.

Blanca ya de pie se disponía a salir, cuando el padre Bernardo la detuvo con un gesto, agregando:

– ¿Me dejas, muchacha?… Ven, quiero contarte algo. Ella obedeció. Estaba esperando algo parecido e instantáneamente comprendió que el momento había llegado. Ocupó nuevamente su lugar. María, que andaba revolviendo platos y tazas en el enorme armario, se volvió a mirarlos y luego salió dejándolos solos.

– ¿Sabes? -dijo el padre, deslizando las palabras suavemente-. Hace un ralo salí afuera y estuve siguiendo unas pisadas en la nieve endurecida… terminaban frente a tu pieza ¿es que paseas de noche acaso?

– A veces lo hago, padre- respondió Blanca titubeando. -Muy comprensible si lo haces sola y el sueño no viene a esos lindos ojos, como parece -comentó el misionero.- Pero alguien te acompaña ¿verdad?… Y no sé por qué, pero creo adivinar quién es…

Blanca sentía un temblor recorrerle el cuerpo, pero procuró ocultar su turbación y calló esperando las palabras del religioso. Ante él sabía que no podría negar la existencia de su íntimo secreto.

– Te invito a caminar -declaró él de improviso-. Vamos a ver los hermosos caballos ¿quieres?

– Como usted quiera, padre -dijo la muchacha, pero fue necesario que el padre la tomase del brazo para que ella se levantase. Salieron, y el débil sol del invierno bañó con reflejos de cobre los cabellos de Blanca. La mañana era fría, pero sin viento. En el filo de la meseta la nieve reverberaba despidiendo la luz como si diminutos cristales fueran heridos por el sol. Caminaron todavía en silencio hasta llegar a los corrales. Bajo la alameda, el padre Bernardo dijo con suave firmeza:

– ¿Quién es? ¿Por quién o para quién sales de noche, desafiando el frío intenso o cualquier testigo malévolo?…

– Llanlil es mi acompañante -dijo ella al fin.

– ¿Llanlil?… No sé por qué, pero lo imaginaba -comentó el padre Bernardo y la declaración, así como el tono de la misma, significaron para Blanca un inesperado alivio.

– Ese muchacho vale mucho verdaderamente -estaba diciendo el padre-. Pero, ¿has pensado en las consecuencias de tu acto? ¿Te quiere él? ¡Son tan extraños ellos a veces!

– ¿Por qué son extraños? ¿Son acaso mejores esos hombres duros, despiadados, ambiciosos, que pueblan las mesetas y atropellan cualquier derecho ajeno?

– ¡Cuidado, Blanca!… tu padre es uno de esos hombres y que yo sepa es respetuoso de la ley y muy humano. ¿No lo crees así?

– Sin duda y usted sabe que no me refiero a él o a quienes son como él. Llanlil no es extraño ni a mis sentimientos, ni a mis creencias y ciertamente es mejor, y más bueno y noble que muchos blancos. ¡Sólo una circunstancia de nacimiento, que no prueba nada, lo hace extraño a los ojos de los otros! Pero usted sabe bien, padre, que siempre el vencido es subestimado por los conquistadores, Es otro modo de vivir y tal vez ni eso siquiera… ¡ah! y el interés de ignorarlos ¿no es verdad?

– ¡Bravo problema te ha suscitado esa simpatía, querida niña! -exclamó el padre pensativo.

– Es algo más que simpatía, padre -lo contradijo ella con calor-. Es amor. Amor de los dos que está más allá de la comprensión de los demás… blancos o no blancos.

– Sí, claro… claro… no será la primera vez ni la última que ocurra -dijo el religioso admirado ante la revelación, procurando centrar el insólito suceso en sus justos límites-. Pero debes comprender, hija -añadió- que tal como están las cosas, la verdad va a provocar una extraordinaria conmoción en tu casa.

– Es cierto ¡pobre mamá, siempre tan reacia a las cosas de esta tierra! En cuanto a papá, si no fuera por su enfermedad y los problemas que lo preocupan, lo sé capaz de comprenderme…

Habían pasado los corrales y si Mordiscón, el fiel caballo de Blanca, hubiera podido comprender, se hubiera escandalizado ante la indiferencia Musitada de su ama hacia él. Pero Blanca, erguida y ágil en sus ropas ceñidas de piel y el anciano ligeramente encorvado pero fuerte, caminaron ensimismados yendo hacia la meseta del este, donde la nieve se acumulaba al pie del faldeo.

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