Allí los sorprendió un grupo entusiasta de peones, por entre los cuales saltaban alegremente los perros lebreros. -¿Qué hacen? -preguntó el padre Bernardo. -Están cazando liebres. Venga… -respondió Blanca. En efecto, los peones se dedicaban a una distracción singular. Los perros, especialmente adiestrados, husmeaban entre las matas y las rocas del faldeo; se introducían en las numerosas cuevas y delante de ellos huían alarmadas las hermosas y grandes liebres patagónicas. Entonces ocurría lo imprevisto para los aterciopelados roedores. Los peones formaban, junto con otros perros, un móvil y extenso cerco que cerraba el paso de los animalitos. Poco a poco eran empujados hacia una esquina del cerro, donde la nieve acumulada tenía un grosor considerable. Allí los saltos de las liebres, perdían elasticidad y a medida que se internaban, sus movimientos se volvían más y más torpes hasta detenerse completamente. Los aterrorizados animalitos se agitaban inútilmente en la imprevista trampa y sus ojos, como redondas cuentas de cristal, veían acercarse a los perros excitados, seguidos por los cazadores. La muerte les llegaba rápida y certeramente. Sus débiles cabezas no resistían el golpe de los taleros y ni siquiera el zarpazo de los perros. Numerosas piezas cobradas certificaban la bondad del sistema.
El misionero y Blanca, atraídos por el espectáculo, olvidaron sus preocupaciones. Lejos, viniendo del río, Llanlil se acercaba también a reunirse con el grupo. Era mediodía y el sol alcanzaba su máxima intensidad, derritiendo a medias la nieve. Pequeños arroyuelos se deslizaban entre las piedras, y el declive llevaba las aguas hacia los menucos que orillaban los numerosos brazos del Senguerr.
El padre Bernardo se volvió y dijo a Blanca que miraba hacia el río:
– Bueno, muchacha; ni una palabra a tus padres todavía ¿comprendido?
El enorme carretón tirado por la recua heterogénea de muías y pequeños caballos, avanzaba por la picada que lleva del Paso al Ensanche, como un pesado y grotesco barco sobre un mar de nieve. El viejo y remendado toldo, con más cueros añadidos que lona, ondulaba en jirones. Detrás del vehículo, los caballos auxiliares trotaban unidos por sogas, espantando a los perros que saltaban atropellándose entre sus patas.
Hasta donde alcanzaba la vista (y desde el altísimo pescante la visual era dilatada), no se veía más que nieve y duras matas achaparradas. Los ocupantes del carretón eran tres: un viejo de cabellos grises que escapaban en mechones bajo el rústico y sucio gorro de piel; un obscuro mocetón que mascaba, imperturbable, tabaco en cuerda, escupiendo la amarga y espesa saliva sobre la nieve, y entre los dos se aburría el tercer personaje: un muchachito delgado, que miraba sin asombro alguno la extensión blanca con sus ojos renegridos y ardientes. Con los brazos cruzados por debajo de su deshilachado ponchito de lana, precozmente parsimonioso el gesto, guardaba una inmovilidad indiferente. Tenía frío y hambre y pocas ganas de hablar. De tanto en tanto, para desentumecerse, pateaba con energía contra las duras tablas del carro.
El carretón era un almacén rodante y aquellos tres personajes sus propietarios y dependientes. El viejo iniciaba su viaje en Comodoro Rivadavia y luego de visitar los pobladores lindantes al paralelo 46, se llegaba hasta el lago Buenos Aires, para después, describiendo un semicírculo de muchas leguas, cruzar el Guenguel, arribar al Paso, seguir por el Ensanche, visitar Colonia Sarmiento y regresar a Comodoro por el lado opuesto. Durante el largó itinerario, realizaba toda clase de transacciones comerciales: salía repleto de comestibles, telas, ropas, municiones, armas y amén del intercambio en metálico, recibía en trueque pieles de zorro o de liebres, pequeñas partidas de lana, cueros, y en ocasiones menudas bolsitas de oro lavado o en pepitas, oro extraído por solitarios buscadores auríferos de los arroyos helados de las montañas. Pero el ciclo comercial no terminaba con el regreso. La mujer del viejo regenteaba en Comodoro una casa de comida, donde los primeros obreros de los pozos dejaban crecidas sumas a cambio de un guisote caliente y un vaso de vino. A la fonda ingresaba el producto de cada viaje y el comercio proseguía incesante y activo en la nueva población.
