Blanca y Llanlil se hundían en la voluptuosa impresión de que la nieve los envolvía en un muro de algodonosa soledad. En aquel ámbito estricto ellos marchaban, suspendidos, como si sus caballos fuesen muñecos de goma y más que caminar se deslizasen entre nubes bajas, cenicientas, que se fundían con la niebla levantada del suelo pelado de la meseta. En el fondo del silencio difundíase un resplandor rojizo, sobre el cual los copos revoloteaban hasta derretirse. Un batir sordo de cascos o tambores surgía de las tinieblas.
– ¡Eh, Juan! -murmuró Pedro Ruda-. Ahí están los paisanos. ¡Maldita noche, casi pasamos de largo!…
– O los atropellamos, que hubiera sido peor -comentó el aludido.
– Lleguemos de golpe hasta los fuegos… parece lo mejor -dijo Llanlil-. Hora mala de hacer visitas.
– Sí. Es preferible sorprender a ser sorprendido -reflexionó Ruda-. Uno nunca sabe…
A una señal suya el apretado grupo emprendió un breve galope y cuando los perros, desorientados por la nevazón, rasgaron la noche con sus ladridos, ya los jinetes irrumpían en el círculo de luz, donde un compacto número de indígenas se acuclillaban entumecidos. Desde otros fuegos cercanos, sombras alarmadas se interrogaban parloteando en su lengua.
La garganta de Llanlil emito un grito ronco, que tanto podía ser un saludo como una advertencia y con el cual obtuvo el raro efecto de acallar los murmullos.
Los indios, inmóviles ahora alrededor de las misérrimas hogueras, aguardaban callados y taciturnos.
– ¡Somos gente amiga! -gritó don Ruda rápidamente y sin perder de vista a los indígenas.
Una figura gigantesca se desprendió entonces del grupo y se adelantó despacio hacia los jinetes, sin demostrar temor alguno. Cuando estuvo próximo a don Pedro, Blanca se admiró de la imponente y a la vez grotesca traza de aquel individuo. Una altura de casi dos metros, rematada por una cabeza de viejo león de lacia melena negra cayendo desgreñada sobre la cara más feroz que se pueda imaginar. El sujeto era tuerto y su único ojo sano brillaba con un resplandor peligroso y socarrón. Le faltaban varios dientes y la larga herida que bajaba desde el pómulo hasta la comisura de los labios, estirándolos, lo obligaban a una permanente semisonrisa, helada y estremecedora. El vientre enorme parecía nacer directamente desde el pecho, ofreciendo la impresión de un gran tonel sostenido por macizas piernas. Los pies, en cambio, sensiblemente pequeños, pisaban sin molestia alguna el pedregoso suelo.
– ¿Tú vienes del campo del gringo? -preguntó a Ruda, mirándolo medio de costado con su ojo único.
– Vamos, Toro, ¿no me estás conociendo? -dijo don Pedro.
– ¡Ah, es cierto! -murmuró el llamado Toro con reticencia-. Salud, don Pedro, salud a todos…
– Bueno, Toro -dijo Ruda severamente-. ¿Sabes a qué vinimos, ¿no es cierto?… -y ante el silencio del capitanejo, continuó: -Queremos que nos devuelvan los animales que se llevaron.
– Mi gente tiene hambre… -protestó Toro roncamente.
– Suponiendo que sea verdad, no arreglan nada robando… ¿Don Guillermo Lunder no ha cumplido siempre con Maniquiquen? ¿Por qué venir en las sombras entonces? Si devuelven los carneros, mañana tendrán ovejas, harina y yerba, a cambio de pieles… como hemos convenido…
– No tenemos pieles -dijo el indio, mirando inquieto en dirección a la hoguera.
“Este teme algo… o a alguien” -pensó Ruda-, “pero; ¿a quién?”
La respuesta le llegó en seguida por boca de Juan, que arrimando su caballo, murmuró:
– Don Pedro, me parece que hay gente nuestra con los indios… Están ahí, cerca del fuego…
– ¿Nuestra?
Juan aclaró entonces: -Bueno, blancos quise decir.
– ¡Aja! ¿Quién está con ustedes? -preguntó Ruda al indio.
– Gente del Paso -respondió sin vacilar el gigante.
– ¡Vamos a verlos! -dijo resueltamente don Pedro-. Mantenga su grupo atento, Juan… y cuide a Blanca…
Pero la muchacha miraba a los indios sin temor. A su lado Llanlil parecía indiferente. Sin embargo vigilaba con desconfianza cada movimiento de los hombres de la tribu, que se desvanecían casi en la obscuridad, apenas amortiguada por el resplandor del fuego. La noche se cerraba sobre ellos con su lenta lluvia de copos. Muy cerca escucharon el familiar balido de ovejas y carneros.
– ¿Oyes, Llanlil? -dijo Blanca-. Bueno, sabemos que están vivos al menos.
– Si -asintió Llanlil- y volveremos con ellos.
Al acercarse al fuego, el grupo de Lunder tuvo la desagradable sorpresa de enfrentarse con Bernabé y dos peones de Sandoval.
– Mala noche para quedarse en el campo raso -observó Ruda.
– Ningún lugar es malo cuando se tiene agallas -respondió Bernabé provocador.
– Déjelo, don Pedro -intervino orgullosa Blanca-. Bueno, Toro ¿qué contesta? Queremos nuestros animales… Solamente bajo esa condición mi padre atenderá sus necesidades…
– ¡Ja… ja… ja! -se burló Bernabé-. Miren a la nena, manejando al Toro… ¡Se va a asustar, niña! -concluyó irónicamente.
