– Que Blanca esconde algo, naturalmente; tú no lo has notado porque desde tu pieza se te escapan muchas cosas, pero ella está muy cambiada últimamente -aseguró Frida.
– Supongo que la habrás hablado… -dijo Lunder inquieto.
Frida se levantó y respondió paseándose nerviosa:
– No es tan sencillo, Whilem. Ya conoces a tu hija. Es terca cuando se empeña… He hablado con ella, pero sin ningún resultado…
– ¡Pues entonces nada más digamos de esto hasta no saber qué pasa! -exclamó el enfermo-. Mañana habré de averiguarlo personalmente…
Pero pasaría algún tiempo antes que el padre de Blanca hablase con ella como era su intención. Los cuidados del campo y su salud, tan quebrantada últimamente, le habían arrebatado mucha de su decisión, y fueron pasando los días sin realizar su propósito.
– ¡Ojalá sea así! y te diré que casi sería una solución que aceptase a Sandoval. ¡Si realmente la quiere todo puede arreglarse al fin! Ella va necesitando un hombre a su lado y aquí no hay otro mejor… así es el lugar que a ti te encanta…
– No faltan hombres honrados, cosa que jamás llegará a ser ese canalla de Sandoval… -replicó con energía Lunder-. Y no te alarmes demasiado por lo que Blanca pueda hacer… Nos quiere mucho y hará siempre lo correcto. En ese sentido no me preocupo… tengo fe en ella.
En aquella misma hora y bien lejana por cierto de imaginar la pasión de Sandoval y el dilema de sus padres, Blanca vivía su misterioso romance teniendo a la noche por amable cómplice. Habituada desde la cuna a los serenos fríos de las noches patagónicas, buscaba junto a Llanlil, ambos envueltos en los ponchos cuyos amplios pliegues les daban aspecto de togas, el recodo del río sosegado, donde el rústico asiento improvisado con un tronco caído, les ofrecía refugio para sus interminables coloquios. Marchaban en su busca sobre la nieve apenas licuada que, bañada por la luna, devolvía una claridad lechosa y fantasmal. Sobre sus cabezas el cielo en parte invadido de nubes bajas, resplandecía como siempre en su multitudinario centelleo de estrellas. Hacia el sur, las cuatro gemas encendidas de la cruz homónima, fulguraban cual si la luz tocase tímidamente la obscura línea del lejano horizonte, donde el mundo se hundía entre los hielos eternos del polo, absorbiendo ávidamente su chisporroteo sideral.
– Llegamos, Llanlil -dijo Blanca, sintiéndose levemente fatigada por la caminata-. Cansa andar sobre la nieve ¿verdad?
– Tal vez -respondió él-. Sin embargo, a mí me gusta… cubre la tierra como si fuera un gran quillango blanco. Además se me parece…
– No te entiendo.
– Es fría por fuera, pero la sangre de la tierra corre alegremente bajo su abrigo, ¿No ves cómo en primavera devuelve más rojas las flores y más verdes las praderas?
– Eres un poeta, Llanlil… -dijo ella.
– Ahora soy yo el que no entiende.
– No importa. ¡Ven! Siéntate junto a mí. Así, de pie me intimidas. Pareces el genio de la raza ¿cómo se llama?… que arrebata a las doncellas alejadas de la ruca de sus padres…
– Pillán… ¿De verdad crees en las historias que te cuento?
Blanca respondió simplemente.
– ¿Por qué no? Mis padres vienen de una tierra llena también de leyendas mágicas. Ellos no las toman muy en serio, por supuesto.
Llanlil meneó la cabeza y respondió con gravedad.
– Hace mucho tiempo, antes que llegaran los blancos los abuelos contaban viejas historias; ahora mi gente ya las “ha olvidado…
– ¿Y cómo entonces tú sabes tantas?
– Ríete si quieres, pero las aprendí con los blancos de las misiones… ellos las escribían en libros y allí quedaban prisioneras como arañitas de los bosques.