Tal vez ni el mismo viejo imaginara que diez años después, aquella combinación lo convertiría en acaudalado comerciante, dueño de campos y flotas de carros. Pero cada giro de las ruedas de su destartalado vehículo lanzaba hacia el futuro un mensaje de riquezas y de poder. En el presente él y sus hijos tiritaban de frío mientras vigilaban el horizonte con las carabinas al alcance de las manos, prontos a defender su mercancía e incluso sus vidas de la rapacidad de los indios o la inclemencia de los salteadores de caminos; hombres desesperados a quienes poco les importaba dejar tendido a otro al borde de una huella de piedras lamidas por el viento.
– Viejo -dijo el mocetón sin dejar de mascar tabaco -hay que apurar… o no llegaremos al Ensanche con luz.
– Prefiero llegar sin luz a romper una rueda -afirmó el viejo.
La sola idea de romper una rueda desagradó al hijo del comerciante, que apretó los labios y se quedó contemplando con aprensión la meseta.
– ¿Tienes frío? -preguntó el viejo al menor de los muchachos.
– Algo-, respondió éste lacónicamente.
– También usted… supongo que hasta la primavera no volverá a salir -intervino el mayor.
– Sí. Este invierno viene muy nevador…
El muchacho miró a su padre y comentó:
– Si el invierno sigue así, tendremos buenas pieles de zorros y chinchillas… ¿no es cierto?
– Aja… ahora que se arriman los barcos son muy buscadas. En Buenos Aires y Punta Arenas empiezan a gustar las pieles.
– ¡ Buenos Aires!… -repitió el muchacho abstrayéndose. ¿Cuándo podría él conocer la ciudad maravillosa que se miraba en el río perezoso? ¿De qué le servía que su padre juntase plata, si todo el año trabajaba como un esclavo? Miró las seis parejas de muías y caballos que tiraban del carro y calculó con rabia todas las correas, bozales, hebillas, arneses, sogas y cadenas que tenía que manejar cada amanecer y cada crepúsculo, para uncir las bestias al carro o libertarlas. Pensaba en el frío que le agarrotaba los dedos en la dura tarea; en el sudor de los animales y el olor de los cueros pegándose a su cuerpo, que no sabía ya cómo era a fuerza de vivir como un salvaje, envuelto en ásperos chaquetones y durmiendo con las botas puestas y el revólver al lado de su cabeza. En cambio, en Buenos Aires, al menos así decían los viajeros y lo confirmaban las postales del 1900 que le regaló un marinero, los muchachos de su edad, magníficamente trajeados, escoltaban a las doncellas de talles increíblemente breves y atrevidos escotes, por donde asomaban las huellas tímidas y cálidas de las sedas y el rosado de la carne. Graciosas figuritas bronceadas por un sol generoso y suavemente perfumadas que arqueaban los brazos con la señorial distinción con que los cisnes negros de los lagos curvaban sus cuellos desdeñosos. A Comodoro comenzaban a llegar las primeras chicas de dudosa filiación que alegraban, desde más dudosos tabladillos y cafés, a los atareados pobladores del lugar, y si estas mujeres eran hermosas ¡cómo serían las otras, las verdaderas porteñas, de pestañas como atardeceres y languideces enervantes! Plata… plata… él necesitaba ser rico para ganarse el derecho a disputar a aquellos mocitos peripuestos las maravillosas mujeres porteñas. Mientras tanto el zangoloteo del carromato, del que salía el tufo de los cueros amontonados era la dura realidad y el rústico presente. Furioso escupió el tabaco mascado sobre la nieve del camino y se paró en el pescante oteando la meseta que se extendía a su frente. Sobresaltado alcanzó a ver allá lejos, en un cañadón del norte, unos bultos escondiéndose entre las matas de calafates.
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