Blanca adivinó en la obscuridad el salto del caballo de Llanlil y le cruzó el suyo para impedirle pasar.
– Mire, Bernabé; se está poniendo pesado últimamente. Estos son intereses de mi padre y le prohíbo que se cruce en nuestro camino…- Blanca, sujetaba su cabalgadura asustada por la presencia de los indios, los perros y el fuego cercano.
– Para prohibirme algo necesito un hombre ¡… qué j… der! -gritó Bernabé furioso, y la claridad del fuego centelleó instantáneamente en la hoja del largo cuchillo que brillaba en su mano. Ante su actitud los indios hicieron rueda, paladeando con roncos murmullos de expectación la perspectiva del desafío.
– ¡A ver quién es el macho que me saca del camino!… -gritó desafiante.
Un instante de indecisión podía ser fatal a los ojos de los indígenas y Ruda lo sabía.
Prestamente bajó del caballo, pero cuando giró sobre sus talones ya Llanlil estaba frente a Bernabé cuchillo en mano. Blanca ahogó un grito de alarma, pero Juan sujetó las riendas de su caballo diciéndole:
– Déjelos, señorita… Alguna vez tenía que suceder…
Llanlil había cruzado el poncho sobre el antebrazo y con las piernas tensas estudiaba a su rival. El cuchillo trazaba en el aire un peligroso dibujo circular.
Bernabé, al reconocerlo, bramó sordamente:
– ¡Ah!… Sos vos, perro. ¡Esta vez no te escapas! -pero su voz tenía una imperceptible inflexión de temor. Con gusto hubiera preferido enfrentar a un blanco, por bravo que fuera. En los ojos de Llanlil vagaba una luz peligrosa y su mirada era tan helada como la de un muerto; sólo que se clavaba en la suya, siguiendo sus menores movimientos con inexorable voluntad de matar. Bernabé se estremeció y su mano aflojó algo el mango del cuchillo. Resoplando se lanzó contra el indio, que lo aguardaba imperturbable.
Llanlil, alto y delgado, inició un giro cauteloso. Cimbreante, amagaba entrar una y otra vez en un juego de desgaste que enardecía a Bernabé, pesado pero seguro. Las finas hojas de acero chocaron en sucesivas tiradas y arrestos neutralizados con firmeza por los contrincantes. En uno de esos finteos Bernabé entrevió un resquicio en la guardia de Llanlil y por allí extendió con velocidad pasmosa la cuchillada homicida. El indio saltó perfilándose. Le pareció escuchar el alarmado grito de Blanca. El cuchillo penetró por el tejido de su brazo y alcanzó a torcer su cuerpo. Sintió la aguda punta presionando su costado mientras la cara de Bernabé se aplastaba, casi contra la suya. Se le pegó a la cara el cálido sudor que exhalaba su rival. Percibió el olor acre y penetrante… -¡miedo!- pensó Llanlil. El otro pugnaba por zafarse y Llanlil por herirlo. De golpe el hombre fuerte de Sandoval levantó la rodilla ferozmente hundiéndola en el vientre del indio; éste se dobló con un rugido de dolor y el poncho cayó de su brazo enganchado en el cuchillo de Bernabé. Por unos segundos permaneció doblado casi tocando el suelo, atontado por la tremenda conmoción que cortaba su aliento. Confusamente le llegó la exultante carcajada de su contrario, pero el breve tiempo que Bernabé demoró en desembarazarse del poncho, salvó a Llanlil… Comprendió éste que otra vez la lucha favorecía a su asaltante de las montañas y el odio, aquel odio profundo que lo impulsó leguas y leguas por las duras mesetas, creció en él como una oleada salvaje. Con un último esfuerzo corrió hacia adelante, encogido y tropezando con las piedras mojadas de nieve y barro y la cuchillada dirigida a su cuello pasó a escasos centímetros del cuerpo. Se irguió de nuevo con la chaqueta de cuero desgarrada, el arma brillando en su mano; ágil como un gato montes obligó a Bernabé a girar, quedando ambos al borde de una vacilante hoguera. El frustrado intento sumergió a Bernabé en una ola de pánico. A pesar de toda su habilidad, aquel indio escurridizo e imperturbable lo sobrecogía. Le parecía estar, no frente a un hombre, sino ante un puma de elásticos movimientos y afiladas garras, siempre bailando ante sus ojos y dispuesto a herir sin piedad. Una banda de sudor y miedo le nubló la visual y se le antojó que la noche descendía aún más tenebrosa y obscura en torno suyo. Maldijo la nieve que espesaba sus copos desdibujando la silueta de su rival. Aguardó el ataque con las piernas abiertas y decidido a matar. Pero Llanlil no se apresuraba. Deliberada y tenazmente quería hacer sentir la infinita gama del terror reflejada en aquellos ojos, casi ocultos por las gruesas cejas, que lo miraban con fiero odio, pero sin nada de la burlona displicencia de un momento antes. Recobrado de los efectos del golpe que tuvo la virtud de galvanizar su energía, dominaba a Bernabé con su fría determinación. Saltó, giró, paró golpes, avanzó, pero siempre distante, impersonal, como ausente e inasible. A Bernabé le parecía que luchaba contra un fantasma casi diluido entre la nieve y la obscuridad. Alrededor de los dos hombres el silencio era total. El grupo de Ruda y Juan vigilaba la lucha y a los hombres de Sandoval, pero éstos se mantenían tranquilos, intimidados por el número y la decisión de los recién llegados. Aquellos no eran indios resignados, a quienes se podía engañar con razones capciosas y argucias de mala fe.
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