Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Cuando, bastante más tarde, Ruda salió de la gran cocina en busca de Juan, alcanzó a ver a un grupo de jinetes que descendían la barranca del oeste. En cuatro zancadas estuvo en la puerta del galpón y gritó a la gente:

– A ver, muchachos… ¡me parece que baja gente del Paso!… Juan, córrase con unos cuantos detrás de la casa y mande otros a los corrales… ¡Ojo con las armas! Usted, Llanlil, no se mueva de aquí ¡eh!… Quédese con Roque y estos muchachos y nada de líos.

– ¡ Vamos… vamos! -ordenó Juan sin alterarse-. ¡Eh, vos, alcánzame el revólver!

Los jinetes ya cruzaban el río por el vado donde cayera el caballo de Lunder. Las patas de los animales quebraban el delgado cristal de hielo que orillaba las riberas. El cruce era breve y pronto los jinetes eran escoltados por los perros que ladraban recelosos a los recién llegados. Bajo la galería los aguardaban don Ruda, el padre Bernardo y Juan.

“¿Qué andará buscando por estos pagos el curita?”, pensó Sandoval saltando ágilmente del caballo. Los tres que lo acompañaban permanecieron montados esperando una indicación del patrón. Bernabé era uno de ellos.

– ¡Salud, señores, buenos días a todos!…

– Buenos y en paz le dé Dios -respondió el padre Bernardo estrechando la mano que le tendía Sandoval. Viendo que Ruda y Juan se limitaban a saludarlo con un gesto, abrió los brazos exclamando:

– En fin, aquí estamos de visita… como buenos vecinos… ¿y el patrón?

– No podrá verlo en seguida -respondió Ruda-. ¿No se apea su gente?… Juan, haga venir alguno para acomodar a los caballos.

– ¡Oh! No hace falta. Seguimos viaje en cuanto vea a don Guillermo… Luego nos vamos hasta Sarmiento y es un buen tirón -dijo Sandoval volviéndose a Ruda. Este asintió.

– Como guste. Bueno, entonces pasen todos a la cocina… estábamos mateando.

– ¡Macanudo! A ver ustedes, vengan si quieren…

– Yo me quedo, patrón -respondió Bernabé, dejando errar la mirada por la casa y los alrededores. Juan y Ruda lo observaban a su vez con desconfianza.

– ¿A quién busca, colega? -preguntó Juan con sorna, cuando visitantes y visitados estuvieron dentro de la casa.

– Estoy oliendo mugre… ¿No tendrán algún indio guardadito?

– Trate de encontrarlo… por el olor… pero le aconsejo que se ande con cuidado hay paisanos bravos- -respondió Juan agresivo. A él tampoco le gustaba nada el compinche de Sandoval.

Bernabé se rió y atando su caballo a una columna de la galería, exclamó:

– ¡No han de serlo tanto!… Compañero, para los indios bravos tengo la mejor medicina… -y palmeó el revólver que llevaba al cinto.

– ¡Ahijuna! -rugió casi Juan. La vieja sangre de la tierra le estaba dibujando visiones de muerte en el cerebro. Un peoncito se acercaba.

– ¡Cébale mate a la visita! -y se metió también en la casa, dejando caer al pasar la última advertencia.

– No ande buscando demasiado… hay perros chucaros, ¡y con buenos dientes!

3

– ¿Y desde cuándo está enfermo don Guillermo? -preguntaba en ese momento Sandoval.

– Hace ya bastantes días, don Mateo -contestó Frida alcanzando el mate.

– ¡Caramba!… pues yo tengo un asunto importante que tratar con él, antes de seguir viaje a Colonia Sarmiento.

– Usted perdone -dijo el padre Bernardo suavemente- Si se trata de conversar amigablemente no creo que haya inconveniente en que lo vea.

– ¡Muchas gracias, padre!… Este, ¿sabe? Voy a la colonia para conversar con las autoridades de la flamante cabecera del departamento y no quería hacerlo sin antes ver a don Guillermo, que es, no cabe duda, un prestigioso vecino en la zona. Usted, padre, podría si quisiera, ayudarme a unir nuestros intereses para hacer la felicidad de todos… ¿No le parece?

– Hijo; ¡qué quiere que le diga! Habría primero que ver qué clase de intereses son ésos… -respondió siempre sonriente el misionero.

