Dos días más tarde las patrullas estaban de regreso. Cuando Lunder tuvo la casi certeza de que Sandoval estaba decidido a arruinarlo, se revolvió de cólera y coraje. Todo su espíritu de viejo luchador se erizó disponiéndose a devolver golpe por golpe. Armó a su gente, se redobló la vigilancia de la estancia, se apresuró al rodeo de todos los animales a corrales de invierno, incluso envió a escondidos refugios en las sierras del San Bernardo, caballos y ovejas para prevenir cualquier circunstancia fatal; se acapararon víveres en abundancia, leña, forraje y cuanto era necesario para resistir el invierno que día a día los encerraba en su círculo de hielo y tormentas, y para defenderse de un posible ataque de Sandoval. El padre Bernardo hablaba continuamente de irse él mismo a Trelew o Rawson a pedir protección a las autoridades, pero Lunder, que tenía serios temores por el religioso, no quiso autorizarlo a realizar semejante travesía. Por otra parte dudaba de la eficacia de tan hipotética ayuda. Con tales razones se opuso y, decidido, esperó los acontecimientos.
Tanta febril actividad alejó a Blanca y Llanlil más que la inquieta vigilancia de María, la prevención desconfiada de Ruda, o la tierna solicitud del padre Bernardo. El indio, tan fuerte como un renacido Caupolicán, trabajó tan intensamente, que las largas noches lo sumían en un sueño embotador y afiebrado. Hasta el último peón, enterado de los peligros que amenazaban a la población, se declaró decididamente a favor de Lunder y vivía con el arma pronta a repeler cualquier ataque. Entretanto llegaron noticias de que las tribus se disponían, apremiadas por el hambre y la eterna imprevisión, a reclamar sus cuotas, a los estancieros que por delegación del gobierno distribuían carne y otros víveres a la indiada.
– Anciano -dijo un día Llanlil al viejo Roque-, antes el invierno era alegre y buena la noche alrededor del fuego, frente a la ruca del jefe. ¿No es cierto?…
– Así eran, muchacho -respondió el baqueano sorprendido-. ¿Por qué preguntas?
– Porque da rabia ver a nuestra gente arrimarse a los huincas mendigando la carne, como perros sin dueño. Ganas me vienen de volverme a mis cerros…
– Pero no puedes hacerlo; estás maneao y es muy largo el tiento… Huecubú te ha embrujado…
– No digas eso, anciano; mejor pensar que es un hechizo de Toquinche, el dios bueno… -murmuró Llanlil pensativo, contemplando el río, cuyas aguas bajaban mansas, como fatigadas de venir de tan lejos y sin fuerzas para quebrar la costra de hielo que se formaba en sus orillas.
– ¿Todavía crees en nuestros dioses tan viejos?… Hace tiempo que nos olvidaron, muchacho fuerte, a veces pienso cómo seguimos viviendo si parecemos muertos.
– Yo los olvidé primero, nieto de los machis, si hasta cristiano me hicieron…
– ¿Y te duele serlo?… -preguntó Roque, mirando a Llanlil directamente a los ojos.
– No dije eso -contestó gravemente el indio-. Los blancos me enseñaron muchas cosas; aprendí con ellos a entender a las estrellas, el libro del cielo, a conocer mi fuerza, a medir el tiempo. Me enseñaron a no temer al trueno, ni al grito del volcán, y que no es un dios el fuego… todo esto me enseñaron, y a ser piadoso y a ser bueno, y a no matar y creer en un dios grande que reina en el cielo y que proclama el amor… el amor… ¿Y para qué sirve todo eso? ¿Lo sabe usted acaso, anciano de mi pueblo…?
– Hay muchas cosas que no sé, muchacho. Soy un indio manso y ya ni tengo recuerdo de otros tiempos; pero dicen que mi abuelo era un mapuche guerrero, y muchos lo seguían con lanzas a donde fuera; después; los huincas vinieron y arrearon con ellos… son ladinos y valientes, a su modo, y a veces también saben ser buenos… como el patrón, por ejemplo…
– Y como ella, la niña -dijo casi en un quejido Llanlil.
Roque, distraído en hundir una rama en la nieve, calculando su espesor, no advirtió la pasión que había en la cara del muchacho; sin embargo le bastó el acento de su voz para comprender todo el sufrimiento que encerraban aquellas palabras.
– ¿No la estarás queriendo a la niña? -le preguntó alarmado.