– Roque también sabe historias muy bonitas -afirmó Blanca- y las cuenta muy bien…
Quedaron en silencio, mirando al río que cantaba entre las piedras. Las aguas heladas arrastraban en su corriente láminas de escarcha que se deshacían a veces al chocar contra las rocas. El río había descendido de nivel y en las orillas asomaban las raíces de los árboles que inclinaban sus ramas secas como dedos descarnados queriendo atajar el paso del agua.
Blanca se oprimió contra el hombre, murmurando:
– Llanlil, ¿qué haremos? Mi madre sospecha de mí.
– Tú lo sabes, Huanguelén. Deja que hable con el padre… él me comprenderá y nos ha de ayudar.
– ¿Y si no ocurre así? ¿Y si pretenden separarnos?
– Si no dejas de quererme, Huanguelén ¡que hagan lo que quieran! -dijo Llanlil resueltamente-. La pampa es grande y tendrá un lugar para nosotros. ¿O es que el miedo te hace temblar ahora?
Blanca contestó con el único lenguaje que el enamorado no rechaza jamás. Alzando su rostro hasta el de Llanlil selló la boca enérgica con un beso apasionado. En los ojos de él brilló el fuego de su temperamento cálidamente viril y contestó a la caricia oprimiendo los suyos ávidamente contra la boca fresca de la muchacha. Toda inquietud desapareció en los dos dando paso a los impulsos del sentimiento. Esfuerzo le costó a Blanca volver a la calma y urgir a Llanlil a regresar. Como les ocurriera en otras ocasiones, nadie los vio acercarse y los amantes recorrieron la alameda sumergidos en ese íntimo diálogo en que los ojos dicen las inefables palabras sin sentido aparente, pero que han movido a la humanidad a través del dolor y de la muerte, para obtener al fin la renovada victoria encerrada en un breve chispazo de amor, como una centelleante manifestación de la vida. Luego se separaron y Llanlil, incapaz de esconder en la obscuridad limitada de un cuarto la gloria de los besos que todavía ardían en su boca, volvió sobre sus pasos, internándose en la alameda.
El campo helado, la nieve fulgurante, el cielo estrellado y las aguas del río cantando suavemente entre las piedras, hablaban para Llanlil con voces cargadas de ancestrales recuerdos. El alma de las mesetas hurañas se mostraba en noches claras de luna y él sentía repercutir en su corazón la inexpresable música de la tierra, escrita en el pentagrama que el inmenso ojo lánguido derramaba desde el cielo. La lacia cabellera partida en dos alas negras de Llanlil, reflejaba la pálida claridad, pintándole tonalidades casi azules. El sentía la felicidad recorrerlo como una dulce embriaguez y movía los labios sin pronunciar palabra alguna. Nada podía turbarlo ya, ni siquiera la imagen de Bernabé ensangrentado sobre la meseta. Ni el recuerdo de sus ojos vidriándose a cada débil pulsación de la sangre. Ni el temor del precio que quizás habría de pagar por aquella muerte; nada podría ya turbarlo, pero sin embargo le pareció que las huellas de sus pasos y los de Blanca desdibujándose en la nieve eran un presagio. Apretó los puños y dejó de caminar.
También el padre Bernardo advirtió aquella mañana las “huellas de los pasos en la nieve, nítidamente fijados por la helada sobrevenida a la madrugada. Bajo la trasparente película, las señales escondían su mensaje enmudecido.
Las estuvo observando muy intrigado; las siguió hasta el recodo del río y volvió a seguirlas frente a la casa de Lunder, donde eran las de una sola persona. El descubrimiento pareció preocuparle vivamente, pues repetidas veces efectuó el mismo recorrido, hasta que el sol lentamente fue desliendo las pisadas. Sus pensamientos lo absorbieron de tal modo, que olvidó el trascurso del tiempo y las miradas de extrañeza de la gente que iba y venía ocupada en los trabajos de la estancia. Fue necesario que María lo llamase con insistencia para sacarlo de su abstracción.
– Pero, padre, ¡el desayuno se hiela! -lo regañó la muchacha.
– Voy, voy… -dijo él, sin abandonar su aire ensimismado.
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