– ¡ Viniste, Huanguelén! -dijo él, buscando su mirada, -Llanlil, un día te pedí que no volvieras a llamarme así… ¿Soy acaso de verdad una estrella?… -reconvino Blanca, mirándolo sonriente. Aunque a ella misma le resultara sorprendente, ningún temor la embargaba. Más fuerte que la pasión, se sentía protegida por el respeto y la hidalguía innata en el indio. En realidad mayor temor sentía al imaginar la reacción de su propia gente.
– Siempre te vi como una estrella, niña Blanca. Cuando abrí los ojos después del largo viaje y volví en mí del sueño de la muerte, me pareciste una estrella lejana. El resplandor de tu pelo era la luz que te rodeaba… ¿No dice Roque también que eres Quila, el junco joven?
Blanca lo miraba y su suave sonrisa agitaba los sentidos de Llanlil.
– Extraña imaginación la de tu gente… ¿Siempre embellecen las cosas y los seres de tal modo?
– Siempre -respondió Llanlil-. La desgracia nos vuelve sombríos, pero Viéndote me siento libre y las cosas del cielo y de la tierra me parecen buenas para tu adorno…
Blanca giró la cabeza en dirección al río y exclamó entrecortadamente:
– Sin embargo yo no puedo cambiar las antiguas costumbres establecidas entre los míos y deseo conservar mi nombre…
Llanlil ofrecía un cambio notable; su reserva había desaparecido dando paso a una inspiración cálida y ardiente. En su voz revivían leyendas de amores legendarios. Con acento apasionado dijo a la muchacha.
– Huanguelén o Blanca, ¡qué importa el nombre, mi niña!… Importa lo que sentimos nosotros, ahora, frente al río que pasa… ¡Huanguelén! ¡Lo que yo siento!… -Pero Llanlil, ¡todo esto es una locura! -y la voz de Blanca tenía un vago tono de ruego.
Llanlil irguió la cabeza y exclamó fieramente: -Entonces yo estoy loco… ¡Te quiero, mujer blanca, aunque estés más lejos que todas las estrellas en el cielo!
¡Aquí dentro me quema el fuego!… Pero, como todos, me desprecias porque soy un indio.
Ella protestó agitada y poniendo las manos sobre el pecho del indio, murmuró:
– No digas eso, Llanlil… ¡no es cierto! Yo nunca separé a los hombres en indios ni cristianos, sino en malos y buenos… sin embargo, las cosas son como son y nada podemos hacer nosotros…
– ¡Yo sí puedo! -dijo Llanlil con el orgullo de un cacique invencible-. Puedo luchar hasta el fin si no me aceptan por bueno… Si tú quieres, saltaré a las mesetas, subiré a las montañas y muchos de los míos me seguirán de nuevo… ¡Dime!… ¿Quieres verlo?…
– ¡ Nunca por Dios!…
– ¿Quieres entonces que trabaje la tierra; que pueble el campo de caballos veloces como el viento; que en rápida carrera arrebate al chulengo para ofrecerte la piel que abrigue tu delicado cuerpo?…
– ¿Crees por ventura que te dejarían hacerlo? Yo sé que eres capaz… pero ellos, los otros, los hombres blancos no te permitirán jamás que atropelles su orgullo y, poniéndote a la par, quieras no sólo disputarles el fruto del trabajo, sino…
– Tu amor ¿no es cierto, Huanguelén?
– Así es -admitió Blanca, entristecida.
Llanlil giró a medias su cuerpo, contemplando el río, cuyas aguas brillaban intermitentes, como el lomo de una serpiente deslizándose entre las piedras. Blanca observó sus labios duramente contraídos, moverse apenas dejando escapar las palabras.
– Pero tú, ¿quieres a Llanlil, tu esclavo, como dueño? -y se volvió de nuevo a mirarla.
– ¿Si así no fuera estaría ahora aquí, oyéndote? ¡Ah, Llanlil, Llanlil, que llegaste de noche, nacido de las sombras como un sueño! Los hombres de tu raza cabalgaron leguas de pampa para arrebatarle al blanco sus mujeres… para matar…
– Era la guerra entonces, el precio…
– Lo sé, lo sé… el precio del odio, de la codicia… por eso también sé de vuestros muertos. La tierra, que tenía tanto calor para todos, hubo de llenarse de muertos…
Blanca se hallaba al borde de las lágrimas. Se oprimió contra el pecho de Llanlil. El hombre estaba allí; el amado era eso ante todo… simple y absolutamente un hombre. El acarició los hombros y sus manos heladas y le dijo mostrándole las suyas, aquellas manos fuertes de largos dedos morenos.
– Mira mis manos, estrella; ¡no las manchó nunca el crimen, ni el robo! Yo gané en la soledad de los bosques mi sustento… soy cristiano, Blanca, y junto a los tuyos me hice hombre: ¿por qué han de rechazarme ahora?… ¿No tengo acaso el corazón y el brazo fuerte para ganarle a las mesetas mi derecho? Entonces… me iré lejos, Huanguelén, a mis bosques, y si no quieres seguir los pasos de Llanlil, nunca volverás a verlo… ¡Pero allí arriba, en los escondidos valles poblados de flores y silencio, he de morir queriéndote!…
– No quiero oírte hablar así, amigo mío… Esperemos. Dios no ha de privarnos de su ayuda y su consejo… Prométeme, Llanlil, que aguardarás a que mi padre recobre su salud, antes de hablar otra vez de nuestros sentimientos…
Eran ya profundas las sombras de la noche. La vía láctea parecía rozar la cima de los cerros con sus infinitas puntas de luz. Las aguas del río se quebraban como espejos rechazando centelleos eléctricos. De las lagunas cercanas llegaba hasta ellos el cloquear incesante y vasto producido por los habitantes alados que buscaban sus refugios. A través de los álamos brillaba una luz proveniente de las casas envueltas en las tinieblas. Desde algún punto impreciso se elevó el límpido preludiar de una guitarra rasgueada con indolente pereza en la indecisa iniciación del canto que se demoraba una y otra vez como embrujado del hechizo de las notas. El desconocido cantor punteó al fin las cuerdas, y grave se alzó la voz, entonando la eterna y varonil queja del macho solitario que llora el amor fugaz ya transcurrido o reclama su presencia.
Blanca y Llanlil escucharon como sugestionados el dulce acento del anónimo cantor que como la calandria, buscaba la soledad para ensayar su melodía sin fin. Sin saber cómo, llevados por irresistible impulso, los labios se buscaron y el largo y primer beso nació, puro y total, bajo el manto de la noche constelada de parpadeantes estrellas.
La noche abrumadora y tremenda de las mesetas ocultó aquel beso profundo en su misterio, lo diluyó en el vasto silencio sin testigos y les dejó los labios temblorosos. Después Blanca apretó su cara contra el pecho de Llanlil y le pareció escuchar milagrosamente diáfanas, las notas de la guitarra confundidas con los latidos del corazón del hombre que había sellado sobre su boca, en aquel primer contacto irremediablemente definitivo, el destino de su vida. Desde el fondo de su ser la recorrió un sollozo largo y dulce que Llanlil recibió en ofrenda.
Permanecieron aún tomados de las manos, cuando en la ladera este del valle, naciendo entre las sombras, se levantaron en distintos puntos haces de luces como pequeñas columnas resplandecientes.
Blanca repentinamente vuelta a la hora y a la realidad, exclamó:
– ¿Llanlil? ¿Qué es eso?
El muchacho contempló las débiles señales brillantes y respondió sin vacilar.
– Es fuego… hogueras indias…
– ¡Entonces ya están aquí las tribus de Pastos Blancos o Loma Redonda!
– ¿Tienes miedo? -preguntó Llanlil.
– De ninguna manera… siempre los hemos tratado bien… ¿Por qué había de temerles?
– Te digo, Huanguelén, porque los hombres de la estancia dicen que el rival de tu padre, ese don Sandoval que hoy vino con armas y compinches, está incitando a mis hermanos a provocar al patrón, si no les dan cuanto pidan…
– Algo he oído, pero me resisto a creer a Sandoval capaz de semejante ruindad… de todos modos sería prudente que mi padre se entere cuanto antes de lo que ocurre.
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