– ¡Pero si la llevo en la sangre, igual que un dulce veneno!… Por ella me quedo. Por ella no maté a ese Huinca perro, y por ella estoy como un puma en el acecho… No hay mujeres en mi raza para Llanlil… Ya sé que está muy alta para mí, ¡huanguelén de mi cielo! ¡Pero lo mismo la quiero!…
– ¡Estás loco, Llanlil! -gritó entonces el viejo.
– Ya verás, anciano. Si me quiere ningún cristiano podrá conmigo… ¿Quieres ayudarme?
– ¿Qué quieres que haga?
– ¡Quiero verla! ¿Sabes? ¡Verla!… lo necesito. No sé qué traerá el invierno, pero un presentimiento me dice… en fin, yo me entiendo… ¿Puedes hacerlo? -urgió Llanlil, tocando al viejo que bajaba la cabeza eludiendo su mirada.
– Tengo miedo, muchacho… ya soy viejo y me he ablandado viviendo con los blancos. ¿Sabes acaso qué hará don Guillermo si se entera? Los cristianos no perdonan cuando odian…
– Igual que yo -interrumpió Llanlil-. Pero yo también soy cristiano, ellos me hicieron… tengo sus mismos derechos… Más que ellos porque he nacido en esta tierra y quiero tener mi casa, una ruca donde mande una mujer blanca y quiero tener un pedazo de la tierra… tengo derecho.
Roque no podía enfrentar a Llanlil. Se sentía cansado y con frío en los huesos. Miró los cerros blanqueados de nieve y luego la casa, los corrales, el huerto que aprendió a cuidar con esmero… ¿Iría a perder todo aquello? ¿Adonde lo arrastraría la pasión del kona? 1 Se volvió lentamente con mudo asentimiento. ¿No fue él quien dijo a Quila -la niña blanca-, que Llanlil era un jefe? ¿No había bajado de las montañas, como un luan-toro herido pero soberbio? Kizki clavó su pulqui en dos corazones jóvenes como pájaros, encendiendo la roja sangre…
Encontró casualmente a Blanca junto con María, regresando de los corrales. Al verlo, María agitó la mano.
– ¿Cómo anda, abuelo?
– Regularcito, muchacha… Buen día, Quila…
– Buenos días, abuelo -respondió Blanca, dejando en el suelo el pequeño cubo de leche que traía. El esfuerzo parecía aumentar su belleza. Sin embargo sus ojos se velaban preocupados. María pareció súbitamente comprender la muda interrogación que los ojos de Blanca hacían al viejo indígena y siguió adelante, llevándose el cubo de su ama y el suyo.
– Espérame, María, ¡ven aquí!… -exclamó Blanca.
– Ya vuelvo, niña, ¡ah! no se olvide que la señora nos espera…
– ¿Y bien, Roque? ¿Qué tienes que decirme? Porque tú quieres decirme algo ¿verdad? -interrumpió Blanca, sujetando los cabellos luminosos que caían sobre su cara.
El anciano titubeaba eligiendo con cuidado las palabras. Miraba a la muchacha y justificaba la pasión que despertara en Llanlil. Aquella hermosura de mujer que florecía con inusitada lozanía en el valle agreste… aquella boca fresca y roja como quillem, la frutilla que endulza los labios al morderla… aquel vago anhelo interrogante que flotaba como un velo por el rostro blanco…
– ¡Vamos, Roque! ¡No puedo estarme aquí toda la mañana! -protestó Blanca, sonriendo débilmente.
– Sí, niña… es difícil el recado… Quila, Llanlil estará esta noche esperándola… -dijo el indio de un tirón. Blanca pareció no comprender y murmuró:
– ¿Verme a mí?… Es imposible… imposible… ¡Qué has dicho, Dios mío!… Allí viene María.
– Escucha, Quila… esta noche; donde la alameda muere junto al río… él dice que esperará.
Roque no estaba muy seguro de haber sido escuchado. Blanca, agitada por una multitud de pensamientos contradictorios, corría hacia la casa sin reparar en María que venía a su encuentro. El indio y la muchacha la vieron desaparecer y después con una mirada expresaron la mutua complicidad y responsabilidad que los uniría en torno a aquellos dos seres sacudidos por el deseo. La mañana tenía una luminosidad helada y trasparente. Rumbo a los galpones iba llegando la peonada atraída por el atractivo del descanso y una vianda generosa.
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