– ¡Honrados y sinceros, padre! -exclamó Sandoval, con un amplio ademán-honrados y que van mucho más allá de lo meramente comercial…

– No entiendo -confesó el padre Bernardo intrigado. Pero iba comprendiendo adonde quería llegar el administrador.

– Bueno, esto es algo que tengo que tratar exclusivamente con don Guillermo y doña Frida, cuando llegue la ocasión propicia. ¿No le parece, señora?

– Si usted lo dice…

– Sí, señora, mantengo mi palabra. Usted y yo seremos siempre buenos amigos. Yo sé que a veces se dicen cosas muy feas de mí, pero les probaré que son calumnias de envidiosos. Yo quiero ser el amigo de mis… vecinos. ¡Ya bastante duro es vivir en la soledad y aridez del Paso!… Pero hablando de amigos y soledad, ¿ocurre algo con Blanca?

Frida estaba confundida con el intrincado discurso de Sandoval, cuyo sentido adivinaba sólo a medias. “Este está algo chiflado de andar en compañía tan salvaje” -pensó. “¿Y tú, acaso no estás también perturbada por el maldito viento?… Todos, ¡todos aquí! Todos ocultamos algo… ambición… recelos, odios, sueños… ¿y Blanca? ¿Qué oculta ella, tan extraña últimamente?”

– ¿Blanca dijo? Pues, don Mateo, hoy justamente anda algo indispuesta y no sale de su pieza.

– Bueno, entonces: ¿vamos a ver a Lunder? -intervino Ruda, nervioso con tantos preámbulos.

– Sí… sí… Vamos o se me hará muy tarde para seguir.

Lunder, recluido en su pieza, refrenaba a duras penas el deseo de enfrentarse con Sandoval. Con persistencia ejemplar maldecía en una interminable enumeración las circunstancias de su forzado encierro. Oía afuera las voces amortiguadas por las fuertes paredes de barro. Sentía al viento envolver toda la casa. A través de los vidrios empañados de la ventana acompañaba el avance del invierno, que traía ramalazos de nieve y punzadas de frío agudas como el contacto de cuchillos en el pecho desnudo. El dolor en la espalda, sordo, agazapado, tenaz, lo hacía temblar cada vez que intentaba un movimiento brusco. Después de veinte años de horizontes de leguas se veía reducido al ámbito muelle de una habitación… ¡Suerte perra la suya!… Pero ya Ruda y Sandoval concretaban con su presencia la necesidad de saber. Procuró recostarse ahogando un gemido.

– ¡Compañero en qué estado lo vengo a encontrar! -exclamó Sandoval.

– Hum… Ya lo ve…-murmuró Lunder. Siempre lo desconcertaba aquella envolvente duplicidad del administrador-. “Bueno -pensó-, habrá que esperar y no venderse…”

– Anda de viaje, a lo que parece.

– Exacto. Voy a Colonia Sarmiento a saludar a algunos amigos… arreglar ciertos negocios pendientes… En fin, cambiar un poco de ambiente… ¡Ah!… También a conocer a las autoridades. Porque ya tenemos nuestras autoridades propias ¿lo sabía?

– Algo me dijo el misionero -contestó Lunder.

– Y de paso, don Guillermo, espero saber qué ocurrió entre Pavlosky y ese indio refugiado en su casa.

Lunder miró a Ruda: “¿Así que por ahí anda el juego?” -pensó-. Supongo que Pavlosky ya se lo habrá contado ¿no es cierto? -preguntó.

– Usted sabe cómo es esta gente. Nunca se les saca más de lo que quieren decir. En resumidas cuentas, el indio lo atacó apenas lo vio.

– ¿Y sabe por qué? -interrumpió Ruda. La pregunta quedó sin contestar. Ruda continuó entonces: -Ese es el indio que fue atacado por ellos en la cordillera…

– Pero ese indio de porquería, ¿qué se ha creído que es?…

– Un hombre despojado y peligrosamente ansioso por vengarse -dijo Lunder, mirándolo fríamente.

– Otra vez están ustedes defendiendo a esa gentuza. ¿No tienen bastantes inconvenientes acaso?

– ¿Cuáles, por ejemplo? -quiso saber el dueño de casa. Ruda enarcó las cejas, comprendiendo que el otro se delataba.

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