Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Llanlil marchó unos pasos, invitando a Blanca, con un gesto a seguirlo.

– Vamos entonces, mi niña… Que tu padre sepa y si quiere yo puedo hablar a los caciques para conocer sus necesidades…

– No, Llanlil; acompáñame un poco, pero no deben vernos juntos ni menos sospechar. ¿Olvidaste ya mi pedido? Nada ocurrirá todavía; además, siempre hemos atendido a las tribus y no nos harán ningún daño…

– Como quieras, Huanguelén… ¡dame tu mano!

Llanlil la dejó una vez pasados los corrales, cuando la silueta de la casa se perfilaba frente a ellos. Aún brillaba una luz en la cocina… En el rancho del solitario cantor se había hecho silencio. Serían las diez de la noche.

Blanca se deslizó ligera por la galería y ya penetraba en su pieza, cuando la figura de su madre, plantándose en la puerta, le cerró el camino. Blanca ahogó un grito de sorpresa.

2

– ¿De dónde vienes? -preguntó Frida con dureza.

La muchacha no supo qué responder. Despreciaba las mentiras como una cobardía estúpida. Frida insistió, haciéndose a un lado.

– ¿Me dirás de dónde vienes -y para disimular su nerviosidad se atareó en encender la lámpara. La luz iluminó su rostro preocupado.

“¡Qué avejentada está mi madre!” pensó con dolor Blanca.

– ¡Oh, mamá! -contestó al fin-. Fui hasta el río… yo… no podía dormir.

– ¿A estas horas? -Frida observó el encendido rostro de su hija. Después continuó con acrimonia-. Basta de engaños, Blanca… nadie sale a estas horas a mirar el río simplemente por que no tiene sueño… ¿Con quién has andado?

– ¡Mamá por favor! -rogó Blanca yendo hacia su madre. Pero ella la rechazó.

– ¡Bah, no te hagas la inocente! Al menos por consideración a tu padre podrías mantener tu dignidad… te comportas como una chinita desvergonzada. ¿Me dirás al fin que has andado haciendo por ahí?…

Blanca, aguijoneada en su orgullo, respondió ásperamente:

– Pues no, mamá, no puedo decirte nada… lo siento, créeme que lo siento…

Frida se mantuvo un momento tensa, muda de sorpresa y cólera.

– ¡Está bien! -gritó al fin, casi al borde de una crisis. -¡Mañana arreglaremos esto con tu padre!

La muchacha se volvió, ahora con un ruego.

¡Als't un blieft! 1 , se sorprendió diciendo Blanca, que raramente recurría al escaso flamenco aprendido con sus padres, lo que era un índice de su intensa emoción-. ¿¡No puedes confiar en mí? Papá tiene tantos desvelos… ¡le harás un daño inútil!

– Estás loca… No te parece suficiente insolencia, sino que también vas a enseñarme a mí lo que debo hacer… ¡es el colmo!

Blanca se sentó al borde de la cama, y dijo con voz dolorida.

– Créeme, mamá… nada hago que sea reprochable… ¡Pero es tan difícil que puedas comprenderme!…

Frida Lunder insistió de nuevo.

– Si me ocultas la verdad es en vano pretender que comprenda tu actitud. ¡Habla entonces!

Afuera se oyeron fuertes voces llamándose a gritos. Las dos mujeres se miraron inquietas y olvidadas de todo.

– ¿Qué ocurrirá ahora? -exclamó Frida.

Pero Blanca, momentáneamente liberada, dijo presurosa:

– Espera moeder 2 . Voy a ver qué pasa… -pero Frida gritó asustada:

– ¡No, quédate, tengo miedo! O mejor, ¡vamos con tu padre!…

– Sí, mamá, vamos.

Encontraron a su padre calzándose las botas.

– ¿Qué haces, hombre? -protestó Frida afligida.

Lunder la miró con fría resolución.

– Ya lo ves -dijo al fin. -Algo pasa afuera. ¡Eh! ¡Déjate de reproches y ayúdame!

Apoyándose en su esposa y Blanca, marchó hacia la cocina, donde las voces indicaban la presencia de los hombres que se reunían.

Hallaron a varios rodeando a don Ruda y al padre Bernardo. Un peón manipuleaba raíces en la hornalla de la estufa. La gente estaba fuertemente armada, y gruesos ponchos, gorros de piel y pesadas botas completaban su aspecto decidido. María, también despierta y alarmada, se disponía a calentar agua para el mate, mirando con aprensión a Ruda que escuchaba a su gente. Afuera otros peones, que iban y venían, hablaban con excitación. Exclamaciones y denuestos dichos en la cadenciosa tonada chilena se mezclaban al gutural acento germano.

Es curioso comprobarlo, pero en cualquier pueblo o establecimiento patagónico de principios del siglo, de cada diez individuos reunidos, no se hallaban tres de igual origen.

Unidos por el interés común, por el azar o la incitación del misterio o la aventura, convivían en heterogénea mezcolanza, argentinos, chilenos, latinos y germanos, rusos indefinidos y exóticos, turcos emprendedores, franceses caballerescos manteniendo su esprit aún en las peores situaciones. Estos hombres, como flechas tocando el misino centro, hacían de las mesetas diminutas babeles y generalmente trabajaban duro, pues tanto en las ásperas alturas del centro como en las costas solitarias, no valían artimañas, y solamente el constante empeño recompensaba. Empezar de peón o catanguero, o mercar pilchas y alimentos, o lavar oro en los arroyos de las montañas, podía llevarlos en corto plazo a la riqueza o la muerte. Si ocurría lo primero, el obscuro aventurero se convertía en un sólido estanciero, orgullosamente aislado en su población y, trasformado en patrón de otros peones, olvidaba pronto sus penalidades. Los hombres que ahora dependían de él, imitando los comienzos de su antecesor, seguían luchando contra el frío y la ambición de los que llegaban, agrandando sus franjas de tierra, viendo crecer el número de las ovejas, serviciales fábricas de lana que iniciaba la pujante riqueza de los vastos territorios del sur. De pronto en las costas del golfo San Jorge dos boers que perforaban el suelo buscando agua potable para el pueblo de Comodoro Rivadavia, José Fucks y Umberto Beghin, descubren petróleo y la fiebre del hombre encuentra un nuevo cauce. El caserío de chapas y maderas se agrupa misérrimo al pie del Chenque, cobijando una creciente marea de comerciantes y aventureros. El juego, el alcohol y las mujeres equívocas afluyen, pero el embrujo de las tierras que atraen con su inconmensurable promesa de segura riqueza, trasforma y purifica, y las frívolas mujeres conviértense gradualmente en abnegadas compañeras del ovejero y del comerciante que inicia su lento desplazamiento sierra adentro; hacia los valles fecundos, hacia los bosques inmensos y solitarios que ocultan lagos dormidos como espejos de esmeralda y zafiro. Así, como un poderoso aluvión, la marea humana se extiende y lentamente los dilatados ámbitos se abren en picadas que van a morir a algún rancho escondido del viento, cerca de un arroyo, bordeado de árboles pequeños luchando por erguirse y creer, firmes como esperanzas, bajo el límpido cielo abrumado de estrellas.

3

– ¿Qué ocurre? -exclamó don Guillermo Lunder.

El padre Bernardo se precipitó hacia el enfermo.

– Se ha levantado usted… ¿por qué lo ha hecho? ¡En el estado en que se encuentra!…

Se volvió a un peón que lo contemplaba.

– A ver, muchacho trae una silla…

– Y bien ¿me dirán lo que pasa? -insistió Lunder, sentándose con esfuerzo. Estaba pálido y un breve temblor le agitaba las manos que hasta entonces no conocían la debilidad.

– Señor -comenzó don Ruda gravemente- verdaderamente es una pésima noticia… Los peones que montaban guardia han observado a los indios de Maniquiquen, a lo que parece, rodeando el campo detrás de los corrales. Presumen que han debido llevarse algunas ovejas… y lo que es peor, don Guillermo, se han robado varios carneros de raza…

– ¡Maldito sea! -gritó desesperado Lunder-. ¡Pero es que van a arruinarme esos salvajes! ¿Y los caballos?

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