– ¡Mostrá de una vez quién sos!…
Lo que siguió fue una barahúnda indescriptible. A un ademán de Sandoval de extraer un arma del cinto, contestó Ruda derribándolo con un certero puñetazo. Por su parte Bernabé no alcanzó a darse cuenta de lo que pasaba, cuando era rodeado por los peones de Lunder, que lo encañonaban con los remingtons listos para disparar al menor gesto de rebeldía. Adentro de la casa se oyó a Juan inmovilizando a los hombres del Paso. El padre Bernardo, con la resolución adquirida en el trato con gente de toda laya, se metió en la confusión llevando serenidad y respeto. Poco tardaron los visitantes, tan prontamente convertidos en enemigos, en verse a caballo y, desarmados, hoscos y rencorosos, obligados a salir del lugar. A una orden de Mateo Sandoval, el pequeño grupo retomó el camino del Paso Río Mayo. Evidentemente si el administrador tenía intención de ir hacia colonia Sarmiento, había desistido en tan breve lapso.
En la habitación de Lunder, Frida contenía dificultosamente a su marido. Blanca se sumó a los esfuerzos de su madre y con ruegos y pacientes argumentos calmaron su cólera, hasta conducirlo de nuevo a la cama, donde, temblando violentamente, prosiguió no obstante con sus sordas imprecaciones. Pocas veces Lunder había perdido de tal manera el control de sí mismo.
– Granuja… ¡mostraste la cara al fin! Con que era eso lo que querías… -murmuraba Lunder, revolviéndose en su lecho.
Frida, que no entendía nada, intervino cortando los rezongos del hombre.
– Pero Whilen ¡cómo vas a curarte comportándote como un muchacho! Ya pasó todo y esa gente se ha ido…
– ¿Dónde está Blanca? -preguntó él sin escuchar sus palabras-. Recién estaba aquí…
Frida lo observó con sorpresa.
– Andará por la cocina. ¿Para qué la necesitas ahora? -preguntó.
– Yo me entiendo -respondió su marido y no volvió a pronunciar palabra.
– ¿Quieres que la llame? -volvió a insistir la mujer.
– No… no, ¡déjala! Necesito pensar…
– Bueno, si es así, hasta luego… -replicó ella.
– Hasta luego -dijo Lunder ensimismándose.
Cuando Frida cruzaba la gran sala-cocina, donde la estufa enrojecía solitaria, rodeada de sillas volcadas y trozos de leña dispersos, encontró a María ocupada en poner un poco de orden.
– Muchacha, ¿has visto a Blanca?
– Recién la vi salir… al campo me pareció que se iba, o a los corrales tal vez… A la verdad no lo sé realmente…
– La noto muy rara últimamente. ¿No crees tú lo mismo? Empieza a preocuparme. Aunque pienso si no estará cansada de esta clase de vida que llevamos… encerrada en casa… -María se escandalizó:
– Señora, ¡encerrada dice! ¿y todo este espacio abierto?… únicamente el cansancio pone rejas al entusiasmo de vivir… Valles, ríos, mesetas y caballos… ¡caballos para irse libre hasta el horizonte! ¡Como un pájaro!…
Frida respondió mirando a la muchacha de soslayo.
– ¡Bah! Vos, ella y su padre… soñando y fantaseando. La Patagonia sirve para refugio de canallas como Sandoval o desilusionados como don Pedro, no para gente honrada… En fin… llevo aquí muchos años de sufrir y esperar… esperar siempre inútilmente… -se paseó apretándose las manos-. Hace frío… que no se apague la estufa.
– Sí, señora -contestó María, bajando la cabeza.
¿Dónde estaba realmente Blanca en aquellos momentos?
Pasada la emoción del insólito incidente, se alejó de la casa.
Ensimismada marchó hacia el río, que se escondía entre las nacientes sombras de la noche cercana.
Su corazón estaba oprimido por vagos pensamientos que la cercaban, aturdiéndola y trasportándola como en un sueño. Después un deseo tímidamente esbozado fue cercándola…
Entonces todo lo olvidó y quedó atrás. El miedo y las palabras. La soledad y la noche… Iba hacia una cita. Concertada sin palabras. Tácita. Sucesivamente ansiada y rechazada. Toldas sus últimas horas la habían nutrido, hasta desbordarla, con las mismas palabras… “¡Ve, te espera! ¿Estás loca?… ¡Un indio es quien te llama!”
Dura lucha había librado Blanca tratando de lograr que su razón aceptase al amor que su corazón celebraba deslumbrado. Tristes pensamientos irrumpían como nubes hoscas en aquel cielo de esperanzados sueños. Presentía el airado repudio de sus padres ante la pasión que clamaba derechos ancestrales… obscura y maravillosa fuerza elaborada y nutrida en la sangre; absurda a veces, aunque siempre los pasos del amor fueron guiados por la intuición de dos almas buscándose, dolidas y solitarias entre el tumulto, para arribar al fin a su propio centro, allí donde la vida se prolonga en un nuevo salto en el vacío.
El hecho de que un prejuicio convencional rechazase aquel amor dispar en apariencia, no invalidaba el llamado inexorable y tremendo de las generaciones, el encuentro eternamente insondable y repetido de la pareja humana sobre la, tierra. Sentía Blanca su vida anudada a la de Llanlil y el alborozado sentimiento nivelaba instintivamente todas las diferencias. Llanlil cobraba para ella la personalizada imagen de cuanto le era grato; las pampas, los ríos, impetuosos o helados, el viento restallante, las montañas misteriosas y los lagos de aguas verdes como esmeraldas enormes reflejando el verde vegetal de los pinos seculares. Blanca, amanecida en un alba de nieve y de mesetas, no era mujer de perderse en suspiros pueriles. Ante la certidumbre del amor sintió primero el asombro y confusión de la dulce y ya naciente tiranía; después sólo comprendió cuánto amaba y cómo, sola, débil y pequeña en aquel mundo gigante, debía defender su amor, encerrarlo en los justos límites de su dignidad, elevarlo sobre la curiosidad malsana y áspera de aquellos “hombres más rústicos que malos, pero cuyos profundos apetitos yacían sólo a medias domados por el temor y el respeto ante la flor cuyo perfume embriagaba sus sentidos, exaltándolos con su lejanía inasequible. Insinuados y salvajes como la naturaleza, los bravos caballos del deseo pasaban en las noches patagónicas resonando en las sienes heladas de los ovejeros envueltos en duras pieles y la imagen de la mujer quedaba temblando ante ellos, desnuda, solitaria, como una estrella del amanecer desvanecida entre gasas rosadas…
Blanca no ignoraba ninguno de los peligros a que se exponía en aquel medio, pero segura y cabal, había sabido cortar siempre con una sonrisa de camarada cualquier indicio equívoco. Sólo ahora comprendía su tremenda fragilidad; pero valerosamente afrontaba el íntimo conflicto. Su alegría y su temor. El destino la conducía, a ella, la hija de los rubios extranjeros, hacia los brazos del nieto de los caciques de las mesetas… Irreal en la obscuridad que invadía aceleradamente al valle, Blanca Lunder iba al encuentro de Llanlil, el reche de ojos extrañamente azules.
Firme y resuelta marchó por la alameda. Hasta ella llegaba el apagado murmullo del río. Una liebre, sorprendida en el recodo del sendero, saltó al verla y desapareció tras un tronco. Cuando asomó de nuevo su suave hocico tembloroso, ya Blanca se acercaba al final de la alameda. En el aire sin viento las hojas de los árboles se agitaban levemente produciendo el rumor de una conversación entrecortada.
Se quedó contemplando estremecida las aguas claras que corrían musicales entre las piedras. A pesar de la absoluta soledad le pareció que cada árbol a sus espaldas escondía un testigo atisbando su secreto. Instintivamente anheló prolongar la soledad que la envolvía en una esfera desasida del tiempo. Sintió como en sueños la mano de Llanlil apoyarse en su hombro.
Читать